La ruina del Anticristo – Parte I

Esta historia no es de mi autoría.


Tampoco está concluida y no me corresponde a mí intervenir en la obra de otra persona por respeto a ella como autor. Sin embargo, la responsabilidad del internet es de ser un repositorio para las artes, y esta obra merece ser preservada del olvido que implica el paso del tiempo, así que tan solo será retirada si así lo solicita el autor original. Nosotros somos los protectores de los sentimientos e información que se enfrentan contra el océano digital.

Adán tachó una gran equis en la entrada de la casa. Tuvo que lidiar con ver la grasosa pintura negra marcando una pared sin color, de un blanco que no recordaba la pureza que había perdido y no volvería a tener. No en esas casas de dominó y tampoco en el cielo mismo. El color blanco parecía ya cansado, y la luz del sol tenue y agobiada. El tacto de sus rayos no transmitía vida, sino que gritaba con sus pocas energías «estoy harta». Era por ello que no fue sorpresa cuando el sol y el firmamento perdieron sus matices y se volvieron indistinguibles del blanco de las casas en la zona. A su manera señalaban que el final de este mundo había llegado antes de que alguien se diera cuenta.

Adán se estiró un poco y caminó a su carretilla. Puso la lata de pintura y la brocha en ella. Se sacudió la ropa y tomó un pedazo de carne envuelto en aluminio. No había humo ni neblina, pero se olía un pesado sabor a cigarrillos que parecía estancado en el suelo. Tampoco se veía una sola nube, y el despejado cielo era blanco como las paredes que le observaban desde el suelo.

Prefirió guardar su agua para después. Adán sólo se mantenía de lo que encontraba en cada casa que visitaba; la carreta tenía ese uso. Debía recolectar lo que pudiera, sabiendo que nadie lo lamentaría, pues ninguna casa se lloraría en su traspaso. Y era por esto que a la fuerza tuvo que tomar posesión de carga, carga que le ayudaría a sobrevivir su pequeña odisea personal dentro de la colonia, en busca de su verdadero hogar.

La falta de personas sólo acentuaba la idéntica imagen de una casa con la otra. Los objetos dentro, incluso, rara vez divergían de los mismos. Pero Adán sabía que de encontrar la casa que lo vio crecer podría identificarla. Confiaba en que debía hacerlo, porque era su última alternativa. Cada segundo perdido se apilaba en su espalda y le apretujaba el alma, sabiendo que su casa estaba esperándole en algún lugar de ese océano de concreto.

El hombre encendió un cigarro y empujó la carreta un poco, fijándose en la casa que seguía. El humo le mantenía concentrado, y debía estarlo para cuando la noche se acercara. Luego de cierto tiempo haciendo lo mismo día y noche, aprendió a adivinar la hora aproximada. Teniendo un firmamento sin color ni luces deslumbrantes, eso era un poco más impresionante de lo que normalmente sería, y ese era su recurso más valioso.

Cordialmente se dio a sí mismo la bienvenida y dejó su carga esperándole afuera. Para variar, la sala estaba ordenada, con la alfombra empolvada tanto sólo desde que la familia se fue. La televisión seguía encendida, pero eso ya le había dejado de sorprender en lo absoluto. Pronto fue a apagarla para quitar ese horrible sonido estático, y se detuvo un momento a admirar su reflejo en la pantalla oscura.

Conoció de nuevo al silencio, pero éste tardó unos segundos en calmarse. El sonido tenía también su inercia y sus tonos, al empujársele, tomaba su tiempo en recogerse. Una pausa inquieta no era lo peor a lo qué temerle, mucho menos a una sombra o la oscuridad; ellas eran demasiado tibias cuando los rayos del sol radiaban tan reservadamente como lo hacían. Todo era tibio de día, puntuado por la tranquilidad del aislamiento. El latir del corazón de Adán marcaba el compás sigilosamente, constante y prudente.

Adán vio un poco el lugar: sobre la alfombra había cuadernos de escuela, y en los sillones, platos de comida fría, ya desperdiciada. La casa tenía tres habitaciones, como todas las demás, pero antes de revisarlas, pasó a la cocina a ver el refrigerador.

Luego de un rato, Adán marcó la casa con una gran equis en la entrada. Un poco de la pintura saltó a través de la ventana y manchó la alfombra y los sillones, pero a Adán no le importó y devolvió sus útiles a la carreta sin pesar alguno. Haber encontrado provisiones le alivió un poco el cansancio, pero no encontrar nada en las habitaciones le empezaba a molestar.

Todos los cuartos hasta ese momento habían estado desocupados de cualquier mueble, sin excepciones. Las personas se habían ido, y las casas se habían convertido en cascarones de su pasado.

Adán a veces era un cascarón también, la mayor parte del tiempo lo era. Su vida se redujo a esto: entrar, mirar, salir y marcar, luego repetir. Aún había algo dentro de él, sin embargo, el combustible que le hacía moverse y le despertaba para continuar sin descanso alguno.

El blanco falso que le rodeaba por doquier y la tierra negra, sosa y marchita, le incomodaban. Adán se hubiera sentido más cómodo si el sol hubiera irradiado una luz tan blanca y caliente que le derritiese la piel y le hirviera la sangre. Hubiera preferido cualquier cosa antes que continuar rodeado de tanta tibieza, porque en el fondo temía ser absorbido por ella.

Detuvo su carreta y entró a la siguiente casa. Esta no tenía alfombra, sino un suelo desnudo y lleno de basura. El hedor a humo viejo se hacía más pesado al adentrarse. Ni siquiera las hormigas—si es que aún existiesen—comerían los desperdicios del piso.

Los muebles estaban volteados, y con ellos, la división y varios estantes. La persona que vivió en ese lugar se llevó por sorpresa el rapto. Nadie pensó en dejar sus casas nítidas para ser encontradas; una vez idos, toda su vida quedaba atrás, y con ella, su suciedad.

La cocina quedaba de pase directo desde la sala. Al entrar a una casa de la zona, la sala estaba a la derecha, a la izquierda estaba una puerta para una de las habitaciones, y al lado de ella, la cocina. Estas no eran viviendas grandes, habían sido construidas para ser económicas. Por eso eran tantas, por eso eran todas iguales. De la cocina podía salirse por una puerta para ir al patio para tender la ropa o para lavar en la pila. Esa puerta había quedado abierta en esta casa, en muchas era este el caso; la puerta principal estaba abierta para todas.

El caso especial de este lugar en particular era que la segunda puerta no sólo estaba abierta, sino que estaba rota. Estaba suelta, reposando sobre el fregadero. El fregadero por su parte no tenía nada único, simplemente rebosaba de losa sucia. Adán no se molestó en revisar el refrigerador y pasó directamente a los cuartos. Como siempre, estaban vacíos, y de ellos venía el olor de cabello quemado.

Una casa más, marcada como el resto; su estado levantaba más preguntas que respuestas, justo como sus compañeras. Cuales cenizas de un objeto que no puede ya identificarse, ellas esperan con paciencia la venida de la eternidad. La historia que alguna vez vivieron no se recordaría nunca, y nadie sabría de su existencia más que como un ínfimo pigmento del fondo blanco, en su último momento siendo pintada como la casa equívoca por un hombre que ya había perdido el interés.

Adán se estiró un poco y caminó a su carretilla. Guardó la brocha y la lata de pintura. Tomó un pedazo de carne envuelto en aluminio y lo comió con una tortilla. Sabía a arena, aún no había encontrado condimentos. Tal vez el paisaje entero estaba pintado sobre sal, tal vez eso había matado todo lo que respirase.

«O quizás las frías ventiscas nocturnas lo hayan hecho» pensó. El cielo se estaba tornando a un oscuro abismo negro que le miraba, como el ojo de un huracán. Las estrellas no existían ya, sólo una enorme luna que no reflejaba luz, sino al contrario, se ocultaba en interlunio cada noche.

Adán soltó su cigarrillo, y este voló hasta desaparecer. Con la llegada de la noche, la calma del día se consumía en caos, cuyo ritmo se marcaba por los fuertes movimientos de las láminas de los techos, que en algún momento se irían a soltar. La temperatura bajó diez grados, y Adán debía encontrar un lugar para descansar.

El cambio era dramático y muy grave; a Adán le fascinaba, y esto era porque Adán odiaba lo tibio, le aborrecía. Adán se sentía cómodo, porque en la noche sentía que se congelaría, y en las horas más oscuras no sentiría la luz cansada del sol, sino que se envolvería en la más densa y absoluta oscuridad, donde nada era real, donde nada existía, salvo él. Y él, justo como esa oscuridad, era absoluto.

Adán cerró su abrigo y escupió al aire. Tomó sus cosas y continuó a la siguiente casa. Todo lo que podía hacer era guardar lo que le pertenecía hasta que llegara el amanecer. El vendaval se hizo más fuerte, normalmente oscilaba entre una brisa fuerte y lo que se sentía como un ciclón. Adán tuvo que cubrir su carga con su cuerpo o todo se daría vuelta. Con cuidado de no tirarlo todo por accidente, caminó a la entrada de la siguiente casa, casi adivinando su dirección con la poca luz que todavía no había sido tragada por la noche.

La puerta le recibió abierta, y fácilmente dio paso a su carreta. Entró precavido de no tropezarse con un juguete como ya le había pasado en algún momento. No era momento para preocuparse por lo que había dentro de la casa, en las horas más avanzadas de la noche le sería imposible discernir qué era qué; se lamentaba que encontrar su hogar sucedería de día o nunca. La noche era una experiencia más interesante para él.

Adán dejó su carga en un rincón de la pared y fue abrazado por la oscuridad en lo que buscó cerrar ambas puertas. Para su suerte, la puerta trasera estuvo cerrada desde el inicio.

Un poco de alivio bajó de su frente hasta su nuca y a su espalda. Se arrastró sintiendo la pared hasta la habitación adyacente a ambas entradas, y abrió la puerta para echarse a la esquina opuesta y reposar sentado. A veces cerraba esa puerta, esta vez no lo hizo. No importaba de igual manera, no vería la diferencia con sus ojos. En sus viejas pesadillas imaginaba las habitaciones recibiendo luz amarilla que entraba por la ventana, pero ahora que se encontraba solo no podía recordar la última vez que vio un poste de luz encenderse, y aún así no sentía miedo.

El interminable ruido del viento golpeando los tejados de aluminio no le permitía pensar lo suficiente como para sentir miedo. Su vista no le podía advertir de nada, mientras que sus oídos eran asaltados por una estruendosa batalla de lanza y escudo, y su cuerpo temblaba de frío aunque estuviera arropado en una cómoda chumpa gruesa. La noche era colorida a su manera, sus tonos eran fuertes y decididos, fáciles de distinguir los unos de los otros.

En la oscuridad, lo único real era Adán. El cielo no era más un blanco cansado, y el negro se extendía hasta cubrirlo todo y convertirse en una parte de él, junto al tamboreo agitado del techo y la temperatura nocturna. Adán lo era todo, y las direcciones eran absolutas, todas ellas apuntando a su centro. Finalmente no se debía preocuparse por ser absorbido, sino solamente por ser.

En la vida después del día, la noche ventilaba el olor a nicotina y toda putrefacción se iba por un desagüe a algún lado. Se sentía higiénico, y esta higiene traía consigo el mundo en el que Adán era la única ley y religión. Adán le veía como su última confirmación de no haber muerto aún.

Luego de cabecear lo suficiente, simplemente cerró los ojos y cayó en un profundo sueño.

Dormía siempre en las habitaciones de esa posición, en la de sus padres. Al inicio usaba la más cercana que tuviera, pero siempre terminaba durmiendo más rápido en esas. Le traía felicidad creer que pensar y dormir en la habitación de sus padres le calmaba, pero la realidad es que era mera coincidencia. La verdad es que ya no había calma ni descanso que Adán pudiera encontrar en este mundo.

Al cesar la furia de los cielos, Adán abría los ojos y se quemaba la mano con la punta de un cigarro encendido para asegurarse de despertar. Los días amanecían sin un alba, y tan pronto iniciaba su jornada se cargaba un cansancio en el aire con el que él debía lidiar. Tampoco es que hubiera tenido un buen sueño: una vez más vio a su hermana en la cocina, y una vez más no pudo detener las ruedas del destino atropellándoles a ella y él.

Adán se levantó y reconoció su lugar, un cuarto empolvado sin camas ni roperos, a lo que le entró un seco impulso por encontrar su casa. Pensó que para alguien que seguía durmiendo con sus padres, no se sentía calmado en lo absoluto.

Lo que continuaba era su rutina normal. Al pasar a la sala revisaba si recordaba algo ahí dentro, que en su caso no fue así, como de costumbre, y luego tomaba cualquier cosa que le podría ser útil.

Esta vez estaba en un lugar más ordenado y limpio que la media, y le fue sencillo encontrar comida. Se llevó una sorpresa al toparse con un estuche de puros, anillados por un sello cubano, en un estante de madera fina y espejos que se reflejaban el uno al otro; no tuvo vergüenza alguna en tomarlos todos, que de todos modos habían sido abandonados.

Levantó sus cosas y salió de la casa por la puerta principal. Con su brocha y pintura no olvidó marcar la casa con la equis correspondiente y siguió a la casa de en frente. Volteó por un momento a la calle y vio un camino pavimentado por casas blancas y équises negras que no terminaban en el horizonte. Suspiró el olor a cigarro, que ya había inundado otra vez la tierra, y encendió uno de sus habanos. El día apenas empezaba, y la impureza de los blancos marchitados en el firmamento y paredes le traía visiones de frutas engusanadas y podridas.

Los días se iban en un santiamén, y Adán no se detenía nunca. Comía caminando de un lugar a otro y al cansarse solamente se estiraba un poco. Las marcas seguían aumentando, pero el escenario nunca mostraba un cambio apreciable ni acercarle más a su casa.

Su vista también parecía desvanecerse poco a poco, siempre viendo los mismos escenarios repetirse una y otra vez, y no podía hacer nada al respecto, porque todas las casas eran idénticas y estaba en un océano inacabable de ellas.

Entraba en una para ver repetirse una alfombra, o el televisor, a veces las pinturas y las fotos eran las mismas, y Adán sólo lo miraba y continuaba sin resignarse. De vez en cuando se quitaba el suéter porque la temperatura subía un poco, pero nunca le sofocaba lo suficiente como para preocuparse o tan siquiera darle una impresión. El aburrimiento le carcomía, y el estancamiento le daba justificadas razones para irritarse.

Para lo que presentía eran las cuatro de la tarde le empezaban a temblar las piernas, y tuvo que sentarse en la acera un rato en lo que terminaba de fumar. Su carretilla no cambiaba mucho de igual manera, y había llegado a un punto en el que empezaba a desear quedarse sin alimentos.

Antes de dar el último soplido de tabaco, casi dice entre dientes «Ojalá sucumbir y perecer antes que seguir aquí en vano.» Se desesperó un poco por recuperar el tiempo perdido y se levantó. La tarde continuó a su ritmo.

La tensión en el silencio que le acompañó desde el día que llegó y empezó su búsqueda ya se daba por disipada. Le era más difícil a Adán concentrarse, y se perdía con su mirada viendo más allá de las ventanas o en las esquinas del techo. Se preguntó si seguiría vivo de no tener algo que lo mantuviera ocupado; pensó mucho en las personas que antes vivían ahí o más allá incluso, donde aún el mundo se resistía por morir, y pensó mucho más aún en su hermana.

Su hermana, Gracia, había muerto. Fue asesinada una noche en su propia casa, y Adán fue testigo de sus últimos momentos. Le sostuvo en la entraba a la cocina, lugar que tenía que ver docenas de veces al día, y donde estaba parado en ese momento. Ella le vio con sus ojos muertos, unos bellos ojos verdes de cristal, en la entrada de la cocina, y su calor se desvaneció entre sus brazos, de su piel de porcelana que no podía volverse más pálida, y aun así lo hizo.

Las puertas de adentro seguían llevando a habitaciones vacías. Adán salió de la casa y no se molestó con marcarla. Al llegar a la calle, pateó la carreta y dejó que todos sus contenidos cayeran al suelo y se llenaran de lo que quedaba de pintura negra, que sólo se esparció por la calle en una gran mancha gruesa y densa. En ella no había un reflejo, sólo una aceitosa sensación al verla consumir la carretera.

Caminó el resto del día entrando a casas de manera aleatoria. Su razonamiento era que si iba a cumplir una labor sin sentido, lo obvio era no tomársela en serio. Pero Adán se la tomaba en serio, no podía no hacerlo. Su sangre hervía de ira y se arrancaría el corazón de ser necesario para liberarla. Al llegar la noche, no tenía cosas de las qué preocuparse salieran volando, porque él ya se había desecho de ellas, y continuó entrando de casa en casa cuando el cielo se ennegreció y la mancha de pintura en el suelo se había perdido.

Había decidido no dormir y experimentar su primera noche fuera, en la calle, cuando entró en una casa y la sala estaba completamente vacía. Era la primera vez que encontraba algo así en sus días de estar ahí. Entre la oscuridad y el apantallante ruido nocturno, no encontró nada buscando de pared en pared. Se le ocurrió abrir las puertas del fondo, y en ellas no había nada tampoco. Pensó en la rareza de la situación, pero le tomó a la ligera y casi sale sin más. Sin embargo, al estar cerca de la puerta, decidió echar un vistazo al cuarto que faltaba. Abrió la última puerta y se topó con un cuarto amueblado.

La sorpresa le hizo piedra, y luego de un rato, cerró la puerta de entrada, quedándose adentro. Era tan oscuro que no podía ver nada, incluso estando bajo el marco de la puerta, pero las sombras de los roperos y sus gabinetes, o de la cortina y la cama, eran aun apreciables.

Su curiosidad tomó control de él y empezó a toquetear todo lo que pudiera alcanzar. No reconocía nada, pero no se detuvo hasta quedar satisfecho e imaginarse todo lo que pudiera estar ahí con él. Se echó a la cama y decidió dormir lo más rápido posible para jalar el amanecer hacia él y reencontrarse con el propósito de sus ojos.

Se cubrió con la sabana y reposó sobre la almohada. Hacía tanto que no había dormido en una que inmediatamente cedió al sueño. Los golpes del viento se hicieron tan altos que ya no eran una molestia porque se diluían entre sí en un segundo plano. Desde encontrarse sólo en es lugar, nunca tuvo una experiencia igual de acogedora.

Adán abrió los ojos, pero todavía era de noche. No había ruido, sólo lo que sonaba como la extensión de un grillido ya acabado. Lo que le sorprendió fue que le tocaba una luz amarilla que entraba desde la ventana, como lo hacía antes en las noches. Con ella pudo distinguir finalmente todo lo que había en ese cuarto lleno, con un estante, armario, cajas viejas, tabla de planchar, un ropero ancho y muy alto y él, sobre la cama junto a las cortinas de la ventana y, a su lado, Satanás.

No le hizo nada, solamente se quedó parado observándole con una sonrisa. Adán le vio a los ojos y no sintió temor, sólo una mirada candorosa y un poco solitaria.

Pensó en qué decir, pero no conocía al diablo como para saber de qué hablar, así que se decidió solo a escucharle.

— ¿Podrías tocarme alguna canción?

El diablo le dijo que sí con la cabeza y, colocando sus manos en una posición de violinista, empezó a silbar. Adán se quedó maravillado con lo que sus oídos escuchaban, porque de ese único chiflido se entonaba una orquesta completa. Cerró los ojos y dejó que la elegante música le llenara el alma y le calmase el corazón más de lo que dormir en el cuarto de sus padres alguna vez lo hizo.

Sus oídos para este tiempo sólo se habían acostumbrado a escuchar sonidos fragorosos y vulgares; lo que escuchó le pareció la cosa más bella y hermosa que en su vida podría presenciar. El diablo le veía como esperando verle llorar o caer al suelo y pedir misericordia a Dios, pero Adán sólo degustó la experiencia y siguió la melodía con su mirada. Su cuerpo tuvo electrizantes escalofríos cada cambio de nota, cada aceleración del tempo, cada subida y bajada de tono; ahí estaba él, sintiendo la canción bajo su propia piel.

La serenata duró varias horas. Luego de eso empezaron a charlar sin un tema en específico, únicamente prolongando el momentum que les había dado compartir una sonata. Antes de volver a dormir, Adán le ofreció uno de sus habanos y le hizo una pregunta, pero el diablo se lo rechazó y se despidió diciendo por última vez que ‘saber de las cosas humanas no le correspondía’.

Al despertar, Adán se dio cuenta que había soñado con la muerte de Gracia una vez más y tuvo que lidiar con un mal humor matutino que se profundizó en ira cuando se dio cuenta de que la habitación sólo tenía ropa vieja y fotos de una familia que no conocía. Salió de la casa y le marcó rompiendo las celosillas por una falsa esperanza que él mismo se dio.

Lo que empezó el día anterior continuó como la nueva rutina. Adán tiró todo orden y se dejó a sí mismo a merced del azar. El suelo tenía un nuevo sabor ese día, el olor a cigarro se hizo más espeso y añejo, casi como si fuera polvo. Adán tuvo que pasar hambre porque no encontró comida en toda la mañana.

Caminó varias horas sin entrar a ninguna casa, y en un momento se encontró rodeado de las que ya había marcado. Deambulaba como si se hubiera dado cuenta de que ya no tenía nada más que hacer ahí. Recorría las calles viendo al exterior como si se tratase de un sueño lúcido, en parte, dudaba si siquiera estaba despierto. El cielo radiaba una luz más apagada que de costumbre, y aún no había una sola nube a la vista. Le pasó por la cabeza que tal vez su falta de ánimos era una señal de haber sido asimilado por la colonia.

Lo que restó del día se lo pasó entrando a casas en las que ya había estado y vagando sin rumbo esperando que algo pasara. El atardecer pasó sin pena ni gloria, y las horas se iban sin que se diera cuenta. Para cuando lo notó, ya estaba anocheciendo. Las corrientes del viento empezaban a agarrar impulso, y una lámina volando a dos centímetros sobre su cabeza le hicieron darse cuenta que pasar una noche fuera sería demasiado peligroso. Adán fue a la casa más cercana para dormir seguro, más por compromiso que por voluntad propia.

El cielo estaba ya suficientemente oscuro como para evitarle ver bien. Al tomar la perilla de la puerta, se dio cuenta que por primera vez en toda su búsqueda se encontró con una casa con la puerta principal cerrada.

Los vendavales golpeaban los techos a una velocidad constante, el ruido nocturno ya había empezado y no parecía parar pronto. Adán tuvo que caminar a la puerta lateral para ver si podía entrar a la casa, y casi es lanzado abajo de un empujón por los fuertes soplidos del viento. Esa puerta tampoco abría.

La nueva rareza de la ocasión le hizo ilusionarse con finalmente y por pura casualidad haber encontrado su hogar. Empezó a golpear la puerta con su puño. Era lo más tarde que había estado afuera, y empezaba a ponerse algo inquieto viendo a sus alrededores.

Esa misma tensión sólo estuvo presente cuando encontró abandonada la zona por primera vez. Los fuertes latidos de su corazón empezaban a bombearle sangre más rápido, y él golpeaba la puerta en esperanzas de abrirla. En un momento pareció más un animal asustado que quería entrar por miedo que por tener algo valioso dentro. Adán pateó la puerta en el cerrojo varias veces como le habían enseñado a hacerlo, pero terminó por desquebrajar la madera de la puerta antes de poder abrirla apropiadamente. Empujó los pedazos de madera, y su mirada fue tapada por las imperturbables tinieblas. La casa estaba vacía.

Cerca de él, más láminas empezaban a despegarse y caer de los techos. No sabía si lo que escuchaban sus oídos era los impactos de ellas con el suelo o sus propios latidos acelerados. Adán apretó pecho y entró sin mirar atrás.

Acomodó los pedazos sueltos de la puerta rota y se quedó parado viendo a la oscuridad, densa y húmeda, como empolvada por el tiempo. Lo que le extrañó a Adán fue lo silencioso que estaba el lugar. Los tumultuosos estruendos de la noche se apagaron al pasar adentro. El sonido de sus pasos era tragado por las sombras, únicamente dejándole junto al sonido del flujo de su sangre que le atornillaba el oído derecho y su respiración lenta y un poco desenfrenada.

Una fatiga extraña se apoderó de su cuerpo. Adán empezó a tambalearse al dar unos pasos a través de la cocina, y para no caer tuvo que apoyarse en la pared. Al llegar a la sala, un escalofrío recorrió su nuca al girar hacia el cuarto en el que dormía, y éste pareció extenderse sin un final cercano. Los brazos de Adán temblaron cuando se acercó a la perilla, y abrió la puerta de un trastazo para recuperar su pulso.

 De la habitación salió un pestilente hedor a basura pútrida que llenó la casa sin aligerarse. Fue un puñetazo a la cara. Adán tuvo que cubrirse la nariz y tratar de sacudirse el mal olor de los ojos para soportar entrar a la habitación, pero no había nada que pudiera identificar; no había un solo fragmento de luz sin ser absorbido por la oscuridad. El cuarto parecía vacío. Adán se apresuró a revisar el resto, pero al volver a la sala todos sus nervios le congelaron como a una estatua. Por un instante, todo lo que Adán hizo fue ver hacia las neblinas negras que le rodeaban, ver en dirección a un agujero sin forma que empezaba desde sus pestañas hasta la pared más lejana, a la puerta de las dos habitaciones restantes. El tiempo se detuvo junto a sus pensamientos, y solamente permaneció una gota derramada de instinto puro que le sacudía y desde su propio resuello le advertía peligro.

Antes de empezar a hiperventilarse, cerró bien los dientes y se dejó caer en el suelo, recostado en la pared junto a las ventanas de la sala. Pasaron horas, y Adán seguía viendo directamente al abismo. Varias figuras aparecían frente a él. Al inicio, vio a un perro negro acercársele. Sus ojos estaban heridos, y su pelo sucio y enmarañado. Caminaba con tres patas. Al postrarse frente a Adán, las tinieblas se revolvieron y se lo llevaron, como se habían llevado al calor, a la luz y al sonido.

Hombres con túnicas blancas y alas que les llegaban a los pies le rodearon. Sus rostros estaban ocultos en sacos negros. Pero su aparición fue breve, y tan pronto Adán los vio, se desvanecieron. Adán ya había olvidado la diferencia entre tener los parpados abiertos o cerrados. Al poner sus propias manos frente a sus ojos, se le ocultaban detrás del oleaje de la oscuridad. Todas las direcciones se derritieron entre sí. A veces, Adán estaba frente a la sala, otras veces su rostro estaba a pocos centímetros de un muro. El techo se alzaba y caía. Imágenes distinguibles de ancianos y vagabundos venían y se iban, naciendo y muriendo entre los contrastes de la oscuridad. Se levantó cansado de todo ello, teniendo que morderse la palma de la mano para tomar control de su propio cuerpo. Apretó ambos puños, preparado para atacar lo que fuera que saliera de la puerta trasera de su cabeza y le atormentara con su presencia. Se apoyó de nuevo a la pared, para tratar de encontrar la puerta y salir, pero únicamente logró llegar al fondo del averno. Al encontrarse entre las dos habitaciones del fondo, decidió abrirlas para ver si en una de ellas había una cama, como en su noche anterior. Ambas puertas chillaron, y de ellas no salió nada. Adán se sintió desorientado, porque no sabía si estaba viendo dentro de los cuartos o hacia la misma sala a su espalda.

Llamó al músico que vagamente recordaba haber visto acompañarle, pero sólo consiguió alterar su silencio. Caminó para atrás, obstinado a encontrar una salida, y al voltear a la cocina, parpadear y ver por un segundo el fondo blanco al que acostumbraba cada día, se topó con una escena que reconocía perfectamente.

Su sangre hirvió al ver la sombra de un hombre en la cocina. No tenía rostro, pero le observaba, no con mirada de un herbívoro aterrado, sino una mirada de apatía y desinterés. Adán le gritó, pero la figura no se inmutó. Una ira descomunal entró en Adán al darse cuenta de que no era importante, que no era un peligro para el cuerpo sin alma frente a él. Tanto su conciencia como sus instintos fueron desarmándose como un rompecabezas, regándose de un lado a otro. Lo que veía no le veía realmente, ni siquiera como un reflejo a través de un espejo. Había una distancia que Adán no podía achicar, los planos y las capas de la realidad no podían reordenarse para juntarles.

La figura no se desvaneció, solamente se fue. Se alejó, caminó en dirección contraria, y se hundió en el mar donde Dios no puede ver y no existe juicio o pena alguna a pagar. Adán se estremeció. Lo había tenido en frente una vez más, estaba ahí, y no pudo tomarle. Se tiró al suelo. Con sus puños golpeó el suelo, se demacró todo lo que pudo, aunque la sangre de sus nudillos se regara por toda la sala y sus huesos se desquebrajaran en miles de pedazos. Sólo se detuvo cuando sintió que la sangre que le tocaba no era la suya. Se arrastró por el suelo y llegó a donde estaba ella, su hermana, Gracia. Con sus dedos le acarició su rostro, su violada belleza era sólo restos de un ataque frío y sin corazón. No necesitaba ver para sentir los preciosos ojos de esmeralda que ya no le veían. Su ropa estaba rota y de su torso le brotaban las tripas, pero a Adán no le importó mancharse, sólo quería abrazarla y llorar. Y lloró, sosteniéndola en sus brazos y apretujándola para ver si conseguía intercambiar su vida por la de ella. La abrazó tanto que se descompuso en su regazo y los gusanos le trepaban, pero él sólo la apretaba con más fuerza.

Había sido él, había sido el hombre, su asesino, el que debía pagar con su vida. Adán lo sabía, su familia lo sabía, el cielo y la tierra y todos los putos puntos cardinales, se derritieran entre sí o no, lo sabían. Y antes que Gracia desapareciera por completo, Adán no olvidó escupir toda maldición imaginable al bastardo que la había tomado de él y a toda su ascendencia, para que se lamentara y pidiera misericordia en el infierno, tuviera que acompañarlo por su cuenta ahí o no.

Gracia se había ido para siempre, no quedaba nada de ella junto a él, pero dejó una mancha roja que tintó la oscuridad e inundó la casa entera de sangre, fluyendo de todos lados hacia adentro. Adán no se olvidó de respirarla, de llenar sus pulmones de su aroma y recordarlo para siempre. Ese aroma que debía perseguir era lo que buscaba, en su casa y en su cocina. Había jurado dar su vida para encontrar pistas que le llevaran de vuelta al asesino, cualquier cosa que las autoridades hayan perdido u olvidado, pero antes de regresar, el mundo le había dejado atrás y se perdió buscando en un laberinto que le apaciguaba su espíritu. Sólo cubierto de la sangre que una vez le encendió como gasolina una llama inapagable se dio cuenta de que no estaba llegando a ningún lado, que intentaba burlarse de su juramento y de sí mismo y que era una vergüenza seguir rodeándose de tonos tibios mientras perdía el tiempo en donde nadie se molestaba en recordar.

El bastardo seguía afuera, en algún lado debería poder encontrarlo si buscaba lo suficiente. En ese momento, Adán nadó a las paredes y, con sus manos moradas y apenas funcionales, las arañaba y golpeaba; intentaba escapar, salir inmediatamente y correr a donde sea con tal de moverse en cualquier dirección por muy errónea que ella fuera. La sangre que le manchaba su cuerpo de una intensidad y color que hace tanto no veía le obligaba a no quedarse con los brazos cruzados mientras la vida del asesino se escapaba de un rango con cual poder ahorcarlo.

No pediría ayuda, sólo necesitaba que le apuntaran con un dedo para liberar todo el odio que le consumía las paredes de su corazón. La noche se tornó roja, no por la sangre de Gracia, sino por su ira.

A la mañana siguiente, Adán se levantó y encendió su último habano. Con él, se quemó los nudillos y se despertó de una noche adolorida. Como lo recordaba, la casa estaba vacía, justo como la casa en la que había dormido un día atrás, pero sólo había sido una casualidad haber encontrado ambas tan pronto.

Quiso asegurarse de que los cuartos no tuvieran algo dentro, y al entrar a la habitación respectiva a la de sus padres se dio cuenta de que había algo que no podía haber visto de noche.

En la acera, Adán se terminó su cigarro. Al ver el pavimento, notó una gran mancha negra de pintura que bajaba de un extremo a otro. Sus demás cosas ya no estaban, el viento se las había llevado, justo como se llevó a todas las demás casas. Ni una sola pared estaba en pie, todas habían sido arrasadas junto a sus láminas de aluminio y sus cercas de madera. La única casa que soportó la noche fue en la que durmió, e incluso ella se veía abatida. Por alguna razón, el olor a nicotina seguía volviendo; ni siquiera los ciclones más temibles podían despegarle sus raíces del suelo.

Adán contó los pasos de la mancha de pintura a donde estaba. De no haberse dado por vencido, días atrás, esa hubiera sido la siguiente casa que revisara. Al final, sí había estado perdiendo el tiempo, dando una vuelta entera. Pero se alegraba de no haber tenido que pasar la sorpresa que se dio sintiéndose miserable. El amanecer le había visto inesperadamente fuerte. Adán se sentía fuerte esa mañana, lo suficiente como para no vomitar al abrir la puerta y ver a un hombre de casi cincuenta años recostado sobre la pared.

Sus sesos le colgaban de las cuencas de sus ojos, y moscas se paraban sobre su cráneo. Estaba desnudo de la cintura para abajo y su camisa estaba amarilla de tanto sudor y grasa. Adán no sabía dónde empezaba la sangre y terminaban los desechos que el cuerpo suelta al morir. Por el arma en su mano, el hombre de seguro se había suicidado; y la asunción era correcta. Lo que tenía en frente era un hombre que horas antes del éxodo había tomado su propia vida y se había quedado solo en un mundo abandonado, como un pobre idiota apresurado que no tenía una sola cosa más que su arma.

Adán le dedicó el último jalón de su cigarro a ese hombre, para que encontrara paz en algún lugar donde él ya no la encontraría, y se levantó, dejando atrás sólo la gran mancha negra que marcó en la calle, de un blanco tan sucio como el del cielo.

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar