La ruina del Anticristo – Parte II

Esta historia no es de mi autoría.


Tampoco está concluida y no me corresponde a mí intervenir en la obra de otra persona por respeto a ella como autor. Sin embargo, la responsabilidad del internet es de ser un repositorio para las artes, y esta obra merece ser preservada del olvido que implica el paso del tiempo, así que tan solo será retirada si así lo solicita el autor original. Nosotros somos los protectores de los sentimientos e información que se enfrentan contra el océano digital.

Los pasos de Adán se hundían tiernamente en el camino de tierra, levantando un polvo que se encendía rojo como ceniza y rápidamente se apagaba al tocar el suelo. El punzante silencio se interrumpía únicamente cuando sus pisadas aplastaban sobre el camino restos de alacranes muertos que se encontraban dispersos como hojas caídas de los árboles. Un pasajero sentimiento de pavor recorrió su espalda baja cuando se dio cuenta que, luego de caminar por tantos días y adentrarse en el campo, no había visto un solo animal vivo. Su fría transpiración y un agudo dolor en los pulmones le hicieron sentirse más pesado de lo que realmente era, pero Adán quería estar confiado que al final de su viaje podría encontrar de nuevo la Hiena.

Pasando por los arbustos y hierba baja, había una impresión de que la última gota de frescura se les era arrebatada. Alto en el cielo no había ni una sola estrella o nube, y mucho menos una luna. Lo único que había por sobre los árboles y cubriendo la montaña era oscuridad enfermiza y agobiante, un firmamento que se negaba a ver hacia abajo y no quería ser reconocible allá arriba. En el suelo lo único que había eran envoltorios y latas vacías que alguna vez alguien tiró en el camino de monte y alacranes muertos.

Cada tanto tiempo Adán se detenía a descansar y a hacer cuenta de dónde se encontraba. Podía reconocer algunos senderos y no era descuidado al revisar el tronco de los árboles. Sentado en una roca a la orilla de la pendiente recordó que hacia abajo en el oeste se había perdido una vez la cuchilla de una retroexcavadora y su madre le solía advertir que de caer podría cortarse la cabeza. Luego pensó en cómo todo ese terreno había pertenecido una vez a Don Virgilio, hasta que unos hombres lo engañaron y le hicieron venderlo todo a nombre de un comprador que ya había muerto, todo excepto su pequeña finca. Después de eso Adán pensó en Gracia, y decidió que ya había descansado lo suficiente.

La sed que Adán tenía era más que agobiante. Su seca lengua le llenaba la boca ásperamente exigiendo la más mínima gota de agua. Mientras más avanzaba más le presionaba tener que llegar ya. Debía descansar, y más importante aún, debía encontrar una dirección hacia dónde vaciar toda su ira contra el miserable asesino de su hermana.

Adán llegó a un grueso tronco obstruyendo el paso. Este siempre había servido como referencia al ir a la Hiena. Adán lo vio y cambió su rumbo hacia arriba, al monte alto. A lo lejos se distinguía una tenue luz. Era la finca de Virgilio, hijo. Desde donde estaba podía trazar un camino recto hacia ella.

El alivio cayó en Adán como agua de una cubeta. Estirando su espalda, aceleró el paso. Tomó con una mano el agarre de su mochila y la lanzó sobre una valla de alambre. Abriéndose paso por ella y agarrando dos cables con sus manos se dio cuenta que la hierba tenía una viscosa sensación sin olor, como si de un aceite a punto de podrirse se tratara. Habiendo cruzado al otro lado, notó que sus dedos se habían untado de ese aceite pegajoso y estaban cubiertos de tierra y hojas imposibles de sacudir. En uno de sus dedos había tieso el aguijón de un alacrán.

El calor empezó a aumentar. La respiración de Adán dejaba de doler, pero su sudor era ahora demasiado incómodo. Al saltar sobre la cerca de madera y llegando a un área donde la grama era baja, se quitó la chaqueta y la cargó en su antebrazo. El sonido blanco empezaba a ceder poco a poco.

Adán ya estaba en la finca de Virgilio, lo único que su padre mantuvo para él y su familia, después de perder todo lo que iba desde la sierra hasta el río. Don Virgilio, padre, lo había trabajado todo por tantos años. La finca era lo último de él que quedaba, el lugar que, cansado de todo, se dejó a sí mismo para morir.

Adán pudo detenerse un momento y ver atrás. Hacia las montañas, hacia los senderos cuyos destinos desconocía, hacia la basura y restos arácnidos en sus pies, hacia los árboles en deterioro, hacia el infinito cielo vacío. Adán sintió un profundo sentimiento de soledad al pensar que todo en el mundo que conocía estaba abandonado. Al girar una vez más pudo ver una brillante posada alfombrada por fuera por chatarra y pequeñas construcciones de madera, de la que se encendía hacia fuera un tono amarillo y rojo desde cada una de sus luces.

La Hiena estaba más viva que nunca. No tardó nada en que el silencio fuera llenado por alegres risas y alborotos que reavivaron todos los sentidos del deambulante viajero. Adán caminó entre motocicletas y autos destartalados. Se quedó quieto observando como una libélula se postraba sobre una lámpara. Viendo a través de las ventanas se maravilló de la cantidad de gente dentro. Su sed parecía haberse calmado con sólo la vista.

Adán se abrió paso entre cubetas llenas de basura antigua y subió a la entrada. Dentro, todo era muy distinto. Con  sus intrincados adornos, pinturas y paredes y suelos barnizados que brillaban un poco por las luces de los candelabros en su gruesa madera. En el fondo podía ver las escaleras que subían a los distintos pisos y un mostrador con incontables licores, frente a ellos un anciano que se ocultaba en donde la limitada iluminación de las velas no podía llegar.

Los huéspedes no se quedaron callados de inmediato al verlo, pero era claro que la atención de todos se había enfocado en el apenas llegado. Adán caminó hacia delante lentamente, viéndole las caras a cada uno detalladamente, recibiendo de vuelta juicios intensos de parte de los borrachos. Él saboreó ese momento, en que teniendo la oportunidad de dar una primera impresión, pudo ver en lo profundo de esas embriagadas miradas defensivas los rencores que sus almas escondían a simple vista. Entre susurros se escucharon risas crecientes. Los ojos de Adán deambularon del piso de abajo entre los asientos y subiendo por las escaleras hasta el piso de arriba, donde pensó «más tarde debería revisar individualmente».

Adán tomó asiento en el mostrador. Frente suyo había un viejo que no podía tener menos de 90 años. Las arrugas en sus manos se veían sólidas y abrumadoras, resaltadas mucho más por los delgados anillos dorados que traía en algunos dedos; él tenía una reconocible aura añeja desde su forma de vestir hasta la necia forma en la que no cubría el ojo que le faltaba. Era el derecho.

— ¿Tienes agua? —preguntó Adán, quitándose la mochila y recostándola en el suelo.

El anciano no se dignó a verle con el ojo que le quedaba, sino que se mantuvo quieto observando entre las mesas. Su rostro tenía una triste figura que se cubría de sombras fácilmente, pero su lugar de trabajo era más oscuro que el resto de la posada. Casi parecía incluso que se tragaba la luz de las candelas. Alejados de ellos escucharon una silla moverse. Un robusto hombre moreno se levantó de donde estaba.

— Que de pronto llegues a pedir agua… Aquí no le servimos a cualquiera, ¿o no, Tadeo? —dijo él, acercándose al mostrador.

— Sí, es cierto—le respondieron desde las mesas.

El hombre se colocó detrás de Adán, que no se inmutó para nada, y puso una mano en el hombro para sacudirlo. Cuando el hombre se movía, su cinturón hacía un pequeño sonido metálico y su gruesa ropa se raspaba entre sí. Adán podía sentir la panza de ese hombre apoyándose en su espalda y su apestoso olor natural. Era alguien pesado, gordo como un cerdo.

— Sírvele una cerveza al muchacho, para que nos empecemos a conocer.

El anciano tomó uno ancho tarro de vidrio y vertió cerveza en él. Lo colocó en el mostrador frente Adán sin acercarse demasiado. Adán finalmente vio hacia atrás, curioso de lo que el hombre haría entonces, y pudo contemplar el asqueroso gesto que hizo al escupir en la cerveza sin siquiera quitarle las manos de encima.

Pequeñas risas contenidas se escucharon a medias en el salón. Adán movió su asiento para que el hombre dejara de cubrirlo con su sombra, sin embargo él se acercó de nuevo, sin importar que Adán no disimulara lo incómodo que le ponía la situación. Adán le dio la espalda. Al tomar la cerveza del asa, el anciano frente a él escupió en ella desde sus agrietados labios lo que parecía ser ya polvo. Adán le vio al ojo. Las risas de la taberna disminuyeron considerablemente, sólo unos pocos seguían riéndose.

El hombre empezó a carcajearse—Vamos, bébetela—. Adán no esperó para estrellarle el tarro de vidrio en la cara y dejarlo completamente empapado. Mientras el hombre se sacudía desorientado le escupió en el rostro con toda su fuerza. Ya nadie se reía.

Un grupo de hombres se levantaron furiosos de sus asientos, tirando sus platos sin pensarlo ni dándole importancia alguna. No apreciaban que un extraño llegara a defenderse. Juntos rodearon a Adán, que no se contuvo al momento de patear y lanzar golpes con la jarra en mano. Ellos supieron agarrarlo y llevarlo a una de las tantas mesas de la madera que tanto llenaba la Hiena. Halaron de sus ropas y le golpearon repetidas veces, empujando su cabeza y marcando su rostro con la textura agrietada de la tabla gruesa en que comían. Adán les escupió a ellos también, y con sus manos llenas del pegajoso aceite del pasto alto arañó a donde pudiera alcanzar, pero era inútil, todos le sostenían.

De las otras mesas empezaron a lanzar botellas, y el salón se llenó del ruido de vidrio rompiéndose en el piso. Una de esas botellas golpeó a quien sostenía una de las piernas de Adán justo en la cabeza. Adán pudo liberarse por un momento y patear a quienes lo tenían por delante. Quienes sostenían sus brazos fueron atacados por detrás.

La Hiena se revolvió en polvo, comida y escupitajos. Adán se sacudió al levantarse y pudo ver el caos que había comenzado. Gente se golpeaba por defenderlo, otros lo hacían por la emoción del momento, chiflando y lanzando platos al suelo. Incluso vio a alguien contentarse con patear afuera a dos perros sin dueño que habían entrado por sobras.

Uno que otro golpe perdido se encontró con Adán, pero él supo esquivarlos en su mayoría. No supo reconocer si lo que escuchaba retumbar era sus latidos o gente estrellándose contra la pared. Desde los pisos de arriba bajaba más y más gente que no sabía por qué el alboroto y sin titubear se lanzaban a los demás. Por un momento Adán pudo estar en el centro de ese huracán, siendo empujado hacia fuera del lugar y pronto empujado dentro una vez más.

Mientras, el hombre trigueño que había sido el primero en hablarle se levantó sosteniendo su rostro adolorido. Se movió entre el desorden y se abalanzó sobre Adán. Ambos cayeron en una de las mesas y llenaron su ropa de huevos revueltos, salsa y alcohol. Adán empujó al hombre abajo y consigo tiró uno de los bancos largos de madera al que le quebró una pata. El hombre tomó a Adán de la pierna y lo haló abajo arrastrando todo lo que había en el comedor. Adán se golpeó en la espalda y lanzó un grito que paralizó la Hiena.

El hombre lo levantó de los brazos, sosteniéndolo mientras un pulsante dolor se esparcía por Adán desde su espalda hasta atrás de sus orejas. Las luces que para ese momento habían parecido muy tenues para un lugar de ese tamaño se volvieron demasiado brillantes. Adán no lo escuchó, pero el anciano del mostrador hizo un disparo al aire que hizo que todos se apartaran de él y el hombre.

La quietud se mantuvo breve; alguien lanzó un barril desde el segundo piso, el cual rodó y se estrelló contra el hombre que sostenía a Adán. El hombre no pudo detener su caída, pues incluso entonces apretó fuerte a Adán y se lo llevó consigo. Ambos tuvieron un doloroso choque con el suelo, pero para cuando Adán recobró sus sentidos pudo ver que su oponente lo tuvo mucho peor. El hombre se había roto el cuello. Todos se acercaron cuando Adán se paró y detenidamente admiró al hombre inerte. Sintiendo su nulo pulso, confirmó que había muerto.

Uno de los hombres que le habían atacado lanzó una botella a Adán, quien todavía estaba algo atónito por la muerte que sucedió a su lado, dándole en el hombro. Adán retrocedió unos pasos hacia una de las mesas y tomó de una jarra encurtido y chile, el cual tiró a la cara de su oponente. El hombre se encogió para cubrir su rostro y se estremeció por el ardor.

Adán no le tuvo suficiente compasión y le reventó una de las botellas en el brazo con el que se defendía. Le pateó y viéndole caer al suelo en dolor dejó de prestarle atención hasta que se reagrupó a sus compañeros, que humillados gritaron a todos en reclamo.

— ¡¿Cómo es que han permitido que este extraño venga y que por su culpa se muriera uno de nosotros?!

Nadie respondió.

— ¡Tadeo, no puedes dejar que esto suceda!

Uno de los huéspedes se hizo camino entre los demás y apartó a Adán de un empujón para salir frente a todos.

— Sí, es cierto, compañero. No pude dejar que atacaran a uno de los nuestros. Es por eso que de forma muy justificada devolvimos el golpe cuando quisieron aprovecharse de nuestro viejo amigo Adán—dijo Tadeo, sus brazos moviéndose con fuerza para señalar a Adán y a todo lo que le rodeaba.

Una gruesa mano tomó a Adán y le sacudió el pelo; alguien más le rodeó el cuello con su brazo. Estaba rodeado de sus amistades más antiguas, los pocos que desde que lo vieron pudieron reconocerlo.

—Así que si pueden entenderlo, váyanse de aquí si todavía creen poder reclamarnos por algo—Tadeo declaró con toda seriedad.

Los amigos del fallecido apretaron los dientes exasperados. Uno de ellos se agarró de la ropa holgada de Tadeo y cayó de rodillas. Sus ojos se humedecieron; con ellos lanzó una mirada a Adán, quien no vio lamentos, sino una roja impotencia a punto de estallas.

— Por favor, Tadeo. Este es el mejor lugar que podemos encontrar. ¿Nos vas a mandar allá fuera?

— Pues disculpa, aquí no le servimos a cualquiera—Tadeo no parpadeó. Se sacudió al hombre y lo tiró al suelo. Todo su grupo estaba furioso, pero desde su reojo podían ver al anciano en el mostrador; era a él a quien realmente temían.

— Está bien. Nos vamos ya, Virgilio, espero que comprendas que no paguemos nuestra cuenta—uno de los hombres dijo tomando a su patético amigo del suelo y saliendo del lugar.

 Adán se despreocupó de ellos, todos estaban seguros ahí. Se pudo escuchar motores de motocicleta encenderse y eventualmente perderse a lo lejos, fueren a donde fueren. A Adán le pareció curioso que algo entre la pila de chatarra de afuera funcionara todavía.

 Tadeo se acercó a Adán y le dio un fuerte abrazo que Adán no pudo contenerse en devolver. Tadeo no había cambiado en lo absoluto: su cabello largo, su nariz respingada, sus ojos azules que contrastaban con vello facial apenas cortado para verse decente y su característica forma de vestir cómodo. Sin embargo ahora era posible afirmar que se veía más correspondiente al ambiente, y no era sólo porque la mayoría de borrachos se veían tal descuidados como él. Entre ellos él destacaba a su forma.

— Voy a hablar con Virgilio—le dijo Adán al oído y se separó de él sacudiendo su mano.

Adán caminó de vuelta hacia el mostrador. El anciano guardó su arma y continuó con lo que hacía, que no era más que trabajar de cantinero para los que llegaran. Adán tomó su mochila para no perderla de vista de nuevo. El anciano le sacó un nuevo tarro de cerveza y se lo colocó frente suyo.

— No te vi bien cuando llegaste—le dijo Virgilio.

— Ya no importa—respondió Adán.

El anciano se dignó a verle finalmente y, haciendo un gesto de frustración quiso responderle con su voz grave y polvorienta, pero un grupo se acercó a él para preguntarle qué hacer con el cadáver.

— Sólo llévenlo a los cerdos. Hace tiempo no comían bien esos desgraciados—les ordenó.

El grupo levantó entre todos el cuerpo y lo cargó entre todo el movimiento que había en el comedor.

— Son obediente cuando lo ocupan. ¿Les quitaste las armas? —preguntó Adán. Virgilio le extendió la mano, pero Adán le señaló que no traía una.

— Tengo que desarmarlos. Son demasiados, y cada vez llegan más y más. A duras penas aguantamos para tenerlos a todos, pero siguen viniendo porque la comida no se acaba acá. Ese que vino a molestarte era uno que le encantaba pelearse con los que llegaban, como si no hubiera llegado hace nada—Virgilio se sentó en su banco de madera—. Creo que estuvo perfecto que los corrieran.

Al quedarse callados, Virgilio le dio otra mirada a Adán.

— ¿Vienes de paso? Yo sacaría a todos estos mal arrendados si me dices que quieres un cuarto.

Adán le vio triste. Dedujo que se sentía solo estando rodeado de tantos desconocidos.

— Nunca sentí tan pequeña la Hiena.

— Siempre le reclamé a mi papá lo que hizo. Lo vendió todo a una susodicha firma de un viejo que llevaba media vida enterrado, pero yo creo que sí sabía. Yo creo que papá quería tirar todo, sólo por maldad. Para que lo único que heredara fuera la mísera finca.

— Me pregunto cómo la encontraron—Adán preguntó al aire, viendo que Virgilio se perdía en su propio mundo.

— Imagínate, tanta tierra…—se susurraba Virgilio. Adán pensó por un momento que si Virgilio tuviera gafas, tal vez hubiera podido ver el brillo de sus ojos mojándose.

Adán se dio la vuelta. Vio hacia el enorme salón lleno de comida y no pudo esperar para servirse algo. No había comido en casi dos días.

Se levantó y fue hacia los comedores. El olor de la Hiena, a pesar de todo, era suave y delicado. Se percibía la cera de las velas, la antigüedad de la madera, fragancias de campo abierto; pero por sobre todas ellas, el olor más distinguible era el de la comida. Adán podía girar la cabeza en cualquier dirección y ver pilas y pilas de comida barnizadas en jugosa salsa y acompañadas de litros de licor. La anticipación a su cena era asfixiante.

Adán dio un recorrido explorando la amplia colección de comida. «Virgilio no podría posiblemente cocinarla toda por su cuenta» pensó. Había platos sobre platos junto a grandes tazones que desbordaban de distintos alimentos, todo ello servido a los enormes hombres hospedándose en la casa. La Hiena siempre había sido un lugar de reunión para los brutos más viriles de toda la zona. Que hubiera tantos desconocidos, sin embargo, no dejaba a Adán convencerse. Él no había llegado para ser seducido por el hambre de su estómago.

Cuando quiso sentarse en una mesa cualquiera, alguien le puso la mano sobre el hombro. Adán se volteó y vio a su primo Augusto, de rostro tan bien parecido como siempre. Augusto tenía un aire distinto al borracho común, sus verdes ojos siempre parecían brillar y su semblante estaba siempre bien cuidado; Virgilio podría ponerlo en un pedestal para que su finca se convirtiera en un noble virreinato. Adán tomó un plato al azar de entre lo que había en el comedor y siguió a su primo afuera.

La luz de unas pocas lámparas era suficiente para iluminar los alrededores de la Hiena por la noche; a través de las ventanas ya pasaba bastante luz, pero frecuentemente un huésped querría salir a orinar en la cuneta de cerámica que Virgilio había hecho para acomodar a tanta gente. El olor al salir era repelente, como un latigazo luego de despertar entre almohadas de algodón. Para Adán ya no había diferencia. Lejos de la Hiena ya nada olía a nada.

Adán se sentó sobre unas cajas de madera y comió de su plato. Augusto estaba de pie junto a Darío, ambos moviendo las piernas y tanteando un poco. Afuera hacía mucho frío.

— ¿Qué te parece la comida? —preguntó Darío.

— Hubiera preferido poder escoger, pero está muy buena—le respondió Adán—. Mis felicitaciones al chef.

— Gracias, gracias—dijo Darío sonriendo de oreja a oreja, uno de sus dientes frontales se había partido—. Estar aquí ha de ser lo más hermoso para todos los vagos que llegan, pero a los que nos toca cocinar conocemos lo que es el trabajo.

Adán apartó su plato y sacó unos cigarrillos.

— Lo único que no cambia es la noche, siempre es divertido cenar—agregó Darío—. ¿Fumas?

— Tú me enseñaste—replicó Adán dándole un cigarrillo.

— Aquí tenemos todo para vivir menos de estos. Cada tanto que vamos a la ciudad a buscar cosas traemos unos cuantos, pero nunca es suficiente.

Augusto se sentó sobre un barril. Él no fumaba. A diferencia de Darío que era de anchos hombros, él era delgado y algo bajo. A pesar de ser mayor que la mayoría por varios años, Augusto era reservado, más no tímido; simplemente iba a otra frecuencia la mayoría del tiempo, aunque participara con todo lo que hacían.

— Ir a la ciudad sólo por cigarrillos ha de ser una mierda—Adán se rio—. Augusto, ¿te acuerdas cuando fuimos con Tadeo a la ciudad? De niños.

— Sí, la verdad es que yo quería ver hasta donde llegábamos—le dijo Augusto.

— Es un viaje largo…—Adán se acomodó en su asiento—. Yo vengo de allá, de hecho. He caminado de más largo, pero pasé por la ciudad. Tal vez me hubiera cruzado con ustedes si me tardaba más. Hubiéramos traído más que sólo estos cigarrillos.

Se quedaron fumando un rato, en silencio. El bullicio de adentro había sido amortiguado por la atmósfera.

— Adán, dime la verdad—dijo Darío—. ¿Dónde has estado?

Adán no supo qué responder. Nadie entendería, él lo sabía. Pero tampoco quería mentirles, no había nada de lo qué avergonzarse.

— He estado buscando—respondió—. Aún puedo ver los ojos de Gracia. Necesito encontrar quién fue.

— Adán…—Augusto le llamó, pues no tuvo idea de qué más responder—. Eres el único que cree que se puede encontrar. Ese hombre desapareció, no existe un caso.

— Eso veremos—le contestó Adán serenamente, evitando decirles que él creía poder encontrarlo sólo con verlo. Él tenía un vínculo especial con ese hombre.

Darío aspiró un largo bocado de humo de su cigarro.

— Gracia era muy hermosa—dijo—. Tal vez sea porque hemos pasado tanto tiempo sin ver a una mujer, pero ella era única.

Darío vio a Adán a los ojos. Se acercó a él.

— Si describieras su sonrisa a uno de los borrachos de aquí que nunca la vio pensaría que estás loco, que es fantasía. Tal vez sí estamos locos, así que no puedo decirte nada. Todo lo que pasó tu padre, todo lo que viste, tú más que nadie sabe dónde estás y lo que haces—Darío le advirtió—. No podría evitar respetarte aún si te mueres por loco.

Pudo haber sido una ilusión, pero las llamas en las linternas parecieron crecer, llenarse de oxígeno y cubrir con su luz más de donde lo habían hecho hasta entonces.

— Pero está bien, de seguro es más divertido que estar aquí. Yo creo que cambiaría toda la comida que hago por una caja de cigarrillos—terminó Darío.

Adán le vio caminar hacia dentro. Recordó por un segundo por qué había ido a la Hiena y analizó detenidamente lo que había escuchado una y otra vez. Habló con Augusto un poco más hasta que no tuvieron nada más que decirse el uno al otro.

Entraron otra vez a la posada. Adán cargó su plato vacío y quiso dejarlo de donde lo había tomado, pero ahora ese espacio se había llenado de más y más platos. Adán lo puso donde pudo y caminó un poco.

— ¡Adán! —le llamó Tadeo desde su mesa, rodeado de sus amigos. Adán fue hacia él.

Tadeo, el hijo de Virgilio, tenía la edad de Adán y desde siempre había sido un buen amigo suyo. Se le consideraba líder y portavoz de los pródigos hijos de Dionisio que ahora habitaban en la posada. Él hablaba con un tono melódico y expresivo, a veces al ritmo de la música que se escuchaba de fondo.

— Estábamos preguntando quién fue el que lanzó el barril desde el segundo piso. No fui yo—dijo Tadeo—. Yo estuve aquí abajo con ustedes cuando nos empezamos a partir a golpes. No fue nadie de esta mesa estoy seguro. ¿Pudiste ver quién fue?

— Creo que en ese momento no pude ver nada, la verdad—le respondió Adán. Todos empezaron a reírse. Adán se sentó al lado de Tadeo y se sirvió de nuevo.

— Es bueno tenerte aquí como antes—dijo Tadeo.

— No te emociones mucho, viene por lo de su hermana—Darío le habló en voz baja.

— ¿Así es, Adán? —preguntó Tadeo—. ¿Crees que aquí puede estar el asesino?

— Pues no creo que sea alguno de ustedes, pero tenía que asegurarme. Hay tanta gente aquí, y no se ven como para fiar—Adán les respondió en voz baja también.

Él desconfiaba de algunos de sus antiguos amigos, pero no quería decirlo. Había tan sólo un par de personas de las que Adán no podría nunca desconfiar, entre ellas Tadeo. Adán le tenía tan alejado de la lista de sospechosos que preferiría juzgar a su padre antes que dudar de la buena fe de Tadeo. Y esa confianza le tenían todos los borrachos en ese oasis de tintes otoñales enmarcados en oro, tanto así que dejaron sus riñas y puñetazos tan pronto le vieron tomar un acordeón.

— ¿Vas a tocar? —le preguntó Adán.

—Puede que no los conozcas a todos, pero ya se aprendieron las canciones de memoria—le respondió Tadeo.

Pronto todas las voces en la Hiena se callaron. Adán estaba terminando su plato de comida y empezaba a ojear una tercera servida cuando Tadeo se paró sobre la mesa y los vio a todos a los ojos como si con eso fuera suficiente para coordinarlos. Antes de empezar a tocar, lentamente inició a cantar en un compás de 2 y los demás se unieron poco a poco.

La Hiena se envolvió en canto y exclamaciones casi de uno en uno, y Tadeo ya les conducía con su instrumento. De nuevo se escuchó como varios soltaban sus cubiertos y se subían a los comedores tirando su comida al suelo en el proceso. La gente quería bailar en la bella música que producía el acordeón y la voz conjunta de toda la posada.

Adán vio a Tadeo a sus ojos como lo hacían todos los demás e inmediatamente supo qué es lo que quería decirle. Tadeo era el único que completamente comprendía a Adán. Su enemigo, el hombre que tanto buscaba, no podría estar en la Hiena. No tendría sentido. La sombra que había visto no era tan apasionada, tan excesiva y decadente como sus amigos y los nuevos inquilinos. No le encontraría celebrando de esa forma en el último lugar del mundo. Adán dejó caer sus hombros. Un pequeño pedazo de esperanza abandonó su boca en un suspiro.

Las llamas de las velas sí parecían haberse vuelto más grandes, pensó al notar su brillo. Se quedó sentado un rato, con su estómago tragándose su pecho.

«¿Así es como se siente Virgilio?» pensó viendo a su comida. «¿Qué estoy haciendo aquí?»

Adán se levantó. A su alrededor lo que había era un espejismo. No había llegado ahí para saciar su nostalgia. Su lugar no era ahí. Debía ir a otro lado, a donde pudiera estar su objetivo. Adán tomó un poco de vino para saciar su sed, y este fluyó suave y dulcemente por su garganta pintándole de negro por dentro.

 Adán tomó su mochila y cerró su abrigo. Caminó a la salida, pero decidió ver atrás, hacia Tadeo, que cantaba felizmente junto a todos, y hacia Virgilio. Algo dentro suyo le evitó salir e irse. Algo le dijo que se esperara, que a pesar de que aún tenía un cometido, tenía tiempo todavía. Las velas aún no se apagaban.

Antes de saberlo se acercó a Virgilio y le pidió su antigua viola, para unirse a Tadeo y los demás muchachos a cantar y celebrar sin sentido. Adán la tocó como Virgilio le había enseñado a tocarla hace tantos años. Y así la Hiena se iluminó con las voces de los inquilinos, el acordeón de Tadeo y la viola de Adán.

Por un momento pareció que de la Hiena nacieron las estrellas que ya no colgaban del cielo en los candelabros y que el calor venía de un abrazo familiar. La música fluía en el aire con gracia, y el vino sabía más y más dulce con cada gota que se bebía. La comida era sazonada por una rica salsa cuyo sabor a miel se mantenía en la boca luego de tragar. Sin importar cuánto pan caía al suelo, Virgilio siempre tenía más y siempre podían desperdiciar más; y carne de cerdo y de cordero parecía salir de una cornucopia sin fin, por lo que nadie pasaría por hambre.

Momentáneamente no hubo otra preocupación en el mundo que festejar hasta no tener más energías como para hacer cualquier otra cosa. Hacía tanto Adán no tuvo una noche tan estimulante e intoxicante. Luego de tanto tiempo, recordó lo que se sentía divertirse. Ya nada afuera importaba, por lo menos no en ese instante. Adán se derritió y pudo esconderse sin rostro entre sus iguales, entre sus risas, entre sus peleas, entre sus caprichosos despilfarros de todo por lo que matarían lejos en el desierto.

El escenario era pintoresco y fresco, alejado de toda la muerte y soledad y ruido blanco al que Adán se había acostumbrado. El sentimiento unánime que todos tuvieron era que no había nada más en esta vida y que ello era casi suficiente, lo único que les faltaba ahora era que el baile continuara para siempre, hasta que murieran sin previo aviso. Todo lo que tenían era lo que tenían enfrente, y eso era ese carnaval donde el festín era para devorarse y la música para cantarse.

Con el pasar de las horas, sólo un par de velas aún iluminaban encendidas el salón principal y todos los restos de la fiesta. Virgilio barría con la comida desperdiciada y la guardaba para dársela a los cerdos. Adán era el único que aún lo acompañaba, sentado en el mostrador, viéndolo limpiar en las sombras.

— ¿Necesitas ayuda? —le preguntó. Virgilio no le respondió, estaba quedando sordo.

Al terminar de ordenar todo, Virgilio fue al mostrador y se sirvió una copa de vino y le sirvió otra a Adán.

— Gracias, siempre has sido un excelente anfitrión.

— ¿Entonces te quedarás esta noche? Voy a enviar a unos borrachos a dormir juntos para darte un cuarto.

— Muchas gracias—repitió Adán suavemente; eso contentó a Virgilio—. Por cierto, ¿tienes agua? He bebido vino toda la noche.

Virgilio entonces le dio la espalda y le dijo:

— Aquí no tenemos agua.

Adán se resignó a ello y pensó «Lo supuse». Ambos se quedaron en silencio por un rato, sin nada qué decirle al otro. Adán se levantó para ir a dormir, pero Virgilio le detuvo con una pregunta.

— ¿Es cierto lo que dicen?

— ¿Qué es lo que dicen?

— Muchos de los que vinieron aquí dicen que el rapto ya sucedió. ¿Es cierto?

Adán no le veía de frente en su intercambio de preguntas. Él no pensaba mucho acerca de ello.

— Es cierto—le respondió Adán.

— Y aún estamos aquí—reflexionó Virgilio—. ¿Dios realmente nos dejaría aquí?

— Dios no se llevó a nadie—le dijo Adán y continuó subiendo las escaleras. Virgilio no levantó la cabeza.

Adán entró en una habitación. Encendió una vela y de las sombras lo rodeó un pequeño cubículo con una cama que apenas cabía, una mesita de noche y más estantes de los que debería tener para no despertar claustrofobia. Puso sus cosas en el suelo y se sentó en la cama, viendo por una ventana el exterior de la Hiena. Si en el cielo hubiera habido una sola estrella hubiera visto a su hermana Gracia.

Cerró los ojos sin apagar la vela y se fue a dormir.

La mañana siguiente Adán se despertó helado, casi temblando, abrazando su ropaje. El cielo blanco a través del vidrio de la ventana llenó a Adán de vacío. La temperatura había estado bajando constantemente por un tiempo. No era una mañana fresca, era una mañana sin  calor.

El sol apenas había salido, pero Adán decidió salir de su habitación con olor a velas recién apagadas. Caminó por el pasillo entre almohadas y colchones, evitando tropezar sobre algún borracho. El suelo rechinaba al pasar sobre él como siempre lo había hecho, pero nadie se despertó.

Bajando las escaleras pudo ver el salón completamente vacío, reluciente a pesar de la noche anterior. Adán se sentó en una de las mesas, sintiendo con la yema de sus dedos la rugosa textura de su madera. Sobre el mostrador y junto a las escaleras había viejas fotografías en blanco y negro casi irreconocibles por el tiempo; en una de ellas, su padre sonreía en cuclillas sosteniendo a Virgilio del hombro con una mano y con la otra dando un pulgar arriba. El aire olía a café y aguacate.

A través de las ventanas gruesas que no se habían cambiado nunca excepto por una que siempre se rompía accidentalmente se distinguía vagamente el exterior: el cielo descolorado y los campos casi marchitos que rodeaban la finca. Los relojes sobre las ventanas y entre más fotografías antiguas apuntaban que eran a penas las cinco de la mañana, pero era seguro que el sol no saldría más de lo que ya había hecho.

Adán escuchó voces venir de afuera, detrás de la posada. Cerró su abrigo y salió por la puerta lateral, por donde no había chatarra tirada en el suelo y por donde se podían ver los huertos y corrales que conformaban la mayor parte del terreno. A lo lejos habían pequeñas chozas y establos y en los caminos entre ellos varias herramientas distintas tiradas para usarse cuando se necesitaran. La tierra no era seca, simplemente estaba demasiada compactada para que su humedad fuera aparente.

A pesar de todas las complicaciones, toda la finca seguía funcionando perfectamente como granja y viñero. Virgilio con los años había aprendido a funcionar eficientemente por su cuenta, sin contacto constante con la ciudad. En su terreno, Virgilio lo tenía todo para sobrevivir y alimentarse.

Virgilio, quien en ese momento ordeñaba las vacas, le vio salir de la posada y siguió con lo suyo como si hubiera esperado a alguien más. Junto a él estaba un joven unos cuantos años menor que Adán y Tadeo, Ismael, recogiendo tomates del huerto.

— Buenos días—le saludó Ismael.

— Buenos días. No pensé que aún trabajaran desde tan temprano, con tanta mano de obra rondando por su casa. Si Tadeo y los demás siguen durmiendo, no creí que iban a estar aquí a esta hora.

— Esos desdichados me ayudan a su manera—Virgilio se giró para apuntar varias tinas de cerámica cubiertas por manteles de nylon—. Yo te sugiero no acercarte a esas cosas. El aire es escaso.

Adán no contuvo su curiosidad y fue a echarles un ojo, pero fácilmente fue repelido por el olor antes de siquiera tocarlas.

— Es composta—le dijo Ismael—. El que coma paga todo lo que entra con todo lo que sale. De otra forma no podríamos mantenernos sin agua.

— Es un sistema casi perfecto. No les pido más que eso, pero suelen salir cada tantos días a buscar cosas en la ciudad—Virgilio recogió su balde de leche.

— Me lo mencionaron antes. ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudar? —preguntó Adán dando su mano para cargar el balde, pero Virgilio la rechazó.

— Estamos bien, no quiero ponerme cómodo. Si quieres hacer algo puedes ir dentro del almacén y abrir los tanques, que entre aire.

Adán fue e hizo lo que le dijeron. El almacén estaba hecho de madera, no era muy grande, pero en él había enormes tanques blancos rodeados de barriles de madera y paja apilada en el suelo. Adán sabía que en esos tanques se fermentaba todo el vino que bebían en la Hiena y le hacía moverse. Su trabajo era prevenir que los gases  hicieran explotar los contenedores.

Adán se subió sobre uno de los barriles en los que Virgilio exprimía las viñas con sus pies y alcanzó una válvula sobre cada tanque. Al abrirla, se sentó en el barril y esperó unos cuantos minutos para volverla a cerrar.

Al volver arriba y cerrar la válvula, se sintió extrañamente liviano. Saltó del barril, pero no pudo mantenerse firme al tocar el suelo. Fue entonces cuando notó las grandes bolsas de azúcar que reposaban cerca de las paredes. Los borrachos las traían desde la ciudad para aumentar el porcentaje de alcohol en el vino.

Terminando con lo suyo, Adán se sirvió una copa del vino ya terminado y salió del almacén, recuperándose un poco del mareo previo. Antes de volver a entrar al salón, volteó a ver a Ismael.

— Creo que no te vi ayer en la noche, ¿cierto? —le preguntó.

— Yo estaba en otra mesa—Ismael le respondió—. ¿Por qué?

— No lo sé—Adán dijo metiendo sus manos en sus bolsillos—. Nunca fuimos muy cercanos, ¿no es así?

— Aun así nos conocemos de hace mucho—le dijo Ismael—. Somos casi como amigos o familia.

Adán se mantuvo callado para digerirlo un segundo. Ninguno tuvo nada más qué decirle al otro así que Adán entró a la sala principal. A esa hora empezaban a despertarse los demás huéspedes y el ambiente se llenaba de vida. En el salón ya había personas desayunando y platicando. La temperatura bajó el poco que pudo.

Adán se sentó en uno de los comedores por su cuenta. Con los brazos sobre la mesa recostó su cabeza y sintió la mañana pasar lentamente. Cuando los huéspedes llegaban, no se irían del salón hasta que tuvieran que dormir de nuevo. Adán utilizó su tiempo libre para analizar a cada uno en cuanto se aproximaba, observar sus manierismos y comportamientos. En un suspiro Adán descuidadamente dejó que su cuerpo dejara libre toda su fatiga. Aún no había desayunado.

Augusto le vio y fue con él a hablar. Luego de comer barrieron juntos el salón y despertaron a los que aún dormían sobre los pasillos para trapear. Al subir por el segundo piso la Hiena se alargaba. Era difícil creer que tantos cuartos pudieran de cualquier forma caber en el terreno que la posada abarcaba. Mientras limpiaban, todos terminaron de salir de sus habitaciones, entre ellos un hombre delgado cuyo rostro dejó a Adán confundido un segundo. Pensó en que no le había visto la noche anterior a él tampoco.

Una vez los pisos de la Hiena estuvieron tan brillantes como Adán los vio al llegar, se tomaron un descanso. Tadeo estaba despierto hablando con los que comían en el piso de abajo. Cuando ambos bajaron, Tadeo les llamó para pasar el resto del día conversando. El día se pasó sin turbulencia alguna. Parecía una rutina a la que cualquiera podría acostumbrarse, y eso le preocupaba. Él había tenido en mente irse ese mismo día, pero la Hiena tenía algo que lo atraía cuando quería alejarse. Para él era un último refugio de sí mismo. Adán se prometió que se iría la mañana siguiente.

Durante la cena, Adán se levantó y fue a orinar. Dentro de la Hiena no había ningún baño; él salió por la puerta del lado y pudo ver de nuevo toda la finca bajo el manto nocturno. Incluso con tantas linternas, el cielo se tragaba toda luz como si fuera un líquido yéndose por un desagüe. Adán no quiso orinar tan cerca la puerta o del salón, así que caminó un poco hacia la parte de atrás, donde no había linternas encendidas.

En el fondo había un cubículo de madera que anteriormente se usaba de ducha. En sus paredes había calcomanías que con el paso de los años se habían borrado casi por completo, Adán nunca las vio en su estado original. Sin darle mucho jugueteo, Adán bajó su cierre y orinó en el canal de cerámica que rodeaba los lados de la posada.

En el frío de la noche mientras tenía su miembro en mano, Adán se detuvo a pensar un momento. Desde ahí podía escuchar las riñas que tenían los borrachos. La Hiena era tan animada, y él sólo sentía más ansia por volver, para jugar a las cartas, para beber y comer y poder conversar hasta aburrirse de su propia voz. Pensó un momento si realmente sería tan malo quedarse uno o dos días más.

De pronto se escuchó un disparo. Adán se subió el pantalón rápidamente y corrió hacia el salón. Los pedazos de una ventana cayendo al suelo a unos pasos de la puerta le confirmaron que sí había escuchado bien. Los borrachos que descansaban fuera levantaron sus cabezas y se dispersaron para ver qué había sucedido. Al abrir la puerta escuchó un segundo disparo.

Nadie dijo una sola palabra. Sólo pudieron escucharse los quejidos de un hombre y, sobre ellos, los pasos de Adán caminando hacia los demás. En el centro de todo vio a un hombre con un disparo en el cuello y, en su mano, un revolver. Desde lejos, Virgilio le apuntaba con un rifle. Los quejidos venían de otro lugar, entre asientos, de un rostro conocido. Era Ismael.

— ¿Qué pasó? —preguntó Adán completamente asustado—. ¡Tadeo!

—Estábamos hablando acerca de lo que pasó ayer contigo y aquellos hombres. Ismael dijo que él tiró el barril desde el segundo piso—aclaró Tadeo—. Y este que le disparó era un compañero de ellos.

Adán vio otra vez hacia el hombre con el disparo en el cuello. La horrible forma en la que sus ojos se iban hacia arriba no le evitó darse cuenta que era el hombre delgado que no había visto la noche anterior.

— Me había escondido la pistola, el malnacido—dijo Virgilio—. Alguien sáquelo. Perdóname, Ismael. Perdóname que no le quitara su arma.

Nadie hizo lo que Virgilio dijo por primera vez. Todos continuaron viendo a Ismael. Tadeo le echó vino en la herida para que no se le infectase. Le habían disparado en el pecho, fracturando su clavícula. Virgilio se sentó de nuevo en el mostrador sin saber qué hacer, remojándose en su vergüenza y culpa.

 Adán tomó lo que quedaba del hombre que hirió a Ismael de su cabello, trapeando el suelo con el cuerpo. Su estómago estaba revuelto y necesitaba aire de afuera. Cerrando la puerta, notó que aun así no podía apagar el sombrío ambiente del salón; la sensación desagradable no se iba. No quiso que el cadáver arrastrara la tierra en la que Virgilio trabajaba, así que lo tomó y se lo echó en su hombro, dejando que la sangre que le salía del cuello le corriera por la nuca y bajara por su espalda.

Era imposible ver a dónde iba mientras se alejaba de la posada, pero Adán se sabía de memoria el camino hacia el corral de los cerdos. Sin problema pudo llegar a él y distinguir entre la basura y las sombras los animales gordos que habitaban en él. Adán levantó y lanzó lejos con sorprendente facilidad lo que para los puercos no era más que nuevo alimento. Entre los desechos y el lodoso estiércol pudo ver el esqueleto del cuerpo de la noche anterior, atravesando sus costillas un andrajoso ramo de flores.

«Dos muertos y un herido en tan sólo dos días» pensó Adán. «Me pregunto si hubiera pasado si no me hubieran defendido anoche.»

Los cerdos aprovecharon para despedazar con sus mandíbulas el nuevo postre que Adán les había dado. El cráneo junto a ellos miraba hacia el lado, sin poder voltearse y ver directamente a Adán, su testigo, y no sonreía. La muerte era siempre tan apática con él.

«¿Acaso he maldecido toda tierra a la que piso con mis pies?» Adán supo en ese momento que si no se iba de ahí en ese instante no lo haría nunca.

Al volver Adán a la Hiena se pasó por el cuarto donde descansaba Ismael. Le habían vendado para detener todo sangrado, pero era todo lo que podían hacerle. En la Hiena había decenas de hombres y ningún médico.

— Esto es muy serio—dijo Darío, quien le había puesto las vendas—. No podemos sacarle la bala así.

Adán contempló a Ismael. Él estaba mordiendo su camisa para contener su dolor, recostado y completamente impotente. Su vendaje se había manchado por completo de rojo y no era suficiente. En su mirada había únicamente un temor a morir y el llanto a la certeza de que era el único final cercano. La vista tan lamentable que tenía al frente hizo sentir a Adán que Gracia se le escapaba de las manos una vez más.

Los pasillos y el comedor estaban más que silenciosos. Todos habían perdido sus ánimos y sus espíritus. En la Hiena no se tocó ninguna canción y nadie se peleó mientras Ismael estaba herido. Adán pasó por los que estaban en la habitación y se sentó junto a él tomándole de la mano.

— Ismael—dijo Adán lentamente para asegurarse que él le escucharía—, gracias por lo de anoche. Me ayudaste en un momento en el que yo lo necesité, y por ello quiero estar contigo. Tengo una propuesta que puedo darte.

Ismael abrió los ojos como si sus oídos se hubieran levantado. Estaba sorprendido de ver a Adán ahí junto a sus amigos, quienes también estaban algo confundidos, pues en su mayoría no le habían conocido hasta la noche anterior.

— ¿Tienes alguna idea, Adán? —preguntó Darío. Adán continuó viendo sólo a Ismael.

— Voy a llevarte a las Favelas. Es un edificio grande donde hay mucha gente y hay doctores. Está lejos, pero sé cómo llegar. El viaje sería muy duro y pesado, y puede que no lo soportes—Adán apretó la mano de su amigo—. Quiero que me digas si quieres ir.

Uno de los amigos de Ismael saltó incrédulo por lo que Adán había dicho.

— ¿Las Favelas? Adán, ahí…

— Ahí es donde hay gente—le dijo Adán con seguridad—. Tampoco me gusta tener que ir, pero es decisión de Ismael.

Ismael trató de levantarse, pero rápidamente se dio cuenta de que no podía hacerlo. Con un doloroso gesto en su rostro levantó el brazo con el que Adán le sostenía la mano y dijo con lágrimas en sus ojos:

— Llévame… Por favor…

Adán le dio seguridad en que lo haría asintiendo con su cabeza. Le dijo a Darío que le avisara a Virgilio y a Tadeo del plan, porque necesitaban preparar un medio para llevar a Ismael que no les diera inconvenientes. Darío vio hacia atrás cuando salió por la puerta, pero inmediatamente fue a hacer lo que le había dicho. Eran aproximadamente las ocho de la noche, debían irse lo más pronto posible. Adán no pudo continuar su cena.

Buscando sus cosas en la habitación en la que durmió, Adán se encontró con dos amigos de Ismael que se acercaron a hablarle. Los conoció por primera vez en ese momento cuando vio en ellos su curiosidad y admiración. Levantó su pecho al despedirse de ellos y bajó para verse con Virgilio. Pensó en lo extraño que se sentía dar una impresión como esa en lo que parecía el último trayecto de su vida. Le hizo sentir culpa.

Darío y Virgilio le esperaron fuera del salón con una carreta de metal de dos ruedas. Dentro de ella estaba Ismael sobre una gruesa cubrecama y con dos o tres almohadas de plumas. Adán suspiró en alivio de que no tendría que cargarlo en su espalda por todo el camino, pero ninguno de los otros dos estaba seguro acerca de hacer que Adán lo halara por tantos kilómetros.

— Si hubiera sido en otro momento podría hacerte dado un caballo, es sólo que…—dijo Virgilio.

— Lo sé—respondió Adán—. Pero esto es suficiente. Muchas gracias.

Virgilio y Darío le vieron extrañados.

— Gracias a ti, no sé qué haríamos si esto hubiera pasado y tú no estuvieras—comentó Darío.

— No creo que esto hubiera pasado si yo no hubiera llegado. Sólo quiero hacer lo que me corresponde.

— No digas eso, sabes que no es tu culpa ni te culparíamos—Virgilio le dijo en voz alta. Adán no quiso responder a eso; tomó su mochila y la puso en la carreta junto a Ismael.

— Tadeo te espera adelante. Le dije que abriera la tranquera para que puedan pasar. Cuando te canses cambia con él para que lleven la carreta más fácilmente. Y Adán—le dijo Virgilio con ojos entristecidos—cuida a Ismael, por favor. Me gustaría morir antes que todos ustedes.

— Nos vemos—les dijo Darío.

— Adiós, Adán, Ismael—Virgilio se despidió de ellos.

Adán rodeó la carreta para poder halarla desde adelante. Ismael levantó su pulgar y con ello le dijo que ya podían avanzar.

— Buenas noches a todos—se despidió Adán.

La carreta se movió con un crujido. Adán tomaba de ella de dos empuñaduras paralelas, ambas igualmente oxidadas, con la precaución debida para no cortarse con ellas. Con el movimiento de las ruedas sobre la tierra Ismael se tambaleaba dentro con esporádicos quejidos de dolor. Ambos continuaron en silencio mientras se alejaban de la Hiena, con ello abandonando el brillo al que se habían acostumbrado y yendo directo a la oscuridad. Llegando a donde no podían escuchar nada más que a sí mismos escucharon a Tadeo gritarles.

— Vengan, vamos. Abrí las para que pudieran pasar—les llamó sentado en la cerca de madera. Estaba frotándose las manos y viendo si podía ver su aliento. La temperatura había bajado drásticamente en cuanto salieron de la finca.

El trayecto que Adán había hecho para llegar dos días antes había sido mucho más directo, pero ahora necesitaban ir por uno más largo ya que debían pasar por donde se asemejara a un camino.

Tadeo caminaba al lado de Adán, charlando para no volverse loco por el zumbido en sus oídos apenas interrumpido por los crujidos de la carreta en el suelo. La respiración de Ismael se hacía más fuerte también, lo que preocupaba a ambos, pero en el momento no habían tenido mayor inconveniente.

— Si sigue habiendo suficiente espacio para que la carreta pase, creo que no tendríamos problema con llegar a la calle—dijo Tadeo—. Cuando vamos a la ciudad nunca traemos tantas cosas que no podamos cargarlas nosotros mismos.

— ¿Estás bien allá atrás, Ismael? —preguntó Adán, pero no hubo respuesta. Ismael no estaba dormido, pero quería descansar.

Adán se mantuvo silencioso por unos metros. Su pequeño viaje a la Hiena había salido muy mal. Ni siquiera podría ahora considerarlo como un descanso de lo que realmente importaba, pero se sentía terrible de pensar en ello como un atraso. En todo lo que había pasado había solamente espacio vacío, en blanco. Y ahora debía ir a las Favelas. Dentro de sí mismo, Adán se sentía inseguro de cómo proceder.

— Querías escapar de la Hiena, ¿no? —preguntó Tadeo.

— Traer a Ismael así en medio de la noche me parece bastante desesperado.

— No me refiero a eso. Darío y yo lo sentimos, creo que todos en la Hiena, los que te conocíamos. Vas determinado a resolver lo que tienes pendiente, lo de Gracia.

Adán se echó atrás al escuchar el nombre de su hermana. Era lo último que le faltaba esa noche, oír su nombre de esa forma.

— Yo los aprecio bastante a todos ustedes, nadie lo sabría más que tú—le respondió Adán—. Pero no puedo quedarme, ya no más.

A medida avanzaban más, el camino se cubría más y más de alacranes muertos, que hacían un irritante chasquido cuando pasaban sobre ellos. Tadeo vio que los nervios de Adán estaban siendo aguijonados a cada paso que daba, así que decidió darle una mano.

— No creo que yo sería capaz de irme a este punto—dijo Tadeo—. De cierta forma comprendo que no quieras seguir con nosotros.

Adán caminó viendo hacia abajo, a toda la basura y los alacranes muertos que pisaban sobre la tierra. Saco un cigarro, pero no lo quiso encender. Tadeo hizo parecer que en el negro cielo había estrellas con la forma en la que sus ojos brillaban al hablar. Pero eso sólo hizo que los labios de Adán temblaran y no pudieran decir «Ni con nadie» sabiendo que él en el fondo de su organismo quería quedarse para siempre en la Hiena. Así que no dijo nada.

Al llegar al grueso tronco cubriendo el camino, levantaron juntos la carreta, ya que no había espacio suficiente para que pasara por los lados. Ismael se meció dentro, sin poder pensar en lo doloroso que sería caer si ambos perdieran la fuerza en tan sólo un segundo gracias a que sus heridas ya ocupaban su mente, pero aun así se dejó arrullar y al tocar el suelo cayó en un ligero sueño.

— Mira eso—señaló Tadeo hacia adelante ya estando del otro lado. Adán se encargó de tomar de la carreta y seguir avanzando, pero en cuanto bajaron lo suficiente llegaron a lo que les causaba curiosidad.

En uno de los lugares donde Adán había descansado en su viaje hacia la Hiena, sobre una roca y bajo un árbol, el suelo se había desmoronado dejando únicamente sedimento gris tan seco y duro como la piedra. El árbol y todo lo que había antes se había caído y detrás había dejado agujeros en el suelo que se bifurcaban en más agujeros, exactamente como si la fuerza con la que la tierra se erosionó hubiera hecho que las raíces más delgadas y profundas del árbol se arrancaran de forma limpia e inmediata.

La vista le pareció desagradable a Adán. Hacia la  izquierda, por donde el sendero debería seguir bajando; la tierra se había caído por un tramo, dejándolos sin manera de continuar por el acantilado.

— Ven, ayúdame a empujar a Ismael hacia arriba, tal vez podamos cruzar al otro lado pasando por el monte—dijo Adán.

Tadeo no estaba del todo seguro, pero ayudó a mover la carreta lentamente por una inclinada pendiente hacia la grama y algunos arbustos. Él empujaba desde abajo, mientras que Adán había subido e intentaba agarrarse de las manijas para jalar desde entre las hojas. Una vez las ruedas llegaron arriba, Adán le dio una mano a Tadeo para que subiera con él.

El monte era muy elevado, justo como cuando Adán había pasado por él sólo, estaban hundidos entre las hojas por completo. Tadeo fue hacia atrás y trató de empujar la carreta para que juntos pudieran abrirse paso, pero sólo pudieron hacerlo por tanto tiempo hasta que las ruedas se enrollaron entre ramas y hojas y no podían moverse más.

 Eran tan sólo unos pocos metros, así que lograron pasar teniendo que lidiar con arrancar el pasto y evitando las ramas y raíces de los arbustos. Adán vio al vacío. No era suficiente que sus músculos temblaran del frío incluso bajo su gruesa ropa, sus músculos ardían. Se preguntó qué tan probable era que todo el cerro se hubiera caído de esa forma, que tuvieran que seguir abriéndose caminos por donde no hubiera.

Tadeo saltó al camino de abajo, ya estando del otro lado del barranco. Ahora la altura del monte hacia sendero era mucho más pronunciada. Desde arriba, Adán trató de poco a poco dejar caer la carreta y que Tadeo la detuviese de abajo. Firmemente plantó sus pies en el suelo y con toda la fuerza que pudo invocar a sus antebrazos, tomó de las oxidadas varillas.

Pero la tierra cedió, la carreta y Adán cayeron resbalándose junto a unos pocos centímetros de arena. Tadeo quiso detenerlos y que no se fueran, pero el metal golpeó su costado y lo apartó fácilmente. Con ello, la carreta salió del camino y cayó hacia la pendiente, arrastrando a Adán que no dejó de apretar y sujetarse a ella sin importar cuánto le cobrase eso a su cuerpo.

El acantilado no era tan inclinado como arriba, pero Adán e Ismael se sacudían violentamente en su bajada, siendo desviados y saltando de arriba abajo por las gruesas raíces de algunos árboles adyacentes, hasta que estaban tan abajo que ya no había arboles siquiera, sólo más pasto alto y algunos helechos en los alrededores.

Desde dentro, Ismael no sabía muy bien qué es lo que los otros dos hacían. Su cuerpo se resintió de los golpes y se encogió con quejidos de dolor más de una vez, pero ahora que la carreta se detuvo se encontraba en un estado entre el sueño y la lucidez. Viendo las hojas que entraban en la carreta desde arriba y por los lados, cubiertas por un grueso aceite que se le embarraba en las mejillas, y gracias al negro firmamento que se escabullía desde el fondo, sentía como si la tierra lo estuviese tragando.

Adán respiró fuertemente por la boca; quería empujar la carreta, pero estaba a punto de sucumbir a la desesperación sabiendo lo difícil que era moverla entre las hojas y lo perdido que estaba si pensaba en salir del campo en el que ahora se encontraba. En su pecho algo le dolía, mucho más que cualquier cosa en el resto de su cuerpo.

— Ismael, ven—dijo calmándose, caminando al lado de la carreta y extendiendo sus brazos a Ismael. Viéndolo hacia arriba, saliendo de entre las hojas para llenar la oscuridad con su propia sombra corporal, Ismael no pudo evitar tratar de sentarse por su cuenta para que Adán lo moviera.

— Adán, fui yo. El que lanzó el barril y mató a aquél hombre fui yo…

— Lo sé—le respondió Adán—. Ven, vamos a dejar la carreta aquí. Tendremos que soportar que te cargue en mi espalda el resto del camino. ¿Crees aguantar el dolor?

— ¿Sabes por qué lancé el barril? —Ismael se forzaba a sí mismo a decirlas de forma que pudieran escucharse sus palabras.

— Porque somos amigos, ¿no?

— Sí.

— Toma esto—Adán aprovechó que su mochila aún seguía en la carreta y de ella sacó una botella de vodka que había robado a Virgilio—. Bebe un poco. A pesar de todo, tus vendas no parecen tan sucias.

Adán tomó a Ismael en su espalda y con su mano derecha cargó su mochila. Esperó un poco a que su amigo se acomodara y empezó a caminar. Ocupando ambas manos para cargar a Ismael, le era muy lioso apartar la grama para saber a dónde iba; incluso intentando caminar en línea recta se sentía desorientado.

— ¡Adán! ¡Ismael! —gritó Tadeo pasando por los arbustos y adentrándose en el campo.

Adán no respondió con un grito, ya que no quería molestar a Ismael, pero se detuvo un momento para ver de dónde venía Tadeo. Moverse entre las hierbas fue suficiente como para comunicarle su posición, a lo que fácilmente pudo ser encontrado por Tadeo.

— ¿Están bien? ¿Qué pasó con la carreta?

— Tenemos que dejar la carreta—respondió Adán—. Ten, lleva mi mochila.

Al desocupar una de sus manos, Adán pronto la usó para mover las hojas frente suyo y poder ver a dónde iba. Antes de dar un siguiente paso, se detuvo atónito de lo que le esperaba enfrente. Oculta sobre un agujero redondo no muy profundo se encontraba un viejo y afilado lampón de retroexcavadora. De tropezarse con el agujero, Adán e Ismael hubieran caído a una muerte segura desangrándose donde ni siquiera Tadeo los hubiera podido encontrar.

— Es la cuchilla—dijo Tadeo sorprendido de haberla encontrado de esa forma—. De todas las veces que pudimos haberla hallado… De verdad que no sé si ustedes tienen buena o mala suerte.

Rápidamente rodearon el hoyo y continuaron con su viaje. El grupo se había saltado parte del recorrido de ida abajo, pero ahora estaban fuera de la ruta en lo que parecía ser un valle que se extendía hasta donde no podían seguir viendo, donde las hojas se quedaban estáticas hasta el fin como si estuvieran en una enorme piscina que sólo ondeaba por el movimiento que ellos mismos hacían. Sin importar cuántos minutos pasaban, el viento no sopló.

Tadeo y Adán no hablaron, cansados ya de su recorrido y mareados por el olor ácido a sudor y el áspero agotamiento de sus alientos. Adán sujetó bien a Ismael y no le soltó ni aunque sus hombros pesaran más que su espalda y sus manos se retrajeran en sus muñecas esperando pronto un descanso. Tadeo, que al inicio había querido adelantarse, pero toda pretensión de ello se había esfumado y caminaba al lado de los otros dos sin mucho que hacer más que ayudar a apartar el paso.

Conforme marchaban, las hojas en las que antes se habían hundido por completo bajaban a sus caras, de sus caras a su cuello, de su cuello a su pecho y finalmente de su pecho a su cintura. Pero esto no les hizo más contentos, porque en el instante en el que se libraron de ese impedimento para ver se encontraron con el negro vacío de la noche y no pudieron distinguir con propios ojos nada más que no fuera su desolación. Tadeo de pronto se detuvo.

Adán dejó de caminar en seguida y giró a ver qué es lo que le sucedía. Tadeo le señaló con las manos que mantuviera silencio, apuntando al bosque que bajaba de la cordillera y abrazaba al campo. Luego se agachó entre las hojas para ocultarse una vez mas en ellas. Adán no supo cómo responder, hasta que logró columbrar a lo lejos movimiento en las hojas desde distintos puntos delante de ellos.

Confundido de lo que podría haber al frente, Adán siguió, a enojada sorpresa de Tadeo. Ismael, aún despierto a medias, fue el único que pudo darse cuenta en ese instante que Adán temblaba, no del severo frío, sino de miedo; y lo había hecho todo ese tiempo, pero no de una forma comparable a la que lo hacía entonces. Ismael le preguntó si pasaba algo, pero Adán no respondió. En cambio, sólo siguió caminando.

Preocupándose considerablemente, Ismael levantó la mirada con un costoso esfuerzo por ver lo que extrañamente atraía a su amigo. En el centro de la pradera, donde más corto era el pasto, una cruz de madera se había erigido de varios troncos amarrados; rodeándola, había un grupo de varias figuras encapuchadas con bolsas de plástico. Paralizado por el escenario, Ismael fue incapaz de detener a Adán, que seguía hipnotizado por llegar a él.

Los hombres encapuchados trajeron consigo un asno, al que amarraron a la cruz y al cual persignaron con mucho detalle a llevar a cabo el rito de forma correcta. Una vez el asno fue rociado de agua bendita y todos le dieron sus debidas oraciones, uno de los hombres tomó un fósforo y encendió la cruz en fuego brillante que arrasó con toda la oscuridad del valle con un destello rojo tan fuerte que despertó a Adán de su trance y le hizo cubrirse instintivamente entre las hojas.

El grito de Ismael al moverse de forma arrebatada cuando Adán se echó al suelo no fue lo que más les asustó de avisar de su presencia a los hombres encapuchados, sino el hecho de darse cuenta lo ruidoso que habían sido sus pasos todo ese tiempo cuando por fin Adán dejó de caminar hacia ellos. Lo repentino que sus pisadas sobre ramas, raíces y lo que podría considerarse una alfombra de alacranes pasó pronto a ser silencio hizo que ambos tuvieran un breve paro cardiaco.

Afortunadamente para ambos, aún estaban a una distancia a la que la misa negra aún no los había descubierto. Recostados entre la hierba, Adán e Ismael escucharon cómo los hombres se reunieron entre todos para tomar el asno y abrirle el cuello con una navaja. Los gritos y chillidos del animal desgarraron sus oídos sin detenerse entre cada respiro que ambos daban inflando al máximo sus pechos. Ismael sintió el temblor en las manos de Adán aumentar, sin saber qué hacer más que preguntar:

— Parece que la tierra nos traga, ¿no?

Adán pensó un poco, inseguro de qué es lo que realmente Ismael trataba de saber, pero finalmente dándose cuenta que pudo sentir su piel erizarse todo ese tiempo.

— Sí, es cierto—Adán no apartó su mirada del cielo, ahora distinta a lo que Ismael había visto antes por su tinte rojizo.

— ¿Tienes miedo? —le preguntó Ismael al ver que Adán trataba de detener a sus propias manos de temblar.

— Cuando era niño—le respondió—jugamos con Tadeo y los demás aquí, y vimos cómo una serpiente arrastraba con su cuerpo a un zorro que ya no se movía. No me gusta; no me gusta adentrarme tanto en el pasto.

— Lo siento—dijo Ismael entre suspiros.

— No tienes que disculparte. Soy yo el que debería hacerlo—le señaló Adán para el desentendimiento Ismael—. Yo soy quien te abandonó, poniéndote en una situación en la que debía decidir entre forzarte a esto o dejarte morir, trayéndote aquí. Era esto o abandonarme a mí mismo. ¿Puedes perdonarme? ¿El que te haya dado la espalda?

Ismael no lo entendió. No dijo más, sin poder pensar entre los descoloridos lamentos finales del asno que terminaba de desangrarse. Cuando ya no escucharon un sólo alarido, Adán dijo serenamente—Prometo que te llevaré a un doctor.

Adán se sentó a observar a los hombres encapuchados, esperando a que terminaran lo que sea que estuvieran haciendo. Les vio rodear el cuerpo del animal que habían asesinado y vorazmente asaltarlo para arrancar de él sus órganos y cubrirse con su sangre los brazos y la ropa. Adán empezaba a perder la apenas retornada compostura al ser testigo de la violenta brutalidad de la secta, de la forma en la que se regocijaban en bailar y bañarse con los restos.

Una vez estuvieron completamente cubiertos en la negra sangre del asno, los hombres empujaron la cruz en llamas, fácilmente desbaratando sus troncos que se apagaron al caer. La noche retornó a su sosegada penumbra; los hombres desaparecieron en sus propias sombras. Adán ahora tranquilo de poder continuar con su cometido.

Tratando de ver si podía ver a Tadeo viniendo, Adán se paró a recoger a Ismael otra vez, tomándolo del hombro. Ismael dio un fuerte y vivo grito de dolor; ya volvía a su pecho el acalorado resentimiento de su herida. Adán lo agarró de forma más delicada y de nuevo lo cargaba en su espalda, renovado de su corto descanso. Sabiendo que habían alertado a Tadeo bastante bien de dónde se encontraban, Adán pensó que él había llegado a ellos cuando escuchó los crujientes pasos sobre alacranes a su lado. Pero no era él.

— Tadeo, ven, debemos apurarnos, estamos en el corazón de la noche—pero nadie respondió.

Cuando Adán se volteó, Ismael y él vieron, a través de agujeros en una bolsa plástica, los ojos de la muerte. Inmóvil, Adán se sintió prensado en el pecho por las débiles manos de Ismael diciéndole una sola cosa que no era necesaria deletrear: debía correr. Con ello, Adán sintió cómo sus piernas se quebraron para caer en una carrera lejos, muy lejos.

Arrasando con todo por delante y con impetuosos gritos de dolor que Ismael no pudo contener por la brusca huida de ambos, Adán se negó a ver atrás, envigorizado por su instinto de preservación. Y sin embargo, sabía que le seguían, podía escuchar de distintas direcciones cómo le perseguían para darle caza.

Por su poca visión, Adán descuidadamente corrió hacia un enredado alboroto de raíces con el que tropezó y fue lanzado hacia adelante junto a Ismael, cayendo en una estruendosa voz de tortura. Los brazos de Ismael apretaron fuertemente a Adán con la intensión de soportar la caída, pero su cuerpo estaba llegando a su límite. A pesar de que no se desangraría gracias a las vendas, aún tenía la clavícula rota.

Adán se encorvó y con su cuerpo cubrió a Ismael para protegerlo cuando escuchó largas zancadas acercarse a ambos. Desesperado, apretó sus puños al sentir una mano en su espalda, pero pronto se dio cuenta que quien estaba a su lado era Tadeo, que había corrido con todas sus fuerzas para alcanzarlos antes que los hombres encapuchados.

— Adán, yo cargaré a Ismael—les dijo—. Soy más rápido, necesitamos irnos de aquí en este momento.

Dejándolo hacer como había propuesto, Adán se apartó para que Tadeo cargara a Ismael y salieran del valle más rápido. Al escuchar a los hombres dándoles caza acercarse más y más, despegaron en un último esfuerzo por escapar.

De nuevo se vieron a sí mismos partidos por el incesante esfuerzo de sus malacostumbrados cuerpos enfrentándose a las adversidades de la fría noche, desgastados psicológicamente por no saber cuánto más aquello podría durar. Lo único que conocieron esos largos minutos fueron las hojas embarradas de aceite que se restregaba en ellos y que se pegaba viscosa cuando las pasaban apurados por quienes los seguían.

Incluso cargando a Ismael, Tadeo pudo fácilmente adelantarse a Adán con sus largas piernas. Observándolos desde atrás, hubo algo en Adán que lo hizo sentirse redimido, en calma. Pensó, que si alcanzaban a sus amigos, debían primero llegar a él, que lo que Ismael y Tadeo tenían enfrente no era otra cosa que camino abierto, despejado. Pero algo le dolió en el pecho, incluso desorientado por la eterna oscuridad que le rodeaba.

Adán cayó de nuevo, impulsado por salir de entre el pasto y finalmente llegar a un sendero de tierra. Adán giró y se revolvió entre el polvo levantándolo y viendo cómo se encendía cual ceniza viva, iluminando cual nube de luciérnagas a su alrededor. Tadeo le gritó corriendo muy por delante regocijándose en su alivio:

— ¡Lo logramos, ya encontramos el camino hacia la ciudad!

Pero Adán que estaba en el suelo todavía, no pudo pararse inmediatamente. En la tierra encontró un lecho en el cual descansar, apaciguar sus adoloridos músculos que buscaban cobijo y comodidad hace tanto perdida. Con el escape de sus amigos, Adán estuvo al borde de aceptar la muerte en ese sendero, cubierto de aceite y alacranes que por él se le habían adherido.

Frente suyo, todavía entre las hojas, los miembros del culto se alinearon para verle, burlarse de él en su patético estado. Adán vio una vez más a través de las bolsas que les tapaban la cara y vio los ojos de un demonio en cada uno de ellos. Lo que había sido miedo, se tornó rápidamente en enojo, luego en decepción y finalmente en ira plenamente descontrolada.

 Adán había sentido miedo, había visto lo más cercano a los ojos de la sombra maldita a la que había jurado matar y había corrido despavorido con nada más que miedo en su corazón. Adán se moriría primero de la vergüenza antes de que ellos le hicieran algo.

Forzó a sus piernas a levantarle. Teniéndolos tan de cerca no pudo evitar que los chillidos y llantos del asno que les vio degollar resonaran de nuevo en sus oídos, una y otra vez, sin parar. La sangre que les vestía era tan pesada, más negra que el propio cielo. No lo controló, tuvo que ver de nuevo a su hermana con cada parpadeo que daba y verla mancharse de esa sucia y asquerosa sangre. Adán se tambaleó con sus rodillas cruzadas y cayó otra vez al suelo, harto de todo.

En su silencio común, los hombres quisieron acercarse a Adán saliendo de las hojas, pero él atacó, lanzándoles un ladrido de odio en puñaladas de tierra que tomaba desesperadamente. Esta vez el polvo, que tan rápido se apagaba en su corto brillo de ceniza roja, empujado por Adán, tocó las casi marchitas hojas de la pradera que no se deshacían en pedazos por la humedad del aceite grueso en el que se cubrían. Lo que resultó fue una llamarada.

El campo se encendió en una gran llama roja cuya luz y fuerza eclipsaba totalmente a la cruz que habían armado antes, haciendo un muro creciente entre el culto y Adán, encerrándolo afuera de tocar el monte del que venía y también al que daba la espalda. Los hombres, asustados por el repentino destello y apasionado calor, retrocedieron. Adán, asombrado de lo que había hecho, continuó lanzando toda la tierra lo que sus manos pudieran agarrar hacia ellos, sintiendo con sus manos cómo el polvo se encendía y enviándolo antes de que se apagase. Parecía que de sus manos salían llamas.

El fogón se expandía rápido y no se apagaba en donde arrasaba; sólo crecía sin fin en un magnífico destello que volvió rojo al cielo de la noche, para que todos desde la Hiena o las Favelas pudieran presenciarlo. Las chispas y el humo que se desprendían y se elevaban al cielo eran todos los pesares que Adán podía sufrir en ese momento abandonando su cuerpo.

Frenándose un poco, Adán se vio a sí mismo y retomó su juicio un poco. Ahora anonadado del tamaño que el fuego había obtenido, seguro que el bosque y los alrededores no sobrevivirían a su paso. Pero no podía imaginarse las cenizas que quedarían después; viéndolo de frente, se encontraba rodeado por el padre de todas las llamaradas, una que parecería nunca apagarse, destruyendo de forma indefinida hasta que no hubiera nadie más que la viera detenerse.

Adán decidió correr. Aún seguía en el sendero, debía alcanzar a sus compañeros. Así que les siguió, viendo cómo el fuego seguía tras de él y frente a él con sus prominentes llamas cubriéndole y sin embargo no le hacían más daño que llenarle los pulmones de abrumador calor y humo.

Con suficiente fuerza, logró correr más rápido que el fuego, logró pasarlo, alcanzando lo que para ese momento parecía la libertad. Adán vio hacia atrás cuando finalmente se encontraba lejos de las llamas y observó cómo todo se quemaba detrás suyo. Por un instante, le pareció que el fuego, incluso a esa distancia, empujaba el aire hacia él y se preguntó si eso podría contar también como viento.

Se aligeró un poco el paso, pero con poco tiempo dejó el camino de tierra y se encontró con una carretera. Viendo que Ismael y Tadeo no le esperaban ahí, decidió correr hasta alcanzarlos, lo cual no tomó mucho. No era necesario para ellos cruzar por toda la ciudad, que aún se encontraba lejos, pues las Favelas estaban fuera de ella. Sabiendo que tomaría demasiado tiempo buscar un médico en las abandonadas ruinas de la civilización, optaron por ir a donde tenían por seguro había gente en grandes cantidades.

Para cuando habían rodeado la ciudad, el cielo se clareó en su sucio blanco de todos los días. Adán había vuelto a ser quien cargaba Ismael. El grupo ya se había cansado por cuarta vez de hablar para pasar el rato, y de igual forma se habían terminado la botella de vodka completa, a lo que también caminaron desviándose de su mira por un tiempo.

Ismael estaba apenas despertándose de nuevo y pudo ver en el horizonte una vista que le parecía en extremo vulgar, a comparación de la Hiena. Se trataba de varias casas, de estilos contrastantes, apiladas sobre sí que formaban juntas una sola montaña de concreto. Los diferentes colores se mezclaban todos entre sí a la distancia y se distinguía únicamente como una figura gris.

— Esta es—le dijo Adán al notar que la veía—. Las Favelas, ya casi llegamos.

Caminaron directamente hacia una entrada que se abría entre paredes de ladrillo y subía en espiral como si se tratara de un túnel para autos. Hacia arriba lo que había era una imponente torre más alta que cualquier otro edificio que alguna vez hubieran visto.

Yendo por el túnel que les invitaba dentro sin puerta que les impidiera el paso, fueron familiarizándose a un nuevo ambiente. Lo que todo a su alrededor se cubría de cemento, poco a poco se llenaba y cubría de alfombras y luces de navidad. Aunque por fuera el edificio se viera como un chiste de arquitectura marginal, por dentro era indudablemente vistoso como un hotel.

Bombillas amarillas alumbraban desde el techo y les llenaban de un color que en el mundo sólo parecía más en la Hiena. Conforme se adentraban, puertas empezaban a aparecen a los lados más y más frecuentemente, todos con un número distinto y bordajes de terciopelo.

Al llegar lo suficientemente lejos, llegaron al fin del camino, donde los esperaba una puerta. Adán le dijo a Tadeo que la abriera, que no había problema con llegar sin previo aviso. Y al hacerlo, vieron como un enorme laberinto de caminos se desplegó a sus ojos. El diseño de los pisos siendo abierto para verse desde arriba como hacia abajo, hechos con el propósito de poder comprimir en el espacio cuantas más habitaciones se pudieran.

Adán los guio a través de los corredores, los cuales causaron igual sorpresa a Ismael y Tadeo. Para un lugar tan apretado, se veía inesperadamente vacío.

— Todas las personas se quedan siempre en sus cuartos—dijo Adán—. No salen por nada, excepto a cierta hora del día.

«Es por eso que odio tanto este lugar» pensó, seguro de que no había daño en guardárselo a sí mismo.

Se toparon eventualmente con una sirvienta, vestida como tal, que en una carretilla llevaba comida a las habitaciones. Adán se detuvo y le preguntó si podían preparar una habitación para Ismael, diciendo que era una emergencia tratarlo por su clavícula rota.

Tadeo e Ismael agradecían sonrientes la hospitalidad de la mucama cuando un hombre de gruesa voz les llamó. Utilizaba un costoso traje que definía bastante bien su rígido y robusto cuerpo, que contrastaba bastante con el casco de seguridad que usaba sobre su cuidado cabello negro.

— Belinda, déjame tratar con estos jóvenes, por favor. Puedes seguir con tu trabajo.

La mucama se despidió y tomó de su carretilla para seguir con lo que hacía. El hombre, que no apartaba su mirada de Adán, dio dos pasos al frente y con considerables gestos de manos le habló.

— Veo que has vuelto, aunque la verdad no te esperaba de regreso.

— Tenía cosas urgentes que hacer aquí.

— Ya veo—respondió dándole una rápida inspección al amigo que cargaba—. ¿Y supongo que esperas que les de los brazos abiertos a un grupo de salvajes como ustedes?

— ¿Me estás diciendo, Armilio, que tú no le darás cobijo a un joven adolescente herido de gravedad? ¿Tú, que tan generoso has sido con este mundo? —le reprochó Adán al hombre—. ¿Qué pensarán tus huéspedes? ¿Qué harán al saber que su mesías no es más que un egoísta bueno para nada?

Armilio no quiso decir nada en el instante y se mantuvo viendo más y más a Ismael, preguntándose qué es lo que Adán podría tramar.

— Está bien, muchachos. Me disculpo. Soy Armilio, dueño y director de esta bella y hermosa torre que como pueden ver sirve de asilo para todos los que quieran ser parte de ella—dijo finalmente poniendo su mano sobre el hombro de Tadeo, quien se incomodó por ello—. Cualquier cosa que necesiten, estaré al cargo de ello.

— Un médico y una habitación—le interrumpió Adán—. Es todo. Ismael va a quedarse aquí hasta que se cure, así que por favor cuida de él.

— Eso haré—los ojos de Armilio vagaron por el corredor, pensando dónde podría ponerlo sin que le estorbara.

— Adán—dijo Ismael—¿puedo preguntar cómo se conocen?

— Yo solía ser socio del padre del joven Adán. Así es como lo conocí de niño a él y al joven Tadeo.

— ¿También a Gracia? —preguntó Ismael.

— Sí pude verla—respondió Armilio, casi sucumbiendo a la penetrante mirada de Adán que no se movía un solo centímetro de él, ardiendo con rabia.

— Está bien. Ya no te molestaremos más—le dijo Adán terminando la conversación antes de poder atacarle por haberse atrevido a no ser debidamente respetuoso con la bella memoria de su hermana.

El grupo llevó a Ismael a una cama donde pudiera reposar, seguros de que un doctor podría tratarlo pronto. Tadeo y Adán no hablaron hasta salir de la torre, a la que no se atrevieron a llamar por su nombre vulgar en presencia de Armilio como cortesía de que les hiciera un favor.

Bajo la mirada de la alta montaña de paredes, Adán y Tadeo suspiraron tranquilos por primera vez en muchas horas, hechos con su misión.

— Así que supongo que no volverás a la Hiena—le dijo Tadeo.

— No. No puedo hacerlo, perdón—le respondió Adán sin dignarse a verle a los ojos con su breve disculpa.

— No sabía que esto es lo que había sido de ese Armilio—cambió de tema Tadeo—. Las Favelas… ¿Cómo es que te reencontraste con él? ¿Qué sucedió entre ustedes?

Adán quiso sacar de su chaqueta un cigarrillo, pero se dio cuenta que se le habían acabado allá en la Hiena. Respondió luego de un segundo, dándose tiempo para articularse.

— Quise investigar la torre, sus huéspedes. Debía buscar donde estaba la gente, y me encontré con Armilio. Para él, eso era un problema.

Tadeo se sintió adolorido por lo que Adán implicó con ello. En parte lo había sabido, pero escucharlo decirlo abiertamente le pareció difícil de tragar.

— ¿Crees que sea posible que él…?

— Encabeza mi lista, eso es seguro, pero es sólo una corazonada, aún no puedo concretarlo.

— ¿Pero entonces por qué fuiste realmente a la Hiena? ¿Qué es lo que has estado haciendo fuera de las Favelas si crees que él puede ser quien buscas?

Adán le vio a la cara con un rostro que puso a Tadeo con un mal sabor de boca. En lo que dijo hubo una mezcla de intenciones que ninguno de los dos pudo descifrar del todo ni estaba del todo dispuesto a hacerlo, por miedo a lo que pudieran encontrar.

— No me gusta estar cerca de ese sujeto — dijo.

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