Me está pisando la lengua

Los hermanos cruzaban con prisa el extenso prado que los separaba de casa, un campo de apagados verdes y malezas sedientas que cruzaban de lunes a sábado para llegar al pueblo y trabajar durante doce horas al día en la manufacturera, un colosal edificio que superaba con narcisismo y fanfarronería a cualquier otra construcción del decrépito asentamiento rural, y el cual llevaba ahí desde que Luis y Pedro tenían memoria; ciertamente desde incluso antes, pues los puestos que ocupaban los hermanos eran los que dejaron vacantes su padre y tío, quienes se entendía estaban todavía perdidos y sin ningún rastro por dónde comenzar a buscarlos.

No era la oscuridad casi absoluta que caía sobre el prado, y la cual cubría todo alrededor de los hermanos en tinieblas solo rivalizadas por las distantes veladoras colocadas en las ventanas de todos los hogares en el cerro lo que los hacía caminar con tanta premura; tampoco eran los extraños vaivenes en el pasto, sonidos de una diversidad de seres que hacían de la madrugada y la hierba alta su hogar; y por supuesto, tampoco era la atmósfera de escalofrío, helada pero casi líquida y tangible, que tanto Luis como Pedro sentían en la nuca; era la amenaza de la lluvia.

Hacía una semana que comenzaron las lluvias, y con ellas la amenaza de que el río se desbordase y convirtiese la región en un pantano, como llevaba sucediendo desde hacía cinco años. Si los hermanos no conseguían cruzar el río antes de que lloviese, debían quedarse donde les agarrase el agua, o podían ahogarse tratando de cruzar corrientes turbulentas, y si estas se desbordaban, tendrían que volver sobre sus pasos esperar hasta el amanecer en un lugar seguro.

— ¡Órale, Luis, camínale! — dijo Pedro al escuchar truenos distantes, muy parecidos al golpeteo de un tambor.

— Ya voy, ¿qué no viste cuando el idiota de Raúl me tiró el martillo encima de mi pie? ¡Tenme tantita paciencia! — respondió su hermano con reproche, pero aún así haciendo su mejor esfuerzo para sortear la distancia entre él y Pedro.

Hicieron todo lo que pudieron para burlar a la inminente tormenta, pero cuando estaban a unos pocos metros del improvisado puente de madera y cáñamo empezaron a sentir los piquetes congelados del agua. Al principio, unos cuantos en la espalda y cuello; después, como una sucesión interminable de golpes helados en todo el cuerpo, la ropa haciéndose más pesada y la temperatura bajando en función de la creciente velocidad de la lluvia. Ante la amenaza, y la relativa seguridad de que conseguirían cruzar antes de que el río pudiese hacer algo, echaron a correr con todas las fuerzas que sus fatigados cuerpos pudieron invocar.

Consiguieron llegar al puente en el momento en que se formaban los primeros remolinos de tempestad en el río, los cuales podían verse oscilar en espirales siniestras incluso en la densa oscuridad; comenzando a mecer con fuerza el puente con cada gota que se sumaba a la tempestad próxima. Los hermanos sabían que apenas habían llegado con tiempo, pero no cruzaron cuando debían hacerlo, porque los detuvo un grito.

Era una lamento femenino, pero claramente a poco de no ser humano en lo absoluto; un desgarro en el aire proveniente de un pecho roto y una garganta puntiaguda,  sonido tan afilado como un cuchillo, súplica llena de dolor y angustia al mismo tiempo repleta de enigma y seducción. Luis por poco cae de espaldas al río al escucharlo, mientras que Pedro terminó sentado en el pasto mojado, ambos preguntándose con la mirada qué había escuchado, esperando con morbo a que se repitiese. Tuvieron que esperar unos segundos, en los cuales se olvidaron por completo de todo lo relacionado a la lluvia y el río, y rebanando el silencio por segunda vez, se escuchó el grito de nuevo. Esta vez, pudieron localizar la fuente debajo del puente.

—¡Alguien se está ahogando, ayúdame, Pedro! — dijo Luis, quien se movió hacia la orilla del río en búsqueda de quien se estaba lamentando, volteando a ver varias a su hermano con impaciencia.

— Espérate, quién sabe si es una mujer u otra cosa.

— ¡¿Cómo va a ser otra cosa?! No seas tarado y deja de cuentos, — contestó Luis, quien iba a agregar otro insulto, pero se vio interrumpido por un tercer alarido. — ¡Ayúdame, se va a hogar!

Pedro se acercó a su hermano, y al acercarse al pequeño vacío debajo del destartalado puente comenzaron a visualizar una forma pequeña. Por la oscuridad, esta figura aparentaba ser más una masa que una persona, pero al acercarse más consiguieron apenas distinguir que se trataba de una mujer, arrodillada al punto de tener manos y cabeza sumergidos en el fango; tierra lodosa que comenzaba a inundarse. Parecía una mujer, de no más de veinte años y con una figura esbelta que se veía complementada con sus sedosos y peinados cabellos negros, así como también por su vestido blanco que ilógicamente permanecía inmaculada a pesar de tanta suciedad.

— Ayúdenme… ¡Socorro! — gritó esta mujer con la misma voz electrizante cuando percibió la presencia de los hermanos. — ¡Ayúdenme, por Dios, socorro!

La primer respuesta de Pedro fue no dar un paso más, sintiendo como si aquella visión estuviese desconectada de lo real y bueno del mundo; el que aquella voz se escuchase tan claro a pesar de que la mujer tuviese la cara sumergida en el agua le evocaba terror, y petrificó sus músculos al punto de que solo podía permanecer parado y mojarse todavía más. Pero su hermano corrió en ayuda de la mujer sin pensarlo, descendiendo por la ladera hasta que el agua llegaba a sus rodillas

A pesar de los gritos de su hermano, Luis prosiguió dando zancadas para vencer la corriente del agua y el frío puntiagudo de esta. Algo lo estaba forzando, un instinto extraño, a ayudar a la mujer, como si supiese que esa era la cosa más importante que haría en su vida, y que en cierta manera esta dependía de ello. A unos cinco metros de la mujer, piso algo distinto del lodo y piedras del terreno irregular, era algo blando e inflado; latente y caliente, sintiéndose palpitar incluso a través de la sandalia de Luis.

Pegó un salto, casi cayéndose a las aguas, y dio torpe desplante hacia la derecha para dejar de pisotear lo que él pensó que era una serpiente, pero al hacerlo volvió a pisar una carne idéntica, sorpresa que lo hizo tropezar de pavor. Amortiguó la caída con las manos, pero estas y sus rodillas solo tocaban esa cosa, sintiéndola moverse en minúsculas pero constantes convulsiones que parecían una burla del ritmo cardiaco.

Esto lo hizo aterrorizarse, volviendo a pensar en serpientes y sapos, pero sin poder ver qué era exactamente lo que lo había debajo del agua; solo volteando a ver a la mujer tras superar la impresión inicial, quien seguía igual y había vuelto a suplicar rescate, cosa que lo hizo poco a poco superar el miedo a moverse para cumplir su cometido. Pedro miró a su hermano apanicarse con cada paso que daba, escuchando su voz preguntando a la mujer qué pasaba mientras trataba de tambalearse.

— ¡¿Se encuentra bien?! — fue lo único que se le pudo ocurrir ante la extraña sensación de querer escapar de lo que estaba pisando y a la vez ayudar a la mujer.

Cuando Pedro decidió correr para sacar a su hermano de esa situación, tras debatirse entre la cobardía o valentía, en el momento en que Luis llegó ante la mujer. Él continuaba tambaleándose entre masas extrañas, las cuales le comenzaban a causar pánico por saber que definitivamente no eran animales acuáticos, y lo que fuese no parecía molestarse por ser pisoteado. Sin embargo, tener a la mujer frente a él le obligaba por alguna razón a ayudarla con el que fuese su problema.

— ¡Regrésate, Luis, regrésate! — le gritó con desesperación su hermano, quien definitivamente había perdido el valor para acercarse más.

Pero él no escuchó, y se inclinó hacia la mujer para ofrecerle una mano. Ella estaba inerte, la cabeza completamente sumergida en el fango y sin mostrar alguna señal de asfixia; incluso volviendo a gritar una última vez, rasguñando los oídos de los hermanos de forma definitiva, y fue ese grito el que obligó a Luis a ser proactivo.

— ¡Deme la mano! ¡¿Se encuentra bien?! — dijo extendiéndole una mano en un gesto instintivo y torpe.

Al escuchar estas palabras, la mujer dio una pequeña convulsión y levantó la cabeza con una fuerza que debería haberle reventado el cuello, mirando fijamente y sin parpadear a Luis. Justo como el resto de su ser indicaba, era hermosa y de rasgos tan finos que es imposible describir sin hacer poca justicia a la aurora anormalmente perfecta que emitía. Pero Luis no tardó en notar, incluso en la profunda noche, que sus labios eran azules como una mora y su piel era tan blanca y agrietada como la leche rancia; mas esos eran detalles menores en comparación al apéndice hinchado y rojo como la sangre que se desprendía de su boca y que caía en cascada desde su mandíbula, casi fracturada por el tamaño de la cosa, hasta el agua.

Incluso ante eso, a pesar del horror pero en parte por la parálisis que experimentó, Luis siguió estrechándole la mano. Ella la tomó, y lo jaloneó un poco para levantarse con facilidad; fría, tan fría que lastimaba era su piel, y su mirada penetraba hasta el alma como la picadura de un insecto depredador. Lo continuó mirando por un momento más, con gula, y tan habló unas palabras.

— Gracias caballero, pero necesito pedirle un favor; apártese, porque me está pisando la lengua.

Luis no pudo preguntar nada, porque se sintió lanzado hacia atrás cuando la inmensa lengua se retraía a velocidad de infarto hacia la boca de la mujer. Se estrelló por última vez en la superficie del río, y para su horror y el de su hermano, la mujer tragó el apéndice en su totalidad, causando infinitos chasquidos similares a los de los huesos al romperse, y se abalanzó hacia él para levantarlo de las axilas con una fuerza sobrenatural. Ante los gritos de Pedro fue sorda, pues abrazó a Luis con fuerza y le besó; plató su lengua en su boca y la estrelló contra su estómago, haciéndole sufrir tan intensamente que perdió toda percepción menos la del amargo dolor.

El pecho de la mujer se abrió, reventando su ropa y desgarrando toda la piel de los pechos al pubis, mostrando un conjunto de dientes y lenguas que acariciaron con apetito a Luis; mordiéndole hasta encerrarlo por completo, como si de un capullo se tratase. Y todavía besándolo, probándolo, y abrazándolo, se sumergió de forma imposible el agua hasta desaparecer por completo, sorda a los gritos de locura de Pedro.

Amortiguó la caída con las manos, pero estas y sus rodillas solo tocaban esa cosa, sintiéndola moverse en minúsculas pero constantes convulsiones que parecían una burla del ritmo cardiaco.

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