El libro de Sêlemas: Once cuentos de hadas

Utâqáli (Gato)

Sucedió una noche en que las nubes de una horrible tormenta cubrieron enteramente el firmamento y la luz de la luna se ocultó por completo de la vista de todos quienes vivían en una pequeña aldea a las orillas de la Ciudad Imperial. Espantosos relámpagos llenaron de horror a todos los habitantes, sintiéndose incluso dentro de sus hogares la violencia de estas luces ardientes al impactar contra las distantes colinas y el cercano bosque; todo cuanto podía verse en el horizonte, incluso elevándose por los aires hasta alcanzar a las mismas nubes tan amenazantes, estaba siendo asediado por las gélidas aguas que caían sin presentar merced a cualquier hada no se encontrase ya protegido.

Una de estas de estas era un hada despistado pero siempre lleno de curiosidad nombrado Uêldontalías, quien sin preocupación alguna yacía reposando sobre un árbol tan joven como él observando con harto entretenimiento la lluvia que partía en miles de trozos el cielo encima suyo. Sus padres le llamaron multitud de ocasiones para que corriese tan rápido como pudiese a su hogar y se protegiese de las aguas. Mientras que su padre temía que este se resbalase de modo que terminase accidentándose y no pudiese trabajar en los huertos familiares durante semanas; la madre, por supuesto, sufría al pensar que se enfermaría de gravedad al punto de no poder levantarse de la cama o incluso acabase fracturándose la pequeña cornamenta que recién le había brotado de las sienes.

Pero ninguna de las advertencias de sus padres llegó a los oídos del hada, y en cambio este se sintió atraído hacia los extraños sonidos que escuchó detrás suyo, justo en donde los arbustos se hacían más grandes y los grandes árboles cobrizos del bosque comenzaban su extenso dominio. No se trataba del llamado de algún animal que Uêldontalías reconociese y por supuesto no era la voz de un hada que conociese, sino más bien el terrible sonar de una criatura atroz que el hada conocía por instinto; su piel se hizo tan dura como el venenoso hierro al sentir detrás de sí al ser de pesadillas, y por esto mismo fue incapaz de emitir un grito alguno al tener de frente al imponente monstruo luego de que aquel pegase un salto.

Se posó frente a él un abominable gato negro, aquel devorador de entrañas que hacía a los niños pequeños llorar cuando se advertía de su inmunda presencia, cuyo enorme tamaño congeló la piel del hada más de lo que cualquier lluvia hubiese sido capaz, y su enorme pero esbelta complexión despojó sus piernas enteramente de la voluntad para escapar en búsqueda de ayuda. Aquella bestia oscura no era más grande que Uêldontalías, y seguramente ni siquiera superaba el metro de estatura, más su mera presencia era suficiente para intimidar hasta a los más valientes soldados. Pero rápidamente observó en sus inquietantes ojos verdes una inteligencia perturbadora que lo separaba del resto de su especie, percatándose también que la apariencia cristalina de estos ocultaba una crueldad que no conocía límites, así como una pasión desbocada hacia la maldad que se presentaba en la minúscula franja que tenía como pupila.

Tan nefasto devorador permaneció unos segundos más sin hacer nada más que observar a Uêldontalías con tanta curiosidad como él le miraba con miedo, su pelaje nunca empapándose ni sus ojos cerrándose al pasar sobre ellos el helado rocío de la tormenta. Cuando el hada adquirió el coraje necesario para retroceder hacia su hogar en búsqueda de la oportunidad para correr por su vida, un  interés mórbido que era ajeno a su persona le invadió; donde antes hubo terror ante la idea de ser descuartizado, ahora se encontraba un deseo por quedarse ahí mismo. Si antes los ojos paralizados de este hada no se despegaron nunca de los del gato, ahora se tomaban la libertad de mirarle con atención y observar los movimientos juguetones de su cola.

Uêldontalías sabía que era la víctima de una espantosa hechicería y quiso sujetar con firmeza el espejo que de su cuello colgaba para implorar a la luna que su emperatriz le ayudase en la situación tan espeluznante en la que ahora se encontraba. Pero así como tan hermosa joya en el cielo estaba cubierta bajo un manto de negras nubes, la consciencia del joven ahora estaba nublada por una mórbida magia que le hacía querer estar junto al gato aún si esto le costaba la vida, precisamente siendo aquel momento en que deseó acercarse a este la bestia cuando esta habló en una seductora voz que pronunció estas palabras:

— Haremos un banquete en honor de mi cumpleaños cuando amanezca, y quiero que me acompañes sin temer por tu vida, puesto que tú serás el invitado de honor.

El muchacho le comenzó a perseguir completamente enfatuado con aquello que la bestia había propuesto, pero cuando intentó hallar respuestas a todas las interrogantes que surgieron a medida que se internaron en el bosque tan solo encontró las mismas palabras, cada vez oyéndose más omnipotentes a medida que el eco que le arrastraba hacia el interior frondoso del bosque las amplificaba hasta ser el único sonido que Uêldontalías podía escuchar. Con cada paso que daba se perdía más entre los enormes árboles, y las desesperadas llamadas de sus preocupados padres se hacían tan distantes que llegó un punto en que se confundieron para siempre con el viento que acarreaba la tormenta; más enfocado en que su cornamenta recién nacida no chocase con las ramas de los árboles para no perder de vista al gato, anduvo persiguiéndole durante el resto de las horas que le quedaban a la noche.

Cuando la luz del amanecer se asomó detrás de él sus pies estaban empapados con sangre por todas las astillas que se había clavado, y sus rodillas estaban adoloridas e hinchadas por haber perseguido con desesperación al gato durante tantísimo tiempo; su respiración se cortaba a la vez que empezaba a ver su alrededor como una bruma borrosa y el animal que tanto quería alcanzar tan solo era una mancha negra de la cual no podía despegar la mirada. Las sombras cubrieron al bosque mientras espectros sombríos despertaban por montones, y durante todo ese tiempo, Uêldontalías se llenó cada vez más de un pánico atroz por lo que pasaría con su vida. Solamente halló algo de paz tras poder cobijarse en el cansancio que pronto le impediría pensar con claridad.  

Aquella bestia se detuvo sin mostrar que siquiera hizo un esfuerzo por recorrer tanta distancia, habiendo corrido hasta llegar a un claro enteramente cubierto por una apacible sombra provista gracias a enormes árboles plateados, mismos que se alimentaban tranquilamente de un tranquilo río de aguas cristalinas donde transitaban despreocupados peces. El hada se detuvo en una de las muchas rocas blancas, tan monumentales como antiguas estatuas de mármol y que parecían proliferar tan solo en aquel pequeño sitio. Su cabeza pesaba demasiado, tanto por sus cuernos como por el extenuante recorrido que había hecho por un objetivo que el cansancio, la sed y el hambre ahora le impedían recordar; pronto el gato se posó encima de aquella roca, y con sus embrujos también le hizo olvidar a sus padres, su hogar y quién era él. Haciendo también que sus párpados fuesen tan pesados que no consiguió mantenerlos abiertos mucho más, rápidamente todo el aire de su cuerpo le abandonó mientras su estómago quedaba tan vacío que sus últimos momentos dolieron muchísimo, y su último deseo fue poder consumar el sueño eterno para transitar a la otra vida como un espíritu del bosque.

Tras olisquear un poco su cuerpo sin poder mantener la compostura y comenzarlo a devorar como el monstruo nefasto que es, sabiendo que ahora Uêldontalías dormía para siempre, el gato hizo un llamado de ultratumba para que se acercasen tanto sus camaradas como el resto de su familia. Todos los gatos que invocó se hallaron observando a tan siniestro integrante de sus abominable especie con admiración, deseosos de hacer lo mismo que él había logrado y usurpar a tantos jóvenes como fuese posible, así iniciando con macabras sonrisas y famélicos alaridos un festín que recordarían con maligna alegría durante el resto de sus vidas.

Qilus (Hogar)

Hace muchísimo tiempo vivió en una remota aldea un muchacho que se distinguía por su corazón trabajador, quien todos conocían por el nombre de Qeinladân. Sus vecinos le admiraban porque siempre le encontraban trabajando en las tierras que había heredado de sus difuntos padres desde que el sol comenzaba a descender hasta que ascendía una vez más por el horizonte; nunca descansaba más de lo que era necesario y siempre reciprocaba a quienes le saludaban con una sonrisa tan blanca como las estrellas. Aunque el terreno en donde uno le encontraba no era tan grande como otros a su alrededor, en definitiva era el más lleno de vida. Todos a quienes el hada ofrecía los frutos de su trabajo tenían que reconocer que eran los más grandes y deliciosos en toda la aldea, desde las doradas ensiqulâstas que desenterraba de la tierra hasta las oscurísimas bariomaías que crecían en los arbustos, y muchos de sus vecinos sospechaban que existía algo sobrenatural en ello.

La realidad era que el único secreto del hada era su carácter más dispuesto de lo normal a cooperar con la naturaleza para que ambos saliesen victoriosos durante las temporadas de siembra invernales. Mientras que el hada recibía de la tierra enormes cosechas con las cuales alimentarse e incluso obtener algo de dinero en los grandes mercados de las ciudades, la tierra misma era tratada con un enorme cariño y respeto que le permitía florecer con muchísima energía cada que llegase la hora de propagar vida.

Cierta noche se encontraba Qeinladân tomándose un corto descanso en el interior de su hogar, mismo que también aprovechó para tomar una pequeña merienda que consistía apenas en un pan naléle untado con mantequilla de bualnêqo y unas cuantas verduras asadas con especias, oyendo que llamaban a su puerta con un ritmo que indicaba cierta impaciencia. Atendió al curioso ruido para encontrarse con un hada anciano, cuyas ropas descoloridas y llenas de agujeros indicaban que era un vagabundo sin un sitio al cual llamar hogar; tanto las arrugas en su rostro como la ausencia de dientes en su boca, así como las grietas en su espiralada cornamenta, decían que no podía tener menos de ciento ochenta años. El muchacho de inmediato le invitó a pasar e insistió en saber cómo podía ayudarle, a lo que el anciano respondió con una voz temblorosa que sonaba como si estuviese hecha de telarañas y polvo:

— Hermoso muchacho, me sería un enorme desagrado si mi presencia importunase tu bello hogar. — afirmó quedándose afuera de la puerta. — Pero estaría en deuda contigo por el resto de mi vida si pudieses compartirme aunque fuese un pedazo de tu comida, ya que he caminado desde muy lejos y no me he detenido ni un solo momento desde que salió el sol… ¿Serías tan bondadoso como para aceptar lo que te pido?

Qeinladân se conmovió demasiado al escuchar estas palabras que buscaban algo de hospitalidad en él, y sin dudarlo por solo un instante tomó su merienda para ofrecérsela toda el anciano. El muchacho se disculpó profundamente porque casi todos los alimentos ya tenían mordidas e inclusive muchos apenas eran trozos bastante pequeños, pero insistiendo que este tomase incluso el plato donde reposaban estos y se los llevase como un obsequio de buena suerte para el resto de su viaje.

Por su parte, el hada quedó muy sorprendido de la caridad que el joven le había ofrecido y por supuesto aceptó la comida; devoró hasta el último pedazo e incluso lamió unos minutos el plato, guardándolo en uno de los bolsillos holgados por el uso de su vestimenta, y antes de que partiese le hizo un regalo a Qeinladân: se quitó su collar de espejo para obsequiárselo al muchacho, siendo muy insistente para que este aceptase. Finalmente, el anciano se despidió de él tras desearle muchas bendiciones y fortunas, marchando por la misma ruta que había caminado hasta desaparecer en el horizonte rumbo al sur.

Noches más tarde acaeció una desgracia que sacudió completamente las mentes de quienes vivían en la aldea, pues tan solo unas horas tras el amanecer llegaron lanzando alaridos fanfarrones una horrible partida compuestas de los más espantosos ladrones, quienes con la sangre repleta de alcohol se movían siempre para nunca ser atrapados por la justicia que les perseguía sin darles ni un solo respiro. Como necesitaban pronto un sitio donde reposar un tiempo, e incluso esconderse para continuar con sus misión de obtener otro botín para saciar la avariciosa sed que los devoraba como una enfermedad, escogieron la casa que vieron primero al entrar al poblado.

Entonces cayó la desgracia encima de Qeinladân: aquel lugar señalado como nuevo objetivo por tan horrendos hadas era su hogar. Tan pronto como saltaron las vallas que delimitaban sus cosechas del resto del prado, el muchacho escuchó cómo la puerta era derribada por una poderosa cornada e inmediatamente toda su casa se inundó con voces de avariciosa emoción. Primero los escuchó en la sala cuando la hoguera en medio de esta fue extinta a pisotones burlones, y rápidamente pudo saber que estaban en la cocina, oyéndose montones de vasijas quebrándose y derramando sus contenidos al unísono entre burlas cínicas; posteriormente entrando al almacén, en donde percibió las cosas en sus estanterías y cofres desaparecer como si un viento pútrido se las llevase. Solamente evitaron irrumpir la tranquilidad del santuario por miedo a las repercusiones de entrar a un espacio tan sagrado teniendo sus corazones repleto de malas intenciones.

Por esto mismo no se tardaron en hallar al hada en su habitación sin que este se hubiese podido preparar para defenderse, y le arrinconaron sujetándolo de los cuernos para que no pudiese moverse a menos que quisiese morir con un cuchillo de ponzoñoso hierro clavado en su garganta. Rápidamente le ordenaron preparar el lugar para esconderlos por el tiempo que fuese necesario y trabajar arduamente para alimentarles bien como si de invitados de honor se tratasen.

— ¡Qué desafortunado eres, muchacho imberbe! Porque si intentas decirle a alguien quienes somos y en donde nos estamos escondiendo… — hizo una pausa debido a que los estragos del alcohol le impedían ser muy conciso en sus ideas. — Osea en tu casa, no vamos a responder lo que te vaya a pasar… ¡Nosotros tenemos nuestros métodos! ¡Métodos y maneras de hacerte callar, por supuesto! ¡Ay, que si tenemos maneras! — dijo quien le sujetaba de los cuernos sin aclarar cuáles eran esos métodos o cómo podían evitar que el hada buscase ayuda en cuanto tuviese que salir de su casa; el hedor a fermento que salía de la boca del ladrón respondía indirectamente la efectividad de aquella amenaza.

Qeinladân pensó que era demasiado arriesgado quitarse a los hadas de encima para escapar rápido por la ventana de su habitación y sonar la alarma a todos los habitantes del pueblo, aceptando las condiciones de sus ebrios captores mientras contenía su deseo de reírse ante condiciones tan disparatadas. Escuchando la sarcástica pero algo atemorizada resignación hecha por el muchacho, los ladrones se rieron y bailaron con más entusiasmo que nunca; sus gritos de algarabía y zapateos destructivos, sin embargo, fueron su perdición al llamar con rapidez a todos los vecinos que habían despertado ya ante la conmoción escuchada en la casa de tan querido hada.

Los ladrones se callaron de súbito cuando supieron que el pueblo entero se había reunido alrededor de la casa de Qeinladân por la preocupación que tanto ruido en medio del día podía significar. Unas hadas se prepararon para entrar por la destrozada puerta en búsqueda del joven, mientras que las mujeres sobrevolaban los alrededores en búsqueda de algún indicio de lo que había sucedido. Tantas hadas reunidas asustaron a los ladrones al punto que unos comenzaron a temblar, mientras que su líder tan solo pudo hacer una mueca de espanto; matar al muchacho en repercusión a lo que podía sucederle fue lo primero que se le ocurrió, pero una fuerza que su ebrio corazón no comprendió se lo impidió completamente.

Tan solo pudieron contentarse con infantilmente golpear unas cuantas veces al muchacho para escapar por la ventana del almacén tan pronto como los enormes sacos llenos con la cerámica, plata y comida del muchacho se los permitiesen. Aprovecharon el instante en que hasta las hadas que volaban por encima de la propiedad regresaron a la puerta porque los otros decidieron entrar en la casa de su querido vecino, y tambaleándose en silencio se internaron dentro del bosque aledaño para no volver a ser vistos; su único regalo de despedida fue tomar los carbones todavía ardientes de la sala y empaparlos en alcohol que había sobrado de atracos anteriores para prenderles fuego e incendiar los cultivos y el hogar de Qeinladân.

Las terribles llamas se expandieron pronto sin tener misericordia con nada que estuviese en su camino, pronto el hogar del hada quedaría envuelto en feroces humaredas negras y sus tierras reducidas a grises nubes que todo consumían. Qeinladân fue rescatado en un milagroso acto desde la ventana de su cuarto un instante antes que este colapsase junto con resto de la casa, y el muchacho fue arrastrado hasta el templo del pueblo para ser curado de sus heridas mientras el resto de los vecinos lucharían durante todo el mediodía para contener el fuego: muchísimas hadas volaron con baldes de agua traída desde el río, y quienes no podían, hicieron largas filas para transportarla desde las piletas alimentadas por la reserva subterránea.

Cuando los miqdoséle permitieron que el hada regresase a los restos de su hogar, la luna brillaba en el punto más alto del firmamento con una luz que parecía intentar consolar la tristeza de Qeinladân. El muchacho deseaba tener un poco de tiempo a solas en aquellas ruinas para intentar aceptar la realidad, sus vecinos urgiéndole de no demorar tanto tiempo para no caer presa de una tristeza inconsolable al mismo tiempo que ofrecían espacio en sus hogares para que el joven viviese por cuanto tiempo fuese necesario. Tras revisar entre montones de ceniza y objetos chamuscados que no se distinguían entre sí, aceptó con lágrimas que todo cuanto alguna vez fue de sus padres y posteriormente de él ahora estaba perdido para siempre.

Pero un resplandor que apenas pudo escapar entre los escombros por un instante llamó la atención del hada cuando este se disponía a irse del lugar para lamentarse. Qeinladân acudió pronto a desenterrar aquello que resultó ser el precioso collar de espejo que tiempo atrás le regaló el anciano, y rápidamente notó cómo este no tenía ni una sola grieta en el cristal, rayón en el marco de plata y mucho menos algún tipo de suciedad encima; reflejando con perfección la luna encima de su cabeza, así entendiendo el hada que se trataba de una señal que le indicaba informar a sus señores sobre aquellas emociones dentro de su pecho.

— Señores amados que desde el brillo de la noche reinan a mi estirpe, este amanecer he perdido todo cuanto era de mi propiedad por la maldad de hadas con un corazón repleto de malicia, y ahora tanto las tierras que labraron mis padres como la casa que construyeron nuestros antepasados se encuentran en ruinas… — informó en cuclillas el muchacho a los cortesanos lunares mientras sostenía con fuerza el espejo para no llorar tan profundamente — Me presento ante ustedes para solicitar una cosa… ¡Dos cosas! La primera es que su gracia me permita algún día tener otra vez un hogar donde pasar los días y tierras qué trabajar con esmero; la segunda, es que ninguno de mis tan bondadosos vecinos sea víctima jamás de lo que me pasó, y que la ayuda que me prestan ahora les sea recompensada miles de veces… Si es posible, quisiese tener la capacidad para ser yo quien ofrezca tales premios.

Entonces percibió que a unos cuantos metros detrás de él se encontraba otro ser que le acompañaba en aquella noche tan solitaria, quien parecía sombrío mientras admiraba trágicamente los escombros donde se hallaba, pero en cuanto presto atención para conocer de quién se trataba quedó tan conmocionado que perdió el habla por unos instantes. Vistiendo las ropas del anciano con el que había hablado noches atrás, notándose que debajo de estas portaba las más hermosas prendas de plata en todo el mundo, se encontraba presente en toda su majestad Qâlidelus, cortesano de la hospitalidad y protector de todos los hogares. Sin perder más el tiempo habló al hada con su imponente pero paternal voz mientras su cabellera negra se movía como el fuego de una chimenea:

— Hermoso muchacho que portas el nombre de Qeinladân: te solicito que recuerdes las bendiciones que desee para tu ser aquella noche que me demostraste tan abnegada hospitalidad. — habló con una sonrisa de satisfacción. — Escuchar tus plegarias me hicieron pensar de forma melancólica por todo el sufrimiento que pasaste. Pero saber que aún en tu desesperación pediste la fortuna para los demás que te ayudaron me convenció de tu nobleza.

— ¡Señor mío! — apenas pudo musitar el hada mientras colocaba las manos que sujetaban el espejo a la altura de sus cuernos en señal de respeto. — ¡Es cierto, y deseo ser yo quien obre para que la gente en este pueblo conozca mi agradecimiento por todos los favores que me hicieron!

— Que tu voluntad sea así entonces, ¡tu recompensa será una hermosa hacienda en la que se asomen amplias extensiones de tierra y magníficos establos tanto toda suerte de animales; un tesoro de plata que usarás para mantener pulcras las instalaciones; y así mismo, por ella conocerás inevitablemente a tu esposa!

— Yo no comprendo qué está diciéndome. — dijo él tan confundido que olvidó sus modales por un instante. — ¿Esa es mi recompensa? ¡¿Está ofreciéndome eso?!

— No puedo hacerte una oferta de aquello que te corresponde ya… — dijo mientras las ruinas del hogar se transformaban en una enorme casona tan fácilmente como el polvo es arrastrado por el viento. — Solo recuerda siempre ser amable con aquellos que algún día lleguen a tu puerta en búsqueda de la calidez del hogar.

Dichas palabras fueron las últimas que pronunció el cortesano antes de irse de aquellas tierras con tanta rapidez que no lo percibió Qeinladân sino hasta se giró para ver que sobre el piso de la ostentosa casa sobre la que ahora estaba se tendía sin cuidado la vestimenta descosida del anciano. El hada recogió pronto estas para hallarles un lugar digno, y aún mareado por la súbita transmutación que las cenizas de su hogar experimentaron, recorrió con mucho respeto las instalaciones de una casa que rivalizaba a las más ostentosas de la Ciudad Imperial.

Se encontró primero con un amplio santuario en donde se aposentaban estatuas plateadas de cada uno de los cortesanos junto con los espejos necesarios para rendirles pleitesía y las mesas amplias en donde ofrendarles cada amanecer lo que correspondiese, vistiendo a la que representaba a su mecenas con las prendas deshilachadas; luego hallando la enorme sala que estaba adornada con gigantes alfombras de hilos cobrizos y plateados con complicados patrones; esculturas marmoleas de ciervos y mariposas; centenares de estanterías de piedra surtidas tanto con bellas ilustraciones de todo cuanto había en el mundo como también volúmenes inacabables de libros para la nobleza que supiese leer; así como también un caldero enorme que ahora era una hoguera que ardía con carbones dorados, el humo escapando por la apertura de cristales coloridos en el techo. Los múltiples aposentos estaban aún más intrincadamente ornamentados y la cantidad de estos correspondía a la extensión casi monárquica de su cocina, repleta con filas de hornos, calderos y comida almacenada con sumo cuidado en cajas.

Las tierras que labraba ahora eran extensos jardines donde pasaban centenares de surcos hechos en la fresca tierra a la espera de que retoñase una magnífica cosecha, tan grande que el hada dudó en poder lidiar con ella por su cuenta, observándose también los amplios pastizales donde paseaban ciervos de distintas razas sin preocuparse por regresar pronto a sus establos; enormes corrales con muchas familias de pingüinos graznando contentos y un modesto pero espectacular bebedero para mariposas con múltiples pisos de piedra que yacía en medio de todo. Además, el hada tardó poco en encontrar la pequeña colina de lingotes de cobre y oro escondida en uno de los establos, un tesoro que guardó en los muchos baúles del colosal almacén subterráneo, finalmente llorando de felicidad al terminar de reconocer su nuevo hogar mientras se pensaba qué hacer ahora.

Decidió entonces que su nueva hacienda sería un santuario en donde todos quienes llamasen a sus puertas serían recibidos con una comida deliciosa incluso en las noches más horribles y una cama suave hasta en los días más inclementes; se tratase de los habitantes de la aldea o incluso extranjeros de tierras lejanas, lo único que deberían aportar sería su presencia. Primero Qeinladân explicó esto a sus asombrados vecinos, quienes aún tras años del suceso todavía contemplaban con veneración la construcción de origen divino, y después viajó por inició una búsqueda de personas similares a él que estuviesen dispuestos a enfrentarse al desafío que suponía el mantenimiento de la casona. Así conoció una hermosa hada de mente noble con la que se casaría pronto, quien se llamaba Bulamusta, un nombre que todos respetarían por generaciones por ser ella la ama de llaves estricta pero tan repleta de bondad y hospitalidad como su marido.

Incluso cuando los esposos abandonaron este mundo para dejar el encargo de la casona a su enorme progenie de hadas criadas en un hogar lleno con el agradecimiento a quienes prestaron su ayuda durante las peores tragedias, esta sería recordada con amor por generaciones de peregrinos sin rumbo y expedicionarios de largos viajes; monumento a la hospitalidad que aún en día perdura para aquellos capaces de encontrarla, sus puertas estarán abiertas hasta el día en que cierto anciano que en ocasiones se presenta a las puertas de las hadas en búsqueda de comida llegue a su destino.

Ilumsail (Familia)

Muchos años han pasado desde que una joven hada perdió a sus coches en un lamentable accidente cuando estos cruzaban una cordillera resbaladiza de regreso a su hogar durante una noche de tormenta, esta jovencita tuvo que irse de la Ciudad Imperial al campo bajo el auspicio de unos parientes muy lejanos. Ellos eran unas hadas muy pobres que apenas tenían los suficientes alimentos en la alacena para no ir a dormir con un vacío dentro del estómago, pero sus mentes estaban repletas con una bondad tan enorme y sin pensarlo aceptaron a la hada en su hogar para que no quedase sola en este mundo; llamándose él Mâdasmes mientras que ella tenía por nombre Eanbênqa, desde ese momento hicieron el compromiso por esforzarse incluso más con tal de que en la sala jamás faltase un poco de comida o algo de carbón para la hoguera.

Pero la hada que recibieron en su hogar era una criatura que siempre actuaba de manera caprichosa hasta llegar a demostrar una fealdad que anidaba en su ser a causa del duelo con cada uno de sus actos. Incluso si ella respondía al nombre de Edeitánla, jamás hacía caso cuando sus parientes le suplicaban que ayudase en el mantenimiento del hogar o las labores en el campo, siendo que la pereza se adueñaba de su cuerpo como respuesta ante el dolor secreto que no se atrevía a confesar. Inclusive hacía todo lo contrario de lo que le pedían con tal de no mostrarse vulnerable: ensuciaba las pocas posesiones de la pareja o arrancaba las hojas de los cultivos que habían sembrado con mucha esperanza como una forma de rabieta. Cuando ellos le pedían algo, ella en cambio solicitaba regalos carísimos imposibles de costear, y por supuesto se enojaba muchísimo si sus parientes le decían que no era posible conseguirle sus deseos.

— ¡Qué desdicha la mía! ¡Mis padres habrían comprado todo lo que pido sin pensarlo mucho! — decía ella mezclando su inmadurez con algo de maldad. — ¡¿Ustedes no pueden conseguirlo?! Bah, es que son tan pobres que no me sorprendería que una noche me dijesen que ya no es posible comprar comida y es mejor que nos acostumbremos hasta morir de hambre… ¡Cuánto extraño a mis padres!

Cada que amanecía podía encontrarse a esta joven contemplar el campo de sus parientes desde la ventana de la pequeña habitación que compartía con ellos. Si no pensaba en qué hacer para estropear un poco los esfuerzos de ellos, pasaba las horas que le tomaba quedarse dormida pensando en cuánto realmente extrañaba a sus padres. Edeitánla habría muerto de rabia si alguno de ellos alguna vez la hubiesen descubierto llorando mientras imaginaba cómo del distante bosque aparecían sus padres para llevarla de vuelta a casa; tanta era su tristeza en realidad que la inmadurez de sus treinta años le obligaba a soportar aquellos sentimientos al portarse con mal agradecimiento y hostilidad.

Tanto Mâdasmes como Eanbênqa sospechaban que estas emociones nefastas atormentaban a la jovencita, pero les era imposible hablar con ella al respecto sin recibir como respuesta la mordida ponzoñosa de un animal lastimado que había erigido una distancia insondable entre ellos. Sus palabras eran tan venenosas y su actuar tan cínico que muchas veces les aconsejaron expulsarla de casa, más siempre respondían que con el tiempo podrían entenderse y finalmente conseguirían ofrecerle a la hada que tanto querían como a la jovencita que nunca habían engendrado el desahogo que tanto necesitaba.

Entonces se comprometieron durante algunos meses a ser todavía más austeros en sus gastos y trabajar incluso más duro con el fin de obtener suficiente dinero para hacerle un regalo a su protegida durante el invierno que se avecinaba. Los cambios en la casa solo hicieron de Edeitánla una hada más descortés e incapaz de sentir vergüenza por el sufrimiento que provocaba a sus parientes con los comentarios llenos de tristeza y desprecio que les lanzaba; ninguna de las hadas en aquella familia confesó qué escondían detrás de sus acciones por razones eran distintas.

Pasaron las semanas hasta que durante la primera edêuága que los parientes celebraron en compañía de la jovencita, después de haber prendido fuego a la minúscula cosecha que les había sobrado de la temporada anterior y cubierto sus rostros con pinturas negras en celebración a la infancia, se acercaron a Edeitánla para hacerle un regalo. Envuelta en un manto de tela oscura se hallaba una pequeña muñeca del mismo material: cosida con hilos dorados para que su relleno de maleza seca no escapase de la forma infantil que aquel regalo tenía; un rostro de botones que dibujaban una sonrisa con una cabellera larga de estambre blanco y alas pintadas de azul recortadas de la corteza de un árbol.

Aunque era un regalo invernal poco costoso seguía siendo un gasto considerable para los pobres esposos, quizás notándose en sus expectantes rostros que su protegida notase que aquel sacrificio era una intención para demostrar el cariño que ellos estaban dispuestos a ofrecer si ella cambiaba su actitud y comenzaba a ser una hada que se portase correctamente en el hogar. Pero como contestación tan solo recibieron las amargas lágrimas de Edeitánla, quien en una respiración cortada solamente alcanzó a decir unas palabras imbuidas de emociones confundidas antes de salir corriendo de la casa en dirección al bosque:

— Cómo quisiese jamás haber recibido esta cosa tan preciosa. — dijo mientras sus pensamientos se hacían negros de la tristeza. — ¡¿Qué debo hacer ahora que la tengo entre mis manos sino aceptar en mi mente solitaria que es momento de olvidar a mis padres y la vida que tuve con ellos?! No quiero … ¡No quiero hacer algo como eso! ¡No estoy lista! ¡No tengo la fuerza para hacerlo!

Edeitánla pensó en lanzar con mucha violencia aquella muñeca para que se deshiciese al estrellarse contra el suelo, más sus sentimientos confundidos la obligaron a sostenerla entre sus brazos con fuerza mientras escapaba de casa rumbo al bosque, idénticamente a cómo había sujetado sus frazadas tantos días con la esperanza de que esta se volviese el cuerpo de su madre. Tan solo detuvo su apresurado marchar cuando se limpió sus lágrimas y comprobó que sus parientes ya no le alcanzarían aún si la esposa volaba para alcanzarla; decidió hacer aún más grande la distancia que les separaba, así abriendo sus pequeñas e infantiles alas para emprender hacia el interior del bosque en búsqueda de un refugio donde intentar sobrevivir el dolor que oprimía su consciencia.

Sobrevoló los árboles durante mucho tiempo hasta que se aseguró de que los esposos no fuesen sino distantes puntos apenas distinguibles en el extenso horizonte de la noche, apenas volando con suficiente habilidad para no estrellarse en las copas de estos y teniendo que concentrarse para ignorar todos los calambres en sus músculos por aletear a un ritmo tan acelerado. Mientras el helado viento secaba sus lágrimas al pegar contra su rostro notó que en la distancia se veía un enorme río cuyos cauces bifurcados partían en tres el resto del bosque, así pensando por alguna razón que si le cruzaba estaría a salvo de todo lo que estaba atormentándola.

Más sus pensamientos se hicieron todavía más borrosos a medida que se aproximaba a las aguas por culpa de tanto dolor que torturaba su consciencia a la par que el cuerpo, teniendo que hacer un esfuerzo imposible para que sus alas continuasen moviéndose a pesar de todos los espasmos machacando su espalda y debiendo sostener cada vez con más fuerza la muñeca porque esta parecía hacerse pesada como una montaña. Intentó comprender sin éxito por qué su regalo se hacía más difícil de cargar a medida que se internaba en el bosque, pero pronto tan solo fue capaz de razonar que no debía preocuparse de eso, ya que pronto se encontraría de nuevo con sus padres y aquella carga le sería retirada para siempre.

Cruzaron en su mente un terrible miedo que se escondía en un orgullo aún más horrendo que le impidió soltar aquella muñeca tan pesada como un árbol sino hasta el momento en que sus su mirada se ennegreció y su cuerpo cayó en picada contra las heladas aguas del río. Edeitánla supo con mucho dolor, un instante antes de que sus alas se quebrasen para siempre junto con el resto de su cuerpo con suma violencia en las heladas aguas, que nadie excepto ella podía ser culpable de que otros jamás conociesen sus lágrimas secretas; todas esas burlas, desprecios y arrogancias nunca fueron sino una gritos inmaduros de una consciencia solitaria que siempre soñó con tener de vuelta a sus padres regresar a ser feliz, y la pena con la que aquejó a los hadas que con tanto cariño le acogieron fue aquella cosa que acabó por destrozarle la cabeza. Entre la dicha y el llanto, sostuvo con esperanza la idea de que entre sus brazos volvería a estar muy pronto.

No fue sino hasta que sus parientes llegaron a la orillas mucho tiempo después tras haber quedado sin aliento por todo el trayecto que recorrieron tanto a pie como volando que algo se elevó en las aguas del río. El cuerpo de la hada había desaparecido y en cambio emergieron como un burbujeo centenares de polillas blancas que se elevaron por los cielos tras acariciar con vergüenza a los esposas para desparecer en el firmamento, y poco tiempo después flotó hacia ellos los restos destruidos de algo que parecía una muñeca. Ahora ellos lloraban, porque vieron que aunque la tela estaba hecha trizas, junto con el relleno empapado formaron una barcaza sobre la que navegó una estatuilla de plata, la representación de una hada joven cuyas extensas alas estaban incrustadas de joyas azules y que portaba en su rostro una expresión de esperanzada resignación. Poseía un rubor extraño en los detalles del rostro que intentaba comunicar arrepentimiento, así como también lágrimas que corrían por sus mejillas tanto suplicando un perdón como alegría. Quizás se tratase de un sentimiento incomprensible; pensamiento secreto que nadie conocería, haciendo a la muñeca tan enigmática como preciosa y causando que por muchísimos años aquella expresión fuese imposible de descifrar.

Miqdos (Salud)

Pero antes de que terminemos esta canción se necesita entonar una última vez con nuestras voces inspiradas la valentía de Imeistenlâ Daqanlu y contar cómo fue su última batalla antes de poder descansar en su querido hogar tras haberlo abandonado diez años atrás para cumplir las siete promesas que hizo a su padre, Senramísa Qaunêa:

La vengativa mala suerte quiso hacerse una vez más con el alma del héroe que con valentía triunfó por encima de los señores dorados del norte en la batalla de Aunântaba, y cuando regresó a la hermosa aldea que lo había visto nacer tras separarse de la escolta florida del cortesano Mâesid, observó con una terrible cólera que aquel lugar nombrado Fonustaqélo cayó víctima de una terrible maldición. Callado como si la muerte se hubiese apoderado de todos sus habitantes, y sin que ninguna luz irrumpiese el manto nocturno que acaecía encima del sitio, parecía ser que encima del hermoso puente de piedras blancas que atravesaba el río Enmasuróni y conectaba con el poblado, yacía una colina de cuerpos.

Temiendo que un espectro maligno que se refugiase en las luces del día para escapar del castigo de la luna hubiese dado muerte a todos los habitantes de Fonustaqélo, Imeistenlâ Daqanlu soltó las cosas que cargaba a sus espaldas, y armado tan solo con la lanza que Sâbaqéias, cuya armadura plateada relucía más que nunca bajo el amparo del astro protector y contrastaba las hermosas sedas de intenso carmesí y zafiro posadas encima de esta, ofreció como regalo, corrió desesperado hacia aquella horrible visión para saber más al respecto.

Conforme se acercó a la terrible colina para conocer si aquel destino tan funesto había alcanzado tanto a su hermano Piesastíri Eníme como a su madre Epaínla Sifâqa, terminó sabiendo aliviado que ninguna de las hadas que se encontró estaban lastimadas o muertas, sino que parecían haber caído dormidas por el accionar de un hechizo aberrante. No importaba qué tanto les moviese para despertarlas, ninguna respondió y al poco tiempo sus cuerpos se hicieron tan pesados como el mismo firmamento, así que terminó por dejarlos ahí en la expectativa de averiguar quién había sido el cruel espectro que provocó aquella maldición fúnebre.

Imeistenlâ Daqanlu miró a su alrededor mientras blandía su lanza plateada a la espera de que el responsable hiciese su aparición para castigarle en nombre de todas las hadas de Fonustaqélo. Pero tan solo le respondieron varios minutos de silencio de ultratumba acompañado por el helado viento que se arrastraba por las aguas del río Enmasuróni, y esta negativa de luchar contra él fue lo que más hizo rabiar a Imeistenlâ Daqanlu; improperios contra el malhechor se habrían oído como ecos que clamaban venganza si hubiese alguien más para escucharlos, así como también promesas de perseguirle hasta el final del mundo, aún si ello suponía posponer su merecido descanso tras haber guerreado en el norte durante diez años.

Todas estas palabras llenas con la noble valentía de Imeistenlâ Daqanlu terminaron despertando a las espantosas bestias que habían lanzado aquel embrujo contra la bella aldea, y así emergieron del subsuelo en una violenta sacudida tres aberrantes palomas que por unos instantes volaron sin gracia por los cielos mientras graznaban chillidos que helarían la sangre a cualquiera que los escuchase; más el valiente hada que soporto cien embistes del alce Unbenteráq hasta hacerle su montura se mantuvo firme ante estos alaridos horribles, y mantuvo en alto su arma incluso cuando las palomas se posaron junto a él.

Blancas como la espuma de quienes sufren violentas convulsiones, portando alas espantosas en las que ocultaban unas patas tan rosadas como la carne quemada de un herido, así como también garras afiladas tan negras como los malignos huecos que tenían por ojos, alcanzaban casi medio metro de altura y miraron con sardonia al hada durante unos segundos a pesar de que este era bastante más grande que ellas. Habló entonces la paloma de en medio con su perturbadora voz que poco se diferenciaba de molestos graznidos:

— ¿Acaso eres tú quien se atrevió a lanzar improperios contra nosotros? ¡Pues entonces debes mostrar más respeto ante los reyes de esta aldea! Gracias a tus insultos deberías recibir la muerte en este instante — anunció con una sonrisa que quebró su pico al hacerla. — Pero como nosotros somos gobernantes benevolentes, hemos decidido que es justo hacerte pasar por un juicio de tres desafíos para decidir si tu destino es vivir en exilio o morir como un miserable.

— ¡Sucias criaturas que se ocultan en las luces del día! — contestó Imeistenlâ Daqanlu tras apuntar al corazón de la temible bestia voladora. — ¡Liberen de la maldición a todos los pobladores de esta aldea si no desean que con un certero golpe acabe sus asquerosas vidas!

— Guerreros como tú son más que capaces de asesinarme en un rápido ataque. — dijo la paloma fingiendo sorpresa. — Pero jamás podrían ser tan rápidos como para atestar otros dos golpes que nos eliminen con prontitud, y cuando escapen los otros dos magníficos reyes de tu alcance, quizás decidan que lo más justo sea que el resto de los habitantes también superen los mismos desafíos que tú debes completar. — añadió mientras las otras se reían con detestables carcajadas. — ¿Acaso piensas que sumidos en un profundo sueño podrán completarlos sin perder la vida? ¡Entiende que tienes que atener a nuestra voluntad si quieres salvar a estas hadas! ¡Idiota!

— Acepto superar todos los desafíos que me lancen si amenazan con semejante truco tan traicionero, pero si demuestran su cobardía otra y me engañan; de tocar un solo cuerno o ala a un hada de esta aldea, no importa qué tan lejos vuelen para escapar de mi ira, les daré caza hasta matarlas. — respondió Imeistenlâ Daqanlu bajando su lanza pero sin relajar ni un solo músculo en su cuerpo. — ¡¿Cuáles son esos desafíos?!

— Tus palabras tienen la misma cantidad de sabiduría que arrogancia, ¡que así sea entonces! — contestó la complacida paloma volando próxima al rostro del héroe de Inolain para molestarle con su hedor de carroña putrefacta. — ¡Precisamente este primer desafío será el que humille por completo tu infundado narcicismo!  ¡Es un desafío de fuerza, así que usa toda la que dispongas para vencerme!

Imeistenlâ Daqanlu soltó una risa al escuchar semejantes palabras y meditó con alegría en el absurdo que suponía una paloma intentando hacerle frente en un combate, por extrañamente obesa y enorme que fuese, asumiendo que tomarla entre sus manos y aplastarla sería incluso más fácil que derribarla con su lanza. Pero cuando se acercó al animal para hacer este deseo una realidad, aquella ave tan traicionera echó a volar rápido hacia el firmamento mientras se envolvía de humo que pronto se despejó para dejar ver que se había transformado en un oso blanco, quien terminó cayendo al suelo sin lastimarse e incluso haciendo temblar el puente donde se encontraba el sorprendido lancero de Dunquentoisía.

Aquella bestia era tan grande como el más alto de todos los árboles que hubiesen existido alguna vez en los bosques sureños, mientras que sus fauces repletas con amarillentos dientes podían escupir una saliva tan corrosiva que sin dificultad era capaz de deshacer piedras colosales, y las monstruosas garras que tenía eran podían reducir a trizas un hogar con tan solo un zarpazo. Con un bestial alarido que demostró su intención de asesinar a Imeistenlâ Daqanlu, se abalanzó contra este haciendo uso de todo su peso para asestarle un solo golpe mortífero, y el legendario campeón del sur tuvo que esforzarse para esquivar rápido cada uno de sus ataques.

Muchas veces aprovechó que el oso no tenía manera de cubrir sus costados al quedar de espaldas a él tras intentar golpearle, y repetidas veces clavó con fuerza su lanza en la carne de este monstruo, pero apenas consiguió herirlo porque esta era casi tan tenaz como el hierro; un pequeño gruñido de incomodidad es lo único que provocó en el oso junto con una determinación asesina más intensa, así obligando al héroe a centrarse solamente en defender su vida antes que terminar con la de su rival.

Pero tras esquivar durante bastante tiempo mientras pensaba cómo le derrotaría, Imeistenlâ Daqanlu razonó en acertar su lanza en otra parte de la bestia, y en un audaz movimiento engañó al oso para que este creyese que él se movería hacia su izquierda para alejarse de sus garras; en cambio se mantuvo de pie el tiempo suficiente para que la bestia se abalanzase hacia donde pensó que el valiente hada se movería, permitiéndole a este desde un costado clavarle su arma en ambos ojos del animal.

La sangre corrió por el rostro encolerizado de la bestia mientras esta se levantó golpeando al aire en búsqueda de venganza contra el enemigo que ya no podía ver, siendo cada uno de sus intentos esquivados con facilidad por Imeistenlâ Daqanlu. Este hada, quien casi le ganó en combate a la poderosa Sâbaqéias, esperó mientras recuperaba el aliento a que el oso acabase tambaleando junto al borde del puente, y en cuanto se acercó lo suficiente como para caer por dar un mal paso, Imeistenlâ Daqanlu corrió a toda prisa para hacerle perder el equilibrio con una fuerte cornada en la espalda. Aunque el oso no cayó por el puente, sí quedó de espaldas contra el borde, y así el vencedor de Jannemlopol pudo montarse en su espalda para golpearle con su lanza en las vértebras más pequeñas en su cuello hasta cercenarle la cabeza.

Rápido se acercaron volando las otras dos palomas para llorar sobre el cuerpo de su compañero tan querido, siendo el ave que derramó más lágrimas repletas con sales abrasivas a la par que cantos horribles llenos de pesar quien tomó la palabra tras tallarse con su plumaje los oscurísimos ojos que tenía. Ambas palomas tenían la mente llena de odio hacia aquella hada tan magnífica, pero fue aquella que se dirigió a Imeistenlâ Daqanlu quien más rabia asesina escupió al pronunciarse al respecto de su triunfo sobre el primer desafío.

— ¡Maldita sea la suerte que ha decidido hacerte un favor esta noche! ¡Recuerda que fue una fortuna quien te impidió recibir la muerte que tanto mereces! Pero que así sean las cosas… — dijo para hacer una pausa que usó para beber de la sangre del sangrante cuello de su compañero como si de un bebedero se tratase. — Somos honestos en nuestras promesas, y es mi deber encomendarte el segundo desafío; ¡Un desafío de inteligencia!

Terminó de hablar dando otro largo sorbo a la sangre que sin control manaba del oso para después escupirla sobre sus plumas en un asqueroso ritual que hizo a Imeistenlâ Daqanlu retroceder lo suficiente para no yacer tan cerca de aquella escena. Un poderoso fuego consumió el cuerpo de la paloma en un instante y de este apareció un enorme gato que llegaba en altura al pecho de Imeistenlâ Daqanlu; con la piel sin pizca alguna de pelaje tan roja como la sangre, ojos más verdes que el fango de los pantanos más putrefactos y colmillos azulados con la misma forma de una daga asesina. Este monstruo se acercó entonces al hada que derrotó en un día al Fonqâsapéli para atormentarle con su mera presencia y pronto volvió a hablar con la misma voz de ave: 

— Comprende que ahora tienes que responder con la verdad mis tres enigmas en un solo intento, ya que si fallas en uno me haré tan poderoso y grande que podré aplastar a esta aldea miserable junto con todos sus habitantes. — amenazó con una risa compuesta de horribles maullidos y pitidos. — ¡Podrás intentar detenerme si quieres! ¡No impedirás que reduzca todo a escombros, así que será mejor que aciertes a lo que pregunte!

— ¡Tus amenazas están vacías, asqueroso gato! — contestó Imeistenlâ Daqanlu en abierta burla contra el animal que tenía de frente. — Ya he demostrado poder vencer bestias todavía más peligrosas, pero decido aceptar este desafío también.

— ¡Eres tú quien terminará vacío cuando beba toda tu sangre! — respondió a su vez el gato carmesí enfurecido hasta el punto en que los vacíos folículos en su espalda danzaron un segundo como si hubiese pelos qué pudiesen erizarse. — ¡Así sea! Dime cuál es mi nombre: en todas partes me encuentro y con mi presencia contamino con fealdad este mundo; de mirarme un empañado reflejo de mentiras verás en mí, así como también lo más horrendo de este mundo apreciarás si al cielo de noche me apuntas.

Imeistenlâ Daqanlu primero asumió que el repulsivo animal estaba hablando acerca de una cosa relacionada estrechamente con este y todas las malignas criaturas del día con quienes compartía algún parentesco, así comenzando a barajar algunas posibilidades sin tener algo muy claro los primeros segundos. Sin embargo, pronto cayó en cuenta de que aquel gato era de naturaleza aberrante; todo lo que pensase como noble o bello era opuesto a la realidad, y si éste llamaba a una cosa como horrenda, entonces debía ser todo lo contrario. Incluso si el animal se burló de él por no haber dado con la respuesta pronto, aquel guerrero quien peleó en Qajdesas Pulêbas pensó unos minutos antes de estar seguro de la respuesta; entonces habló con confianza:

— ¿En todas partes está y si apuntas con ello al firmamento verás algo horrendo? Tu nombre no puede ser otro más que el de la plata, aún si lo portas sin derecho alguno por manchar con calumnias el nombre del metal más precioso en este mundo.

Aquel gato no tuvo más remedio que guardarse sus insultos sarcásticos cuando sintió que su orgullo había sido lastimado severamente, inclusive perdiendo en aquel momento mucha caspa mientras los nervios invadían su maligno corazón, más guardó la compostura pronto e increpó una vez más a Imeistenlâ Daqanlu haciendo su mejor esfuerzo por ocultar su preocupación en cada palabra que salió de su fétido hocico:

— ¡Una vez más tienes que saber cómo me llamo ahora: como soy extraño en estas tierras soy codiciado por todo mundo, y quienes me tienen entre manos saben que toda enfermedad puedo curar o hasta las peores emociones sé sanar, son tantas las formas que tomo que desde el niño hasta el anciano desean tenerme!

— ¡Gato estúpido! — gritó con alegría un tanto cínica el hijo de Senramísa Qaunêa — ¿Acaso quieres engañarme con esas palabras que significan todo lo contrario a lo que se escuchan? ¿Toda enfermedad cura? ¡Por el contrario! Tú ahora te llamas hierro, y eres un veneno que asesina todo cuanto toca.

La sagacidad de Imeistenlâ Daqanlu al contestar con velocidad aterró de sobremanera al gato, haciéndole perder de inmediato casi todos sus dientes para ahora lucir como una grotesca oruga sangrante que lucía incapaz de defenderse a sí mismo, y el animal fue quien en esa ocasión se tomó un tiempo para pensar en qué decir a continuación. Excusándose de que concedía al hada que enamoró a la princesa de Qêinisaf un descanso para que preparase su corazón con la idea de su inevitable muerte, caminó por el puente desesperadamente buscando un enigma que ni sus compañeros pudiesen acertar al primer intento, y cuando pensó en uno que hasta él dudaría al responder, regresó pronto con Imeistenlâ Daqanlu sonriendo de nervios.

— He aquí un enigma que pondrá final a tu miserable vida, ¿acaso escuchaste mi recomendación de prepararte para morir en los siguientes minutos? — dijo notándose tanto su odio severo contra Imeistenlâ Daqanlu como el miedo que nacía en sus pútridas vísceras. — ¡Nómbrame! Un mundo perfecto arruiné con imprudencia milenios atrás y la mancha de mi pecado todavía persiste en cada cosa que puede verse; soy pues la desgracia más grande que acaeció y llamar mi nombre siempre trae desgracia a los bellos, majestuosos y débiles que repudian su símbolo en el firmamento.

Las palabras confundieron inicialmente al fundador de la majestuosa Arasinéfe, pues aunque se le ocurrió con prontitud una respuesta para aquel enigma, le pareció imposible que aquel gato desgraciado se hubiese atrevido a pronunciar semejantes palabras con la intención que él creyó inicialmente. Desechó la idea por mera repulsión, pero rápidamente se dio cuenta que aquel animal deleznable que le miraba con nervios sí había dicho eso; encolerizado, su sangre se tornó tan ardiente como las llamas de una hoguera, tomando en un pronto movimiento al gato del cuello. Antes de que este pudiese protestar y justificar cualquier artimaña, Imeistenlâ Daqanlu habló con rabia:

— ¡Gato desgraciado, imbécil y atrevido! ¡¿Te atreves a usar como nombre el de nuestra amada Señora Sêlemas para hablar calumnias sobre ella?! — dijo mientras apretaba su cuello con fuerza. — ¿Es que acaso crees que este es un mundo imperfecto por declarar la guerra a tu maldad? ¡Pues bien, ahora que contesté tus enigmas, soy más que libre de ahorrarte lo que tú has de considerar un castigo!

Imeistenlâ Daqanlu sujetó uno de los pocos colmillos que le quedaban al animal para desprenderlo con un solo movimiento, complementándolo al instante tras enterrarlo en el pecho esquelético de este, quien gritó a pesar de estar siendo sujetado de la garganta. Pero el gran héroe le golpeó con tanta habilidad que no le mató, sino que tan solo le hirió de gravedad y tras unos segundos soltó al gato mientras le advertía jamás regresar a la aldea o siquiera tener el atrevimiento de salir cuando la luna se encontrase en los cielos; debilitado más por su vergüenza que por la herida, el gato aceptó sin objetarse y huyó tan rápido como su herida se lo permitía hasta perderse en la distancia del cercano bosque, así nunca volviéndose a saber de este.

La última paloma se acercó con pereza a Imeistenlâ Daqanlu cuando por las heladas ventiscas de la noche aún circulaban los distantes lamentos de su compañero a medida que este se internaba en las profundidades del horizonte, y sin prestar mucho atención a la situación habló con una voz indiferente cuyo acento era el cinismo ante las proezas que el hermano de Piesastíri Eníme acababa de llevar a cabo:

— Si acaso destacaste como una criatura de fortaleza e intelecto en los desafíos anteriores, es momento que tu muerte llegue por tu falta de espíritu. — habló antes de posarse sobre el borde del puente para luego lanzarse de este mientras le caía una relámpago violeta, emergiendo unos segundos después como un halcón dorado pero quemado de proporciones semejantes a las de un lagarto enorme, teniendo alas de metal filosas como una espada pero bastante oxidadas. — ¡Este último desafío consiste en que sueltes todas tus armas para que con tu espíritu solamente derribes de mi grandioso pico este grano de qalfuis! ¡Intenta tantas veces como desees, porque al final te darás por vencido y finalmente tu cabeza reclamaré como recompensa por mi benevolencia!

El halcón hurgó entre sus sucias plumas deformes hasta que de estas consiguió el pequeñísimo grano que con la punta de su pico alzó en lo alto como si de un tesoro que admirar se tratase. Imeistenlâ Daqanlu apenas pudo verlo gracias a que la hermosa luna ahora brillaba encima de él tras haber pasado suficiente tiempo desde su llegada a la aldea. Pero mientras obedecía al ave y soltaba tanto su lanza plateada como pequeña espada de oro que Jononóqa el herrero le había regalado, intentó averiguar cómo cumplir el desafío; una vez descartó abalanzarse contra el animal o usar una piedra que se hubiese desprendido del puente, decidió hacer caso a las instrucciones y pensó en cómo usar su espíritu para vencerlo.

Fue entonces que la luz de la luna encima de Imeistenlâ Daqanlu se hizo más intenso que nunca, así incluso impidiendo al halcón burlarse del maravilloso guerrero justo cuando ya había pensado en todas las frases que usaría para molestarle con su sarcástica voz de pajarraco. Entonces, Imeistenlâ Daqanlu comprendió la señal que todos tanto emperatriz lunar como sus cortesanos habían mandado; ahora él hurgando en su pecho, sacó con mucho cuidado el collar de espejo que su madre regaló demasiado tiempo atrás, y primero diciendo un rezo entre dientes, lo apunto hacia los ojos del ave de tal manera que la sagrada luz de la luna que rebotó en este le dejó ciego al instante.

Tanto dolor sintió el abominable halcón que sin pensarlo soltó tanto el grano como un desgarrador alarido mientras aleteaba sus pesadas plumas buscando aplastar con ellas a Imeistenlâ Daqanlu, el cual se había apartado rápidamente para impedirlo. Con un movimiento recuperó sus armas a la vez que se aproximó a los expuestos costados del ave, y en un acto todavía más veloz clavó su lanza en el hígado del horrible animal; mucho más gritó sin articular palabra alguna, y confundido por el dolor acabó por caer del puente hacia el río, donde su enorme plumaje le impidió levantarse para no ahogarse, así llevándose las aguas el cuerpo del último tirano que había maldecido a la aldea del gran Imeistenlâ Daqanlu.

Todos los habitantes de Fonustaqélo despertaron cuando el monstruo desapareció en el horizonte, y confundidos bajaron de la pila en donde se hallaban; algunos casi se ahogaron mientras que otros permanecieron adoloridos por semanas por hallarse aplastados por sus vecinos, más todos regresaron a la normalidad sanos y salvos. Tanto su madre Epaínla Sifâqa como su hermano Piesastíri Eníme pronto emergieron de entre la pila de hadas y de inmediato reconocieron al héroe que tantos años atrás había partido de la aldea, recibiéndolo entre lágrimas e incluso abrazos, así prometiéndose hablar tantas noches seguidas fuese necesarias para que los tres supiesen de las historias que los otros vivieron mientras las siete promesas que Imeistenlâ Daqanlu había hecho a su padre Senramísa Qaunêa les mantuvieron separados. Por mientras, el resto de los habitantes ya planeaba dos banquetes en honor al legendario campeón: uno por su retorno, y el otro por haberles salvado de aquellas palomas.

Así termina entonces esta canción que con valentía hemos entonado al unísono para honrar la gallardía de Imeistenlâ Daqanlu. Esta fue su última batalla, y tras ella finalmente pudo descansar en su hogar tras haberlo abandonado diez años atrás: ¡Héroe de guerras! ¡Campeón de batallas! ¡Amigo de guardianas y cortesanos! ¡Que tu nombre sea cantado hasta el final de los tiempos!

Ugualjam (Ríos)

En una esquina poco concurrida dentro de las calles más apartadas de una ciudad se hallaba el maravilloso espectáculo de una malabarista huérfana que todas las noches, sin importar con cuánta intensidad golpease una tormenta o congelasen los vientos del sur, hacía bailar a sus cuchillos mientras ella también danzaba; haciéndolos volar por los aires con el suave aleteo de sus alas o deslizándolos por las manos de modo que recorriesen cada parte de ella sin punzarla o terminar en el suelo. Habiendo sido nombrada como Aisibes por los transeúntes, su baile duraba lo que necesitase para recolectar una limosna que consiguiese una comida pata disfrutar en la tranquilidad de la noche siguiente.

Aunque los transeúntes que miraban su espectáculo cada noche eran incapaces de negar la belleza en sus movimientos tan ligeros e incluso desafiantes hacia la misma muerte, especialmente en aquellas ocasiones donde Aisibes detenía con sus dientes una miríada de cuchillos cayendo a su garganta, nunca donaban las pocas monedas que tenían en sus bolsillos como muestra de admiración. Más bien lo hacían por lástima e incluso algunos con un extraño morbo ante lo que caracterizaba a la hada malabarista incluso más que sus proezas: uno de sus ojos era tan gris como la ceniza del incienso de qubariárne y por la superficie de este cruzaban muchas grietas que le hacían ver como un trozo roto de cristal sucio, haciéndola una hada merecedora de misericordia condescendiente o incluso burlas crueles.

Nadie era más cruel contra Aisibes que las cuatro sacerdotisas más bellas e importantes de la ciudad, quienes en ocasiones visitaban las calles donde se presentaba la hada porque les quedaban de camino a los muchos encargos que tenían hasta en los sitios más apartados de la urbe. En muchas ocasiones escuchó la hada los distantes abucheos e insultos de la sacerdotisas cuando estas se cruzaban con ella, y aunque Aisibes contestaba con fiereza hasta demostrar un vocabulario bastante más mortífero que el de aquellas hadas, siempre terminaba llena de coraje al ver que estas tan solo continuaban riéndose de ella para luego marcharse en compañía de gran parte de los transeúntes.

— ¡Estás llenando de suciedad las calles con tu apariencia, querida vagabunda! ¡Sería más conveniente para todo mundo que en vez de hacer un espectáculo tan inquietante, mejor te dedicases a un trabajo más acorde a tu presencia! — gritó en una ocasión Dojunéna, quien era la sacerdotisa que mandaba por encima de las otras.

— ¡Ahora se habla honestamente! — añadió la sacerdotisa que siempre estaba de acuerdo con lo que esta decía y recibía el nombre de  Usqobâna. — ¡Hay muchas casas para ancianos, orfanatos e incluso templos donde tu ayuda como barrendera sería agradecida de sobremanera!

— ¡Tan solo procura ocultar bien tu rostro cuando lo hagas; sobre todo ese ojo roto que tienes, para no ser tan indecente como ahora que lo expones ante la vista de todo mundo! — complementó Mansilbân, la sacerdotisa que nunca perdía una oportunidad de reírse de otros, haciéndolo también al terminar de hablar.

— ¡Ustedes son una banda de cerdas matonas que no tienen nada que hacer sino es hablar mentiras o balbucear como yeguas sin dueño alguno, y no me sorprendería que tuviesen la cabeza llena de maldad como viles gatas! — respondió encolerizada Aisibes mientras resistía el impulso vergonzoso de cubrirse su ojo cristalino con las manos. — ¡Deberían sentirse avergonzadas de ser tan crueles e idiotas mientras portan esas bellas túnicas azules!

— ¡Por esa razón te hablamos así, queridísima vagabunda! — contestó Eimanósqa, la sacerdotisa con la lengua más incisiva antes de marcharse con el resto. — ¡Meramente representamos a nuestra amada Señora Sêlemas y su corte plateada! ¿Qué crees que ellos opinan de tu existencia si nosotras hablamos de tu ser de esta manera?

La hada malabarista soportó durante muchísimos meses tener que escuchar insultos tan crueles sin poder solucionarlo de otra manera además de responderles con suma rabia vulgar ante la vergüenza que aquellas palabras instaban en su cabeza, en muchas ocasiones teniendo que contenerse para no abalanzarse sobre ellas o hacerles algo todavía más violento por miedo a la terrible condena que caería sobre ella por siquiera tocarle un cabello a quienes efectivamente hablaban en nombre de la emperatriz de la luna y sus cortesanos. Profundamente lamentaba aquellas noches en que las sacerdotisas pasaban, incluso resignándose a casi nunca conseguir suficiente limosna para comer bien durante un tiempo cada que estas se llevaban de su vista a los curiosos que miraban su espectáculo con algo de sorna cruel.

Pero una noche ocurrió que mientras Aisibes regresaba a la casucha donde podía parar a descansar unas horas junto con otros hadas que también debían hacer espectáculos en la calle para ganarse la comida, contempló sorprendida las distantes luces moradas que danzaban en el horizonte como celebración por el inicio de la enirásga; mucho más preciosas de lo que jamás habían sido en toda su vida y tan cautivadoras que de inmediato olvidó el hambre en sus vísceras o incluso el adormecimiento de sus músculos para rápidamente correr hacia la plaza, maravillándose enormemente ante el aparente resplandor sobrenatural en los brillos e inclusive el eco que causaban de alguna manera en el aire y pensó con sorpresa acerca del interés que tras muchos años de indiferencia ahora le provocaba la festividad.

La hada malabarista observó asombrada lo preciosas que se veían los hogares por los que pasaba a medida que lucían cada vez más ornamentadas con hermosas veladoras con alegres escenas campestres pintadas con esperanza de hacer venir para sus dueños una bonanza en la primavera que se avecinaba, una visión que demasiado contrastaba con la sobria costumbre de apenas colocar una vela blanca fuera de la ventana en las regiones de la urbe que Aisibes habitaba. También se sorprendió con felicidad tras mirar las pavimentadas calles decoradas con pequeñas hogueras a las que adolescentes en compañía de sus ciervos se acercaban buscando un pequeño descanso; mirando otras hadas pasar junto a ella o volar por encima de su cabeza, quizás lo que más disfrutó fue saber que apenas unas cuantas notaron el imperfecto detalle en su rostro, y se decidió no permitir que eso arruinase la experiencia que iba a vivir.

Aisibes terminó completamente fascinada cuando presenció aquellas hermosas decoraciones plateadas en las que se inscribían montones de símbolos necesarios para el retorno de la vida al mundo, gloriosos fuegos morados que nacían de enormes cálices dorados para alumbrar hasta los recovecos más apartados del sitio con las llamas de la fertilidad, e inclusive monumentales fuentes de piedra de las que nacían cristalinos manantiales; una amargura iracunda experimento por lo tanto cuando miró que las hadas quienes danzaban al compás de resonantes músicas, golpeteos emocionados de cuernos y aleteos emocionados eran aquellas cuatro sacerdotisas que tantas veces atormentaban a la bailarina, inclusive poco antes durante aquella misma noche. 

Las sacerdotisas se encontraban realizando una coreografía sagrada que peticionaba las lluvias que todo mundo imploraba a los gobernadores de la luna para no caer presos de la cruenta hambruna durante el año, e incluso Aisibes hubo de reconocer con mucha reticencia que su baile no podía ser menos que excelso; movimientos que imitaban perfectamente cada nota de la música y pasos en donde cada sección de su cuerpo se sincronizaba con las plegarias cantadas, una escena hermosa de ver incluso sabiendo la malicia que residía en las cabezas de aquellas hadas, y que inspiró algo de envidia en la malabarista. Ella no sabía qué pasos dar, más con verlos supo qué espíritu tenía que tomar para hacerlo inclusive mejor que aquellas hadas, así aprovechando cuando nadie se atrevió a danzar como las sacerdotisas en cuanto terminaron e invitaron a quien lo desease al centro para dar un paso al frente.

Las hadas que se sorprendieron con una cruel vergüenza al mirar a la malabarista que tanto despreciaban pasar al frente mientras los espectadores hacían silencio ante la expectativa que suponía la presencia de aquella desconocida, aceptando con un resentimiento asesino que carecían del poder para que sus palabras de protesta evitasen que Aisibes danzase tan pronto como la música se reanudase y tan solo pudiendo presenciar a tal hada tuerta opacarlas con sus movimientos; tan rápido como los tambores reiniciaron su retumbar cavernario, los buâsánja imitaron el cantar de aves nocturnas y todos los aqonâin dieron su sagrado canto, también inició su danza la hada malabarista.

Cada aleteo que hicieron sus minúsculas alas se halló complementado en sincronía devota con los deslices de sus pequeñas manos, así partiendo en miles de piezas los vientos cálidos que le rodeaban para mecerlos con los hombros hasta que terminasen como ciclones en su negra cabellera, y constantemente demostrando que sus pies eran más veloces que la misma música que los forzaban a hacer tanto desplantes alrededor de la plaza como inclusive giros a velocidades imposibles; llegando un momento en que el suelo no fue suficiente para el espíritu que le había poseído, por ende empezó a danzar en honor a la primavera con saltos en los que levitó unos segundos gracias a los soplidos de sus alas para rápido caer con suprema gracia sobre sus talones inclinados una cuantas veces antes de que la música terminase con ella agradeciendo a su audiencia inclinando la cabeza hacia atrás mientras sus manos hacían de cuernos.

La hada malabarista fue quien recibió las aclamaciones más espectaculares de la audiencia durante aquella noche, desbordándose tanta alegría por parte de hadas quienes apenas comprendieron llenos de felicidad que acababan de presenciar un hermoso milagro que pocas veces se veía en la vida. Fueron estos mismos ruidos llenos con algarabía que duraron minutos enteros incluso habiéndose ido Aisibes de la plaza los que llenaron su corazón de orgullo, apenas pudiendo controlar su emoción e incapaz de borrar su sonrisa del rostro, tan solo lamentándose no haber incluido en sus movimientos todos los cuchillos que transportaba debajo de su vestido y tener que ocultar con su cabello el ojo cristalino en su cara; secreto que tan solo las sacerdotisas desgraciadas conocían perfectamente, pero que incluso si ella no lo había notado, ahora el impresionado príncipe de la ciudad había notado por ser el más atento en toda la audiencia.

Caminó lentamente por la misma senda que había tomado antes sin hacer a un lado todas las cosas bellas que había visto anteriormente pero que igual continuaban llenando de vida su tuerta mirada, apenas notando cómo aquellas calles se encontraban más vacías e inclusive ignorando cuando otras hadas comenzaron sus propios bailes detrás suya. Aisibes únicamente pensaba en que no debía apurar el pasos demasiado o su cuerpo terminaría muy cansado como para dar un espectáculo decente la noche siguiente, aunque no le importaría tanto luego de imprimirse en la memoria la mirada furibunda de aquellas sacerdotisas, y estos pensamientos fueron los que impidieron que reaccionase pronto cuando escuchó el fuerte aleteo de cuatro hadas horribles detrás suyo.

Pronto se miró en la necesidad de apartarse con las pocas fuerzas que sobrevivieron en su cuerpo tras ser embestida con una sórdida patada en la espalda que una traidora Dojunéna le propició luego de descender sobre ella a gran velocidad, impidiendo de esta manera que Usqobâna pisase su cabeza con gran crueldad una vez terminó herida e inmovilizada en el abrasivo suelo durante unos cuantos segundos. Unos instantes después descendieron junto a ella tanto Mansilbân como Eimanósqa, quienes no musitaron palabra alguna pero se hicieron presentes con la intención de rematar a la hada malabarista a punta de golpes en el pecho, demostrando que las cuatro sacerdotisas se hallaban en una misión para obtener revancha contra aquella tuerta que osó superarlas e incluso opacarlas en las danzas más importante de su profesión.

Muchas patadas repletas con una ira celosa impactaron con fuerza contra el pecho de Aisibes sin que ella pudiese defenderse a causa de la confusión que el intenso dolor y la tos le provocaban, más al sentir su vida deslizarse con velocidad de su cabeza sin que pudiese hacer nada al respecto, una fuerza emocionante tomó control de ella unos segundos antes de recibir un golpe mortal. Se escuchó un desgarrador alarido cuando la hada malabarista se lanzó hacia uno de sus costados para escapar de las agresoras, al instante sintiendo cómo todos sus fibras ardieron de irradiante dolor, pronto aprovechando la oportunidad para rasgar las piernas de Eimanósqa con un cuchillo de los muchos que guardaba bajo sus prendas. Las sacerdotisas no se abalanzaron contra ella incluso al ver que Aisibes se levantó para escapar pronto en dirección a la plaza, en sus manos ahora teniendo dos cuchillos con los qué defenderse, temiendo sus claras proezas con estos y teniendo en mayor consideración ayudar a su compañera herida.

Pero al contemplar que la malabarista estaba bastante más herida e incapacitada que cualquiera de ellas, temblándole las manos por el esfuerzo que suponía para ella no colapsar sobre el piso ante cada paso que daba para retroceder de sus agresoras y debiendo respirar con cuidado para que sus vísceras no reventasen, despertó una cruel oportunidad para las sacerdotisas. Sin atreverse a volar con rapidez para embestirla de nuevo, apenas sobrevolaron unos cuantos metros encima de ella para intimidarla, y Aisibes no pudo sino prepararse para otro enfrentamiento como respuesta; agarrando con firmeza sus cuchillos y apresurando el paso tanto como le fue posible a sus mente.

— ¡¿Cómo puedes ser tan desgraciada como para atacarnos cruelmente?! — escupió Dojunéna llena de rabia en sus palabras mientras embromaba a la hada malabarista al volar a pocos metros de cabeza. — ¡Eres la más grande enemiga de nuestros señores por atentar contra sus representantes y por ende mereces el peor de los castigos!

— Deberíamos responder al daño que nos causaste con una amonestación miles de veces peor. — añadió con nervios coléricos Eimanósqa mientras cuidaba que su extremidad no perdiese mucha sangre. — Asumiste que tenías el valor suficiente para presentarse ante la ciudad con un baile tan… ¡Te atreviste a empuñar una daga contra mí, asesina!

— Ustedes no son nada para nuestra amada señora… — contestó Aisibes sin terminar la frase ante la falta de aliento. — ¡Ustedes son las asesinas! Son hadas que abrasan como los rayos de un cruento amanecer y destrozan cuales aguas oceánicas… ¡Todos mundo sabrá que eso son verdaderamente!

— ¿Acaso crees que la gente va a creerle a una tuerta? — respondió pronto Mansilbân con un acento hiriente en aquella palabra. — ¡No van a hacerlo, idiota!

— ¡No lo harán! Pero incluso si fuesen a escuchar a un monstruo como tú, malabarista ciega, ¡estarás muerta antes de pisar la plaza! — concluyó Usqobâna.

Aisibes notó los aleteos de aquellas sacerdotisas haciéndose cada vez más veloces a medida que aquellas palabras se extinguían retumbando en el eco de las abandonadas calles, así comenzando a temer que tan solo esperaban la más pequeña distracción suya para lanzarse contra ella nuevamente, echando a correr a pesar de todas las súplicas de misericordia que dio su adolorido cuerpo y sacrificando algo de su seguridad al darles la espalda a quienes le querían muerta por andar con mayor velocidad.

Mientras sus rodillas pulsaron de agonía en simpatía por su cuerpo, este debió hacer un último esfuerzo por facilitar a la hada malabarista gritar con todas sus fuerzas remanentes en búsqueda de ayuda; como un coro se unieron enojados gritos de las sacerdotisas, contradiciendo todo cuanto ella decía para desacreditarla ante quienes las estuviesen escuchando. Sin embargo, nunca reunieron la valentía sanguinaria que necesitaban para embestir a la hada que tanto odiaban en un asalto definitivo para poner fin a su miserable vida, y en cambio se conformaron solamente con intimidarla hasta que su corazón quedase absolutamente confundido e inválido para pronunciar palabra alguna en cuanto arribase a la plaza.

Enorme fue la sorpresa que se llevaron tanto Aisibes como las sacerdotisas cuando se dieron cuenta al mismo tiempo que habían llegado a su destino más pronto de lo que era posible, envolviéndolas un silencio ensordecedor que consumía todo el mundo junto con una oscuridad en la que no se podía ver siquiera el firmamento arriba de sus cabezas. Notaron perturbadas que no había una sola alma a quien pedir explicaciones de tan siniestra realidad en la que parecían atrapadas, y en cambio podía verse con facilidad la forma de un horrendo salôtestébio descansando su maldita presencia justo en el centro de la plaza.

Este monstruo se percató con sencillez de la existencia de aquellas hadas por culpa de todo el ruido que hicieron al aproximarse al sitio en que había construido su nido en total sacrilegio e insulto hacia los gobernadores que habitaban en la luna. Verdes fumarolas emergieron de las branquias en sus costados cuando las ocho piernas de cerdo levantaron al enorme salmón de fauces carnívoras, y los cuatro pares de ojos que miraron primero a las sacerdotisas con un grotesco llamaron a consumir sus vísceras. Aquel salôtestébio lanzó un aullido que sonó idéntico a los gritos de sufrimiento dados por Aisibes al ser golpeada, sacando su colosal lengua de sapo llena con puntas afiladas con el objetivo de capturar y devorar a una de las hadas que volaban cerca suyo. Incluso disponiendo una consciencia repleta con crueldad, las sacerdotisas no eran ignorantes en la materia para la cual habían sido instruidas durante tantos años y en un mero instante olvidaron de súbito cuanto habían intentado hacer para enfocarse únicamente en deshacerse de aquel monstruo que manchaba un sitio sagrado con su presencia. Sin tener la más mínima posibilidad de acabar con este en combate por ni siquiera disponer de armas, tomaron la iniciativa de hacerle retroceder con los cánticos de su profesión:

— ¡Resuenen ahora con la misma grandeza las palabras que pronunció bellamente nuestra Señora Sêlemas cuando sus huestes descendieron con una danza celebratoria al mundo creado por nuestra Emperatriz del Universo y Reina de la Luna junto cada uno de sus cortesanos! — Dojunéna exclamó con severidad con las manos representando la luna llena con un círculo y esquivando con dificultad los intentos que el monstro hacía por capturarla con su apéndice venenoso a medida que retrocedía intimidado por el símbolo luna. — ¡Abominable ser que poluta con su existencia la celebración de la enirásga, márchate ahora de la plaza! ¡Obedeces la voluntad de nuestra amada Señora Sêlemas, y responderás a esta encomienda suya si no deseas sufrir demasiado en tu futuro castigo!

— ¡Escucha con la necesaria atención los poéticos ecos de las tormentas que nutren las tierras de este mundo, haz de tus pensamientos un bastión de sentimientos igual de serenos que los susurros pronunciados por los ríos que lo atraviesan y consigue la misma sabiduría con que gritan feroces los implacables océanos rodeándolo! — indicó a la vez Usqobâna mientras sus manos dibujaban con frenesí distintos patrones de curvas y hacía su mejor esfuerzo por no ser atrapada. — ¡Obedece ahora mismo la voluntad de Gualtâli, sereno pero brutal cortesano de las prístinas aguas; retírate de este sitio sin causar daño alguno a las hadas y no regreses nunca más, salvo que desees terminar tus días ahogado bajo su eterno poder!

Mansilbân cantaba al mismo tiempo que ellas con una voz convencida pero llena de nervios ante la presencia de aquel horrendo salôtestébio para hacerle conocer que si no regresaba el nauseabundo escondite del cual había provenido, todos los vientos e inciensos que obedecen la suprema voluntad del cortesano Mâesid destruiría tanto el hedor sacrílego proveniente de sus costado como al monstruo, escapando en muchas ocasiones de ser devorada por este. También las acompañaba Eimanósqa con su aterrada pero todavía armónica voz, la cual suplicaba a la furiosa proeza del cortesano Alonudâ descender del vacío horizonte encima de su cabeza para aniquilar de un precioso asalto a esa bestia que tanto la aterraba; muchas veces consiguiendo de milagro huir de su lengua ponzoñosa, exceptuando el último intento del monstruo, quien capturó finalmente al hada de la pierna que había sido herida anteriormente y la arrastró hasta devorarla.

Esto horrorizó tanto a las otras sacerdotisas que las hizo callar unos segundos para después gritar e intentar huir volando hacia una posición más segura, aprovechando el abominable monstruo aquella oportunidad para cazar al resto de sus presas tan pronto que ninguna tuvo ninguna oportunidad antes de terminar dentro del gélido y nauseabundo intestino del salôtestébio. Desesperados gritos de ayuda se escucharon en las entrañas de la bestia, más este tan solo se recostó justo como antes para callarlos definitivamente e iniciar su asquerosa digestión.

La hada malabarista apenas consiguió escapar de aquel destino tan aborrecible por haberse lanzado a tiempo detrás de las enormes escalinatas que rodeaban como paredes a la plaza en donde poco tiempo atrás había bailado con tanta belleza, impidiendo de esta manera al monstruo contemplarla como uno más de sus alimentos cuando abrió sus paredes de ojos, y así acabó lastimándose todavía más tanto el pecho como las piernas; cerró su boca con ambas manos para ninguno de los lamentos que se acumulaban dentro de la garganta escapasen por esta y delatasen su presencia, disponiendo que debía escapar como fuese para alertar al resto de la ciudad de lo que sucedía en el centro.

Sin embargo, una cosa acaeció dentro de su pecho con tanto peso que le impidió completamente mover siquiera un dedo para huir de su escondite tan pronto como pudieron escucharse los ronquidos metálicos del monstruo, tratándose no del dolor tan aberrante que asediaba sus entrañas con un agonizante punzar o el helado miedo a despertar al salôtestébio con el ruido más minúsculo al sacudir alguna hierba al cruzar rumbo a la seguridad; Aisibes reconoció con mucha impresión que en su corazón estaba preguntándose si de alguna manera debía evitar que la vida de las sacerdotisas terminase de forma tan atroz.

Aisibes intentó hacer a un lado aquella voz con una enorme cólera por serle tan absurda al inicio que no dudó se trataba secretamente de una magia siniestra que el salôtestébio acababa de conjurar sobre ella para que terminase devorada como las sacerdotisas. Pero no tardó demasiado tiempo en reconocer dentro de aquellos pensamientos los latidos de su corazón y con frustración comprendió que su deseo por salvar a las hadas malvadas era genuino, terminando por confundirse todavía más al no comprender aquel instinto contrario a sus sentimientos.

Su pecho estaba lleno de un denso estupor de amargura al recordar cada insulto que habían dirigido contra ella, y el recuerdo vivía envolviendo su cuerpo en vergüenza e impotencia que la abandonaba a tan solo pensar en tiempos ficticios donde sucedían cosas que nunca ocurrirán, llenándose de inseguridad rabiosa que deseaba causarles daño; pensamientos que le convencían de que abandonarlas era lo correcto, pero aunque cualquier otra hada razonaría mismo, la necesidad de hacer algo por ellas también se imponía al mismo tiempo en su corazón. Tenía suficiente dignidad como para no sucumbir fácilmente ante este deseo, pero también la destreza para entender que una parte de ella sin más razón que la mera obligación indicaba a su corazón rescatar a quienes acababan de atentar contra su vida; algo de orgullo existía en su resolución, una necesidad por demostrarse como superior una vez más, pero cuando se levantó de su escondite fue más que nada con cierta bondad que no perdonaba pero tampoco deseaba castigar.

Marchó rumbo al salôtestébio desconociendo que podría hacer para salvar del intestino de este monstruo a las sacerdotisas encerradas para ser consumidas, y su andar por ende se mostraba tan nervioso por el miedo que dicha criatura le inspiraba en la cabeza como lento ante el dolor naciente en sus piernas con cada paso dado por su atormentado cuerpo. El nauseabundo hedor que roncaba delante suyo era tan intenso que Aisibes hubo de renunciar a sostener dos cuchillos para defenderse para usar una de sus manos como cubierta para que los intoxicantes humos nacidos en las branquias del monstruo no la hiciesen desmayar; muy tarde para este punto, y temiendo que le sería imposible regresar sin hacer más ruido del que pudiese hacer si continuaba con su labor, la hada malabarista perseveró hasta que le separaban del salôtestébio apenas unos metros.

Pero en ese momento sintió cómo de improviso su infame ojo grisácero e inerte comenzaba a arderle en agonizante dolor que superaba hasta la paliza que había recibido minutos atrás, tan solo salvándose de gritar hasta quedar afónica del dolor porque su boca ya estaba tapada con su mano. Hundió los dientes en sus dedos para contener el alarido que buscaba escapar sin que la sangre que manaba de la visceral herida que se causó le molestase en lo absoluto por resultar más tolerable que el suplicio que le provocaba su ojo muerto. Fue cuando aquel cristal roto terminó endureciéndose tanto como una joya y brillando con la misma intensidad que una vela de invierno que acabaron las pretensiones de ser discreta, y Aisibes por un instante incluso ignoró a la bestia junto a ella para centrarse únicamente en qué hacer para acabar con aquel martirio.

Con una resolución aterradora que tan solo pudo nacer de la misma consciencia exhausta de tanto sentir dolor, misma  que minutos antes decidió rescatar a las hadas a pesar de la amargura que estas le habían causado, liberó su descarnada mano para sujetar su cuchillo con ambas manos y en unos movimientos brutales arrancarse en ojo. Aisibes gritó con una desolación que jamás se escuchó de nuevo en el mundo, y a la vez que su garganta se erosionaba también despertó el salôtestébio con un brinco tras espabilarse. El destino del hada malabarista terminó siendo que ninguno de sus desesperados golpes contra su rostro destrozó su ojo, y en cambio le arrancó de su lugar intacto para acabar intacto en sus manos empapadas con la sangre tanto de su cara como de su mano; así hallándola el salôtestébio, casi rendida ante lo que acababa de hacerse mientras sostenía una pequeña estrella entre sus temblorosas manos.

Incluso habiendo podido devorar a la hada con un solo golpe de su putrefacta lengua, terminó paralizado el salôtestébio durante unos segundos mientras observaba en trance el brillo de aquel ojo ensangrentado que no parecía dejar de hacerse más intenso. Aisibes notó tan pronto como recuperó la capacidad de pensar más allá del tormento que sentía que los perversos ojos del monstruo se movían hacia donde ella desplazase su eviscerado ojo, aquella bestia comenzando a temblar de glotona ansiedad pero sin atreverse a tomar lo que deseaba cuando ella acercaba su órgano mutilado a las fauces de este, así dándole a la hada malabarista una indicación de qué tenía que hacer e incluso una justificación del por qué había sufrido de esta forma. Canalizando entonces su resentimiento contra las sacerdotisas hacia la bestia horrenda, cuyo hedor era incapaz de soportar más tiempo, usó sus últimas fuerzas para alzar hacia el oscurecido firmamento su cósmico ojo para iluminar todo el mundo y desterrar de una vez por todas al monstruo del amanecer.

— Todos mis pensamientos se han transformado en una tormenta de oscuridad que pesan sobre mi corazón incluso más de lo que el dolor recalcitrante agobia a mi cabeza, y estoy preparada para abandonarme a la muerte sin tener más recursos para oponerme aún si deseo sobrevivir. — dijo con una voz enojada pero intensa a pesar de casi hablar entre murmullos interrumpidos por el castañeo de sus dientes. — ¡Bestia horrenda! Aunque un pálpito me obliga a confesar que no siento que seas un criminal por haber devorado a seres tan maliciosos, repulsivos y asesinos como aquellas hadas… El resto de mi pecho me dice que no te puedo dejar hacer de ellas tu alimento; por más que deseo hacer caso omiso y dejarte en paz, estos verdaderos sentimientos por siempre serán oposición a mis pensamientos, que sea mi último acto corresponder lo que nunca me dieron… ¡Salôtestébio, escucha los designios de nuestra amada Señora Sêlemas y que sea la gula en tus entrañas quien te devore!

Tras pronunciar estas palabras tan extrañas para la consciencia que tanto había cuidado de mantener con vida, la hada malabarista realmente usó el último recoveco de sus fuerzas para lanzar iracundamente su ojos cristalino hacia las fauces del monstruo. Este inmediatamente la recogió con su asquerosa lengua para tragarla sin miramientos algunos, para este punto siendo el ojo de la hada una suerte de gema que brillaba tanto que aun hallándose en las entrañas del animal se rehusaba enteramente a opacarse o dejar de lastimar la vista con su sagrada luz. Fue esta misma potencia la que rápidamente incineró las fauces, garganta e intestinos del engendro matutino. Incapaz de escupirla de vuelta, el salôtestébio murió en agonía mientras una parte de sí todavía saboreaba el cósmico sabor de aquel ojo.

Pereciendo si haber logrado dar batalla un solo instante contra la hada que le dio muerte con una forma tan singular, aquel colapsó bajo el peso de sus piernas mientras el resto de su cuerpo acababa de incinerarse por dentro hasta transformarlo en un aserrín amarillento que acabó destruido por el brillo de una luna regresada del exilio junto con el glorioso firmamento de estrellas sobre un manto negro. El salôtestébio se disipó en un increíble martirio digno de una bestia que tanto dolor había causado a través de los años, más un milagro adicional a esta muerte acaeció junto esta, pues la luna también concedió a las hadas devoradas una fuerza necesaria para despertar del sueño ponzoñoso bajo el que habían caído víctimas, y al hacerlo miraron con horror tanto los restos de la bestia como el ojo de Aisibes aun en siendo claramente un trozo mutilado  a pesar del brillo que despedía. La hada malabarista fue lo siguiente que vieron, yaciendo de espaldas a unos metros de ella y sujetando su arma con una mano, tan solo estando de pie unos segundos en completa ausencia de su consciencia antes de que un último aliento se escapase de su boca para luego caer muerta sobre el helado suelo de la plaza.

Comprendieron qué acababa de suceder e inmediato anduvieron con la cabeza llena de ácidos nervios hasta aquella hada tan despreciada por ellas, ahora con la inexplicable ansiedad de socorrerla para que su vida no se perdiese aquella noche; mismo deseo incomprensible que la malabarista percibió en sus entrañas también acudió a los pechos de las sacerdotisas aún si este se oponía a todo pensamiento rondando sus corazones. Pensar en salvar la vida de aquella quien pocos minutos antes había sido víctima de sus deseos por asesinarla les fue repulsivo en un comienzo, más tuvieron que someterse ante la vergüenza que la necesidad de agradecerle pesaba sobre sus hombros como un manto de responsabilidad del cual no podrían renunciar jamás. Se miraron confundidas mientras buscaban soluciones inexistentes para este dilema que consumía sus vísceras y todavía debían confrontarse ante el choque del perdón que buscaban contra el asco que sentían por la malabarista.

Dojunéna fue quien primero se abalanzó contra el desangrado cuerpo de la hada que tanto detestaba con la intención de resucitarla a través de los métodos que su oficio le había enseñado, más cuando los golpes calculados contra su pecho se vieron carentes de sentido, la lucha interna que experimentaba se intensificó hasta que no pudo más que hacer desaparecer la presión a través de un desesperado grito en búsqueda de que alguien más les ayudase. Las compañeras de esta inútilmente también trataron de sanar a la herida mediante plegarias sencillas que cualquiera repetía al cuidar de los enfermos de fiebre o accidentados tras cabalgar un ciervo, pronto sabiendo entre lloriqueos que sería necesaria una intervención directa de aquellos gobernadores por quienes decían hablar para salvar a la hada. Usqobâna, Mansilbân y Eimanósqa sujetaron con fuerza sus fracturados collares de espejo para humildemente suplicar a la corte de la luna por la vida de su enemiga, más ninguna tuvo éxito así.

Eimanósqa sucumbió ante la desconsoladora escena que se pintaba frente a sus ojos e inmediato comenzó a llorar tan llena de amargura que incluso las otras sacerdotisas que también plañían con violencia necesitaron sujetarla para que la joven hada no sacudiese los restos de Aisibes para hacerla despertar. Pero la fuerza del duelo que sentía aquella hada logró vencer todo esfuerzo de sus compañeras por impedirle moverse, y en cuanto recuperó la libertad tomó de un manotazo el cuchillo perteneciente a la malabarista para cortarse con unos dolorosos movimientos su dedo meñique para ofrendarlo a la luna y recuperar la vida de Aisibes. Horrorizadas pero conmovidas, así como también convencidas de la importancia que esta acción suponía ante la desesperanza sentida, tomaron turnos para hacer lo mismo.  

Ahora con los gobernadores de la luna y su reina teniendo debajo de ellos los miembros mutilados que estas hadas mostraban con insoportables temblores por el dolor, prosiguieron haciendo rezos que nadie jamás escucharía fuera de aquel círculo. Más estas plegarias que acabarían sonando como confesión terminaron siendo más que susurros en el helado viento que cortaba al mundo, y el verdadero milagro ocurrió cuando la sangre de estas hadas acabó por conjugarse con aquella de la malabarista en presencia de la luz de la luna, los dedos de estas sacerdotisas pudriéndose de súbito ante este brillo. Así despertó Aisibes con el rostro arruinado para siempre y todo su cuerpo golpeado e infecto de sangre seca, respirando una vez más de forma entrecortada tras toser bastante en medio de la confusión que vivió por unos instantes.

La malabarista se propulsó atrás con sus renovadas fuerzas en búsqueda de su arma cuando se dio cuenta que las sacerdotisas la rodeaban, así pateando con fuerza los rostros de Dojunéna y Mansilbân para escapar de lo que presumía era un intento definitivo de asesinato. Pero como respuesta a su violencia tan solo miró a sus enemigas con la cabeza agachada mientras se posicionaban en cuclillas para expresar la sumisión absoluta ante ella, y fue Eimanósqa quien tras retirarse hasta la parte posterior de la plaza le colocó entre manos el ojo que había ofrecido por la vida de todas las sacerdotisas, no sin antes ser cortada en la palma por Aisibes sin quejarse en lo absoluto, recuperándolo de las cenizas sucias del ser horrible sin poder mancharlo con su sangre contaminante; así preservando su apariencia etérea que acabó por transmutar en un cristal de incomparable belleza al reposar sobre las manos temblorosas de Aisibes, desprendiendo una belleza insuperable en todo el mundo que oscilaba entre una transparencia que recordaba a un manantial de agua prístina y el blanco brillante idéntico al reflejo de la luna en una joya de plata.

— Hablo por todas aquí cuando digo que es imposible expresarte mis pensamientos con palabras. — irrumpió Dojunéna en el silencio al pronunciar esto. — Te pido que puedas conformarte con saber que nuestro agradecimiento no posee límites, por más que esto no haga nada por cambiar el pasado y hacerme sentir menos confundida respecto a cuál es mi opinión acerca de ti, malabarista… Si así lo pides, nos retiraremos de esta ciudad para que nunca tengas que hallarte con nuestra presencia otra vez.

— ¡Todo cuanto requieras te concederemos para pagar la deuda que tenemos contigo! ¡Pero sobre todo para reponer aquello que ahora debemos a nuestra amada Señora Sêlemas y todos sus cortesanos por más imposible que nos sea como mortales! — añadió Mansilbân temblando ante la idea mientras enseñaba a su nueva cobradora su dedo amputado. — Aceptaremos de buena gana si deseas que nos entreguemos ante las leyes para perder la vida por nuestro atentado contra la tuya.

— Estamos dispuestas a ser expulsadas de nuestro oficio para eternamente deambular por el mundo como una paloma en vez de una polilla una vez se me niegue la unión con el reino de nuestra amada Señora Sêlemas. — Usqobâna mencionó llorando del terror mientras también mostraba a la hada su muñón carmesí. — ¿Acaso quieres que lo hagamos? ¡Lo haremos, yo lo haré sin dudar!

— Te entrego mi vida para que la finalices ahora mismos si así lo dispones. — concluyó Eimanósqa con mucho dramatismo en sus palabras para luego arrancar de Usqobâna el cuchillo de Aisibes y posicionarlo en sus manos de forma que este apuntase hacia su pecho. — Puedes acabar con estos sentimientos míos, y no me opondré su eso decides… Aisibes, cuanto sea necesario darte para expresar mi gratitud.

La hada que acababa por renacer terminó desorientada luego de escuchar cada una de estas palabras en medio del horrible pantano de sangre donde cada una de ellas se hallaba sumergida, provocando que se tuviese que sentar para pensar bastante tiempo qué acababa de ocurrir con ella y lo que debía responder. Mientras la ansiedad de las sacerdotisas aumentaba conforme el silencio se asentaba junto con los helados vientos de la plaza, Aisibes no pudo sino saborear en secreto toda la revancha de las malignas hadas que había obtenido por lo que ella juzgó como un milagro, y se debatió seriamente si realmente quería alimentarlas con la misma tragedia violencia que durante tanto tiempo ellas le habían servido sin misericordia o hacer con este nuevo dominio sobre ellas la fundación de una nueva relación tras demostrar que su valor como hada superaba el de ellas.

Por supuesto que decantó por lo primero al comienzo y sin ninguna duda, más nuevamente sintió cómo un sentimiento extraño le hizo reconsiderar lo que ella supuso pronto como su derecho natural, y así tuvo que enfrentarse tanto al dolor físico en su pecho como el sentimental en la misma zona que el tener que considerar una resolución menos satisfactoria que en el fondo reconocía como la correcta le causaba.

Aunque sabía que su venganza estaba en sus manos por múltiples rutas ofrecidas por sus mismas rivales, y que el haber vuelto a la vida tenía que ser una indicación de que tenía que tomar una decisión en nombre de las fuerzas que milagrosamente había recuperado, no podría vivir consigo mismo de tan solo demostrarse una vez que ella como hada tenía una existencia que todo mundo debía respetar, y por ende hubo de suspirar mientras se despedía de la catarsis violenta que genuinamente merecía para dar lugar a una más sencilla pero todavía correcta e incluso noble.

— Solamente puedo imaginar la increíble alegría que me haría sentir compartir con ustedes todo el dolor que me han causado a través de tanto tiempo, y luego forzarlas a cargar con miles de veces aquel pesar que durante tanto tiempo me han depositado por razones que no puedo comprender. — finalmente respondió Aisibes hablando más consigo misma que con las temblorosas hadas, encontrando descanso temporal en una de las escalinatas de la plaza. — Ustedes afirman ser bocas a través de las cuales hablan nuestros gobernadores lunares, y creo que por primera vez tengo la certeza de que así es. Todo cuanto ha pasado entre nosotras no ha sido sino un mensaje de nuestra amada Señora Sêlemas…

— ¡Tienes la razón! — interrumpió Usqobâna con la boca llena de nervios. — ¡Todo cuanto ha sucedido fue la voluntad de nuestra magna emperatriz, así que cualquiera sea tu decisión respecto nuestro destino, igualmente serán sus palabras! … ¡Que aceptaremos sin reparos!

— Creo que intento decir que por más que sea correcto responder la violencia que me propiciaron con una fuerza mayor, y acabar con sus vidas en formas más interesantes de aquella que intentaron usar en mi contra para arrebatarme la mía, un sentimiento en mi cabeza dice que eso no sería lo justo. — finalizó la hada malabarista acercándose con dificultad hacia ellas para indicarles con un gesto rudo que se levantasen. — Tienen razón al decir que ahora sus vidas me pertenecen, solamente que no deseo colocar la mía por encima de las suyas como si fuese una tirana, sino que deseo elevarme tan solo lo necesario para demostrarles durante el resto de nuestras vidas que somos iguales.

— ¿Iguales? ¡¿A qué te refieres con eso?! — preguntó Dojunéna completamente desconcertada tras finalmente tener la valentía para mirar al único ojo de su salvadora, mismo que ahora parecía penetrar con suma determinación en su alma con cada palabra dicha.

— Ofrendaré mi vida para hacerme una sacerdotisa como ustedes, y ustedes se encargarán no solo de hacer esto posible; también serán mis mentoras en todo estudio que requiera hacer, compañeras en todo oficio que se requiera hacer y en un futuro distante, mis hermanas en la profesión. — anunció Aisibes con completa resolución sin preocuparse siquiera de cualesquiera fueron las respuestas inmediatas de las otras hadas, quizás demostrando que su corazón estaba demasiado confundido como para preocuparse por filtrar sus anhelos más secretos. — Les demostraré que no existe diferencia entre nosotras, y si acaso llegase la noche, tan solo me levantaré definitivamente como su superiora en las artes de la danza… ¡Pero antes de todo eso necesitamos hallar a un miqdoséle para curar nuestras heridas e informarle de aquel monstruo tan atroz!  

Todas las cosas mencionadas por Aisibes ocurrieron tal cual había previsto con sus palabras aquella noche tan memorable, y así ocurrió que muchos años después, en la concurrida plaza de la ciudad uno podía hallar el singular espectáculo de las más hermosas sacerdotisas que jamás hubo en el mundo danzando al compás de hermosa música. Cada mes eran celebradas las festividades del año bajo el cobijo de la luna que había hecho iguales a cuatro sacerdotisas y una huérfana, quien se había encargada de que sus compañeras fuesen tan prolíficas en el baile como ella para que no hubiese competencia donde el mismo príncipe que tiempo atrás le había observado pudiese decidir quién danzaba con mayor belleza.

Así ocurrió que a través de las décadas, cada una mecía sus alas al ritmo singular de los aqonâin y haciendo que sus blancos vestidos ondeasen como las corrientes frías del sur, todas habiendo encontrado felicidad de una u otra forma; especialmente Aisibes, quien ahora mostraba la negra caverna de su rostro con tanto orgullo como la prístina joya que colgaba de uno de sus muchos collares, encantada de haber encontrado en ella un destino de algarabía.

Lûaj (Guerra)

Las misteriosas murallas que desde tiempos olvidados protegen a la todavía más enigmática ciudad de Nescôníqo jamás hablarán acerca de sus orígenes, más alegremente sí darán testimonio que en sus interiores custodian desde hace centurias el nacimiento de los héroes más grandes en toda la historia del mundo. Sin embargo, aunque cada uno de estos guerreros ha sido recordado con orgullo a través de innumerables canciones, ninguno de ellos jamás superará la destreza sobrenatural con que el magnífico Sâebidem tenía con la lanza.

Tras retornar a su hogar luego de reclamar victoria para esta en la última batalla donde prestó sus aterradores servicios como lancero, así ganándose los beneficios económicos que le correspondían a un veterano con la joven edad de sesenta años, pasó mucho del insondable tiempo libre que tenía en las competencias de habilidad que a menudo se organizaban en Nescôníqo. Muchas hadas intentaron superar su destreza con la lanza, y aunque unos cuantos lograron ser dignos rivales para Sâebidem, ninguno jamás pudo igualar esa puntería con la que vigorosamente acertaba al blanco desde una distancia hasta imposible en ciertos casos; aquellos de débil carácter que le veían participar en los concursos como su oponente simplemente renunciaban conmocionados por vergüenza ante la imposibilidad que suponían era participar en contra de él.

Cierta noche de verano se organizó una importante competencia de lancería en los colosales jardines que adornaban al todavía más imponente palacio real de Nescôníqo, así siendo encomendado por el rey Tensjamía como uno de los muchos actos que precederían la todavía más derrochadora celebración del cumpleaños número setenta de la princesa Laqonasé, misma que enfrentó a Sâebidem contra miles de adversarios que buscaban gloria al hacerse notar como campeones frente a la nobleza. Por primera vez en muchos años hubo de esforzarse Sâebidem para vencer a sus oponentes, más al final de la espectacular contienda hacia el amanecer, terminó siendo aquel hada quien se llevó el primer puesto una vez más.

Una de las muchas recompensas que recibió el hada ante las miradas extenuadas pero todavía celebrantes de la monumental audiencia que observó la competencia fueron unos hermosos brazaletes de cobre que la misma princesa Laqonasé colocó en sus muñecas con sumo decoro, haciendo sentir al veterano una vergüenza de su cuerpo áspero e incluso sudoroso que no experimentaba desde su infancia al momento de percibir el suave tacto que poseían las manos de aquella hada tan hermosa, sintiendo su cabeza a punto de estallar por enamorarse en aquel momento de tan preciosa noble que le recitaba congratulaciones poéticas; Sâebidem fue incapaz de contener su mente de la misma forma que su versión adolescente tampoco habría podido, jamás siendo un hada que encerrase consigo sus sentimientos a pesar de habitualmente ser austero de palabras:

— Perdone mi atrevimiento de hablarle para otra cosa además de entregarle el agradecimiento que le corresponde naturalmente hacia su dignidad real, pero me sería insoportable que usted se retirase de mi presencia una vez termine esta ceremonia sin que le informe que es usted la hada con el porte más hermoso de todo el mundo, y no me sorprende que cada uno de los detalles en su apariencia demuestre aquella nobleza en su nombre. — dijo Sâebidem casi atragantándose con las palabras y con la mirada sumergida dentro de los morados ojos de aquella princesa, imaginando con algo de gracia cómo sería expulsado o incluso ejecutado por el atrevimiento.

Contradiciendo aquello imaginado con tanto nerviosismo por el veterano como la respuesta natural ante sus palabras honestas pero lastimeras para su reputación como un miembro respetado de la sociedad, la expresión contenta más desinteresada que presentaba el rostro de Laqonasé no cambió súbitamente a una que demostrase cualquier otra reacción intensa ante tal atrevimiento. Durante unos instantes tan solo ocurrieron algunos cambios sutiles en los ademanes que tenía la hada al mover sus preciosas manos, más bastante pronto también consiguió ver Sâebidem cómo la princesa trató de ocultar el rubor morado en su rostro junto con una mueca de alegría pícara, haciéndola retirarse algo pronto tras cerciorarse de que el premio de este se hallase bien sujeto en sus muñecas, no sin antes comentarle con decoro discreto:

— ¿Usted realmente cree aquellas palabras o acaso pretende reírse a costa mía? En cualquier caso considero necesario desafiarlo a que se cerciore de aquel comentario tan deshonesto en una audiencia más privada. — respondió Laqonasé sin que se pudiese saber si realmente estaba ofendida a pesar de la risa que deseaba escapar de sus dientes. — Le espero en aquella fuente decorada con flores de albinês una vez termine esta ceremonia, y tenga cuidado de no faltar, porque sería traición a sus regentes. — añadió mientras señalaba aquella decoración apartada en los jardines que de milagro podía verse a pesar de todas las construcciones que se usarían para la celebración de su cumpleaños y la obstrucción del sitio donde se había realizado la competencia, terminando por retirarse hacia el balcón reservado para la familia real.

Dicha reunión sucedió donde había sido pactada al poco tiempo de finalizar la competencia y mirarse cómo el mundo entero andaba hacia sus distantes casas con satisfacción en sus consciencias que tan solo rivalizaba en intensidad al sueño que les cerraba los párpados. Una vez se limitó el número de guardias en las inmediaciones de los jardines, Sâebidem y Laqonasé terminaron amparados por la secrecía conferida por unos jóvenes rayos solares, ambos nerviosos a su manera pero dispuestos a enfrentarse a lo que supondría aquello por el encanto que uno provocaba al otro, terminando ambas hadas que se desconocían por enamorarse a través de las muchas horas que tomaron en conocerse.

Bastantes de estos encuentros ocurrieron a través de los meses que siguieron a la competencias, y en cada una siempre hubo un sentimiento aventurero donde heroicos pero muchas veces trágicos recuerdos de muchas batallas eran correspondidos por las experiencias de una vida palaciega llena de curiosidades pero aburrida hasta  la mortandad en demasiados casos. Las conversaciones iniciaron como emocionantes oportunidades para que cada uno abandonase su rutina para hablar las distintas vidas que ambos tenían, pero rápidamente se transformaron en una ansiada búsqueda de la presencia del otro, y aunque muchas veces los dos casi fueron descubiertos por la seguridad alrededor de su nido de amor, era tenerse de frente lo que más los torturaba: Laqonasé siempre sintió su cabeza ligera al exponerse con honestidad su consciencia repleta con sólido protocolo imperial ante un hada tan libertado como lo era Sâebidem, así este tampoco logrando nunca superar los temblores en las piernas que la madura presencia de ella causaba en él, lamentándose haber cruzado lluvias de flechas sin derramar una lágrima pero todavía tener que pelear por no tartamudear al perderse en los ojos morados de aquella princesa.

Sin embargo, los amaneceres de incógnito tuvieron que llegar a su fin cuando los dos acordaron con mucha inquietud en sus consciencias que su amor nutrido por tanto tiempo tenía que hacerse público ante la autoridad de la ciudad si deseaban que este tuviese la menor posibilidad de consumarse en el futuro. Muchas horas fueron empleadas para hablar al respecto, y en muchas ocasiones tuvieron que recordarse que ya no eran niños con un enamoramiento de invierno, sino adultos en el verano de sus vidas buscando comprometerse para el resto de esta, siéndoles entonces imposible postergar las cosas bajo la excusa de miedos o nervios. Laqonasé fue quien tuvo que ser convencida por Sâebidem de pedir audiencia con su padre durante el silencio de un amanecer, y este hada igualmente debió prepararse un poco ante tan importante reunión con su rey.

— ¡Estoy siendo asaltado por horrendas ilusiones! ¡Resulta que la princesa de Nescôníqo es una cruel bromista que disfruta vacilar a su rey con tremendas estupideces! — afirmó en un tono negacionista pero claramente sarcástico el rey Tensjamía durante la visita en sus aposentos que Laqonasé había solicitado, indicando así que claramente había justificación para los miedos. — Además ha tenido la creatividad de traer al campeón de la batalla en Bapusonête como su actor bajo el papel de su amante… ¡Ambos son crueles! ¿Qué otra tortura a mi pobre mente sigue?

— ¡No eres víctima de ninguna alucinación, y más bien estás presenciando la realidad tal cual es! — replicó Laqonasé con mucho enojo pero todavía con la voz respetuosa que era tan característica de ella, agarrando la mano de Sâebidem con el objetivo de reafirmar delante del rey su punto. — Eres tú quien actúas con crueldad al pretender ceguera ante mi honestidad… Sâebidem es el hada a quien realmente amo y deseo pasar el resto de mi vida.

— ¿Entonces es cierto, Sâebidem? Te ordeno que contestes mi pregunta solo con la verdad. — dijo el rey con un tono bastante más severo y amargo, esencialmente ignorando a su hija con tal de no perder de vista al veterano que le ganaba en altura por un par de cuernos.

— Todo cuanto ha dicho la princesa Laqonasé es cierto, mi señor. — respondió el hada adelantándose un poco para acercarse a su gobernador y cuidar detrás suyo a Laqonasé. — Si estas palabras causan dolor en su consciencia, entonces no sabe cuánto lamento eso, pero si me ordena la verdad; esta es: nosotros somos amantes y nada nos haría más feliz que tener su permiso para vivir en comunión con la bendición de Animuále.

— ¡¿Hablas tanto de mi permiso como el de la cortesana Animuále?! — exclamó con rabia el rey Tensjamía una vez soltó una fuerte bofetada a Sâebidem. — ¿Con qué descaro ambos piden aquello? De haber sido otro quien supervisó la educación de la princesa y tú un campesino con muchos menos méritos de los pocos que tienes, pensaría que esto es un intento de suplantarme; regicidio para que Laqonasé acabe portando mi collar y sea reina con su fiel ratón a un lado…

— ¡Jamás sucederá tal cosa! — interrumpió el hada al borde de las lágrimas. — ¡Sabes eso nunca ha cruzado mi cabeza! Ahora sí estás perdiendo la razón con cada pálpito de tu corazón, pero si eso es lo que tanto temes; entonces así tiene que ser, tus derechos como tu hija los he de renunciar para así tener otra vida en donde todo mundo reconozca nuestro amor, te sigas oponiendo o no.

— Imposible concederte aquello si tus condiciones son tan devastadoras para tu rey. — respondió este con cólera pero hablando tranquilo y adelantándose por un instante al comentario casi idéntico de Sâebidem. — Pero tengo la voluntad para comprometerme de esa manera si realmente lo deseas, princesa e hija mía, ya que mis condiciones para aceptar apenas serían las siguientes: si te despojas de tu nobleza para unirte a tu ratón en comunión, los dos tendrán que hacerlo viviendo en la miseria y hambruna; tú apenas pudiendo sacar alimento de tierras estériles a las afueras de la ciudad junto contigo, ratón sin vergüenza, desprovisto de todas tus glorias o pensiones por ser asesino… ¿Aceptan? Sean honestos. — sentención finalmente con pretensiones de cumplir, más apenas deseando asustar a los novios.

— ¡No podemos aceptar esto! — respondió el hada tras sentir las manos de su amada aferrándose con mayor fuerza a él para tomar las fuerzas para aceptar sin pensarlo mucho. — Mi señor, lamento mucho hacerlo adolecer así con nuestros sentimientos, y comprendo sus razones para oponerse a nuestro amor, pues cierto es que yo desciendo de una familia de soldados que labraban la tierra para comer. No debería tener pretensiones como lo son acercarme a la suya. — dijo sin sentir vergüenza mientras sujetaba de vuelta a Laqonasé. — Pero también le solicito que no dude de este amor, y si algo de ulterior posee, son mis deseos por conocer cada noche más su bella alma; misma a la que no le corresponderá jamás acabar mancillada por el destino que propone, así que le pido que pactemos por ella una competencia. — concluyó con aquella idea flotando temerariamente en el vacío de la habitación para que erizase los nervios de todos.

— Tus palabras me han impresionado meramente porque en ellas no siento el tono de la mentira, por lo que quizás necesite parar de alegar supuestas intenciones políticas de tu parte. — respondió el rey con honestidad pero mostrando más interés en lo que Sâebidem proponía. — Aunque uno nunca sabe… ¡Como sea! ¿Hablas de una competencia para que de permiso a su amor? ¿Qué clase de competencia sería esa, Sâebidem?

— Claramente tiene que ser una competencia de lancería. — respondió este con confianza. — Deseo que sea lo más sencilla posible para así obtener más pronto la victoria: tres lanzamientos a unos doscientos cincuenta metros, y el ganador será quien se consiga un puntaje mayor acercándose más al centro de la diana. — explicó Sâebidem mientras recordaba sus victorias pasadas. — Si he de ganar, usted aceptará nuestros deseos, y de perder, entonces me largaré de Nescôníqo para siempre.

— Pues evidentemente es una proposición muy sencilla, ¿eso es todo lo que deseas? — preguntó el rey Tensjamía a pesar de no interesarle la respuesta, pensando cómo manipular las circunstancias a su favor, también mirando con preocupación a su temerosa pero inamovible hija. — Entonces acepto participar, aunque está más que claro cómo intentas usar la diferencia entre nuestras habilidades con el arma para ponerme en desventaja, por lo que solamente tengo dos condiciones para balancear esta injusticia: primeramente, esta competencia se celebrará durante el próximo amanecer…

— ¿Cuál es la otra? — preguntó Laqonasé con preocupación y respirando con problemas luego de que su padre hiciese silencio durante unos segundos tras girar un poco la cabeza para que no fuese tan evidente su sonrisa cínica, avanzando hasta apuntar su pecho con sus delicados dedos para hacerle confesar, estando tan enojada como angustiada ante semejante espectáculo que hacía su padre. — ¡Suplico que nos respondas!

— ¡Oh, no tienes razones para angustiarte, querida princesa e hija mía, ninguna en lo absoluto! — contestó el rey riendo mientras sonaba una campanilla de plata que guardaba entre sus ropas, así causando un inexplicable estruendo con ella que hizo a una compañía de sus guardias irrumpir en el sitio. — Antes que una petición adicional, quizás habría sido mejor decir que son órdenes mía para hacer de esta competencia lo más justa posible, y creo que acabo de averiguar cómo será eso posible.

Tensjamía se acercó hacia el capitán de su guardia para comunicarles instrucciones secretas que mantuvo así por el dramatismo momentáneo que tanto le caracterizaba, aun si hubiese preferido anunciar sus intenciones a todos los presentes como una demostración de su voluntad para no perder en un juego que no había comenzado. Aceptaron sus órdenes tan pronto como el rey terminó, aprehendiendo al hada veterano sin que este pudiese resistirse a la manera en que sujetaron sus brazos y cuernos para rápido llevarlo fuera de la habitación. Laqonasé, quien protestó a pesar de que su amado le pidió no hacerlo con una voz llena de fingida confianza  antes de desaparecer, también fue escoltada con menos violencia hasta su habitación para ser vigilada en tanto se realizaban las otras instrucciones del rey respecto a cómo se llevaría a cabo el desafío próximo.

Sâebidem acabó en los calabozos que se habían tallado en roca madre durante tiempos misteriosos que antecedían hasta por siglos a la edificación del castillo mismo, tratándose aquellos de pasadizos apenas iluminados a cuyos costados había jaulas todavía más sombrías y húmedas, siendo lanzado en una de tantas habitaciones. Incapaz de entender la razón de su encierro, sintió miedo ante la posibilidad de que esto fuese una estrategia traicionera para sencillamente hacerle desaparecer y así conceder victoria al infame rey. Pero de lo que se preocupó realmente fue de Laqonasé y tanto anheló por la seguridad de su amada mientras temía que pronto sufriese un destino miserable como el suyo, que se colocó encima de la minúscula apertura de ventilación que daba hasta la superficie en búsqueda de un rayo lunar al cual rogar que nadie se atreviese a colocar sus manos encima, ya hubiese que dar él su vida para que esto se cumpliese.

Unas horas más tarde sucedió que llegaron al sitio de su encierro una escolta de temibles hadas que llevarían a cabo la orden del rey Tensjamía, quienes permanecieron en silencio tras comentarle al veterano con cierta vergüenza que aquello que sucedería era una orden que cumplirían pero nunca sería de su agrado personal, así siendo Sâebidem tomado primero de los brazos, piernas y pecho para que fuese imposible resistirse. Una espada de cobre descendió sin antelación sobre su mano derecha y la arrancó con violencia de ejecución, provocándole gritar horrendamente hasta que su garganta comenzó a rendirse. Continuaron aun cuando el hada seguía absorto con aquellos gritos suyos de impacto, y con una sierra hecha para un funesto propósito, rebanaron la sección izquierda de su hermosa cornamenta.

Junto con gritos ahogados se derramaron también corrientes de sangre que empaparon el suelo de aquella prisión, más en la compañía de aquellas hadas empleadas en la carnicería de otros se hallaba un miqdoséle encargado de que el veterano sobreviviese a sus aterradoras cicatrices y así no falleciese antes de cumplido lo pactado por el rey, cubriendo el nuevo muñón de su brazo con vendajes de seda amarilla para luego tapar el boquete en su cuerno con resina de anaríquí sin interesarse por aliviar el dolor de Sâebidem y solo procurar que no muriese desangrado. Como los verdugos, el miqdoséle tan solo hacía su trabajo para recibir un suelo y nada le importaban las nerviosas lágrimas que había tratado de ocultar el hada entre insultos hacia todos los presentes, y así también se retiró tras dejar a un veterano manco y sumamente lastimado en su orgullo; bien sabiendo desde que el metal rasgo su piel y cornamenta que ahora era tan bueno con la lanza como un niño ciego, incapaz ahora de sostenerse bien sin perder un poco equilibrio y habiendo de sostener un arma en la mano que no dominaba si quería participar en el desafío que había propuesto.

Tanto fue su dolor que durante el resto del encierro se negó hasta de mirar las ensiqulâstas hervidas que trajeron para que cenase en lo que presumió ya era el mediodía, mucho menos pudiendo dormir por las punzadas letales que sentía en sus heridas y aquellos sentimientos de asesina rabia contra el rey por haberle engañado de forma tan monstruosa, temiendo con certidumbre sobre todo por la seguridad de la princesa que amaba e imaginando que los escrúpulos de su padre le permitían hacer con ella tantas crueldades como se necesitasen para lastimar su espíritu como a él. La desolación invadió a Sâebidem, pronto haciéndole acabar recostado sobre una esquina mientras imaginaba qué tan inútil sería su intento en la burlesca competencia, intentando descifrar la manera en que pudiese evitar abandonar a la princesa Laqonasé a sin acabar siendo humillado por aquel tirano.

Pero antes que sus esperanzas lograsen marchitarse en la oscuridad, consiguió escuchar un golpeteo seco en los interiores de la apertura al otro extremo de su celda que con el paso del tiempo hizo evidente que se trataba de alguna cosa descendiendo con ciertos problemas hasta donde él se encontraba, pero el hada apenas dedicó una mirada vaga en aquella dirección al inicio, y tan solo se interesó cuando miró a un precioso cuervo con plumas negras como la noche. Aquel animal cayó en su celda de manera accidentada pero con bastante gracia, y en cuanto lo hizo miró sus alrededores prestando bastante atención. Confusión se pintó en los rasgos algo ancianos del ave, oyéndose su estómago rugir aun siendo este muy pequeño, picando las esquinas de la celda en búsqueda de musgo. No tuvo mucho éxito, y aquel problema se expresó en sus movimientos tristes pero todavía esperanzados ante la obligación de evitar hambruna. Sâebidem reconoció esto y apenas pudiendo moverse, tomó el alimento que le correspondía y se lo ofreció con lentitud a la preciosa criatura, quien agradecido se abalanzó contra este hasta devorarlo entero.

— Te agradezco este alimento desde el fondo de mi consciencia, misericordioso prisionero. — dijo el cuervo tan pronto como pasó el último bocado a su barriga. — He viajado desde los bosques sureños por noches enteras y el vacío en el estómago me estaba atormentando mucho.

— ¿Puedes hablar? Entonces debes conocer que no hay mucho por lo que agradecerme, ya que no hay comida ahora mismo que me pueda interesar en lo más mínimo. Mi pecho está demasiado ocupado en pensar sobre el futuro que me depara como para centrarse en comer, pero es bueno saber que tú conseguiste aquello que tanto deseabas.

— Lamento si estoy metiéndome en tus asuntos, — respondió el cuervo saltando hacia las piernas de Sâebidem una vez conectó su contestación con sus heridas. — pero tengo que preguntar cuáles son los males que te aquejan ahora mismo. ¿Acaso esas cicatrices recientes tienen que ver con el por qué estás aquí? ¿Quiénes fueron los que te lastimaron así, buen hada?

Carente de motivos para negarse a recapitular al cuervo todo cuanto había sucedido recientemente en su vida, Sâebidem de alguna manera pasó un buen rato distrayéndose de ese dolor que punzaba en sus extremidades con la historia de tan horribles eventos, y al terminar se mantuvo en silencio otro rato intentando canibalizar su tristeza con las fauces del enojo que esa injusticia tan innoble le provocaba; increíblemente rabiosas fueron sus palabras y el ave pensó apartarte un poco al escucharlas, más la pena enamorada que también vociferaba se lo impidió, mostrando empatía en sus gestos de ave que indicaban cómo este animal compartía su frustración al terminar de escuchar. El cuervo también pensó un tiempo, y al final habló con cierta alegría desde su pico tan brillante como la plata:

— ¡Mi opinión es que tú no debes obedecer más a semejante rey tan cruel y tramposo! Justo como él se las ingenió para limitar tus capacidades sin ningún miramiento, entonces no sería incorrecto que tú no respetes completamente las reglas de la competencia que pactaron. — afirmó el cuervo indignado. — Si de alguna manera he de pagar mi deuda contigo por impedirme desfallecer de hambre, entonces deseo con fuerzas que sea haciéndote ganar tu derecho a estar con tu amada, este es el código de honor entre los cuervos.

— ¿Ayudarme? ¿Cómo sería posible eso? — preguntó en voz reanimada el veterano pero sin tener mucha esperanza en su imaginación. — No quiero insultar tu porte tan noble y paciente, ¿pero cómo podría un cuervo como tú ayudarme a ganar una competencia de lancería? La mano con que arrojaba mis armas ha sido cercenada y la izquierda no me sirve de nada; y así, con un trozo menos de cuerno, apenas caminaré sin tambalearme o apuntar bien.

— Te será sencillo ganar la competencia con mi ayuda. — indicó el cuervo saltando hasta el antebrazo de Sâebidem. — ¿No sabes que los cuervos somos mejores cazadores del mundo? Con nuestras garras podemos controlar los movimientos de nuestras presas una vez las hemos atrapado. — presumió pellizcando la piel del hada con suavidad con una técnica conocida solo por los suyos, así consiguiendo que su brazo izquierdo se elevase para luego hacer un gesto parecido a arrojar con mucha técnica una lanza. — ¡Debes saber que soy el mejor cazador de mi familia!

— ¡¿Cómo puede suceder esto?! ¡Una inquietante maravilla es lo que acaban de presenciar mis ojos! — dijo Sâebidem tras recuperarse de la impresión que sintió al contemplar su brazo izquierdo actuar bajo las órdenes del ave con tanta gracia como lo habría hecho aquel donde ahora había un horrendo muñón. — Ahora entiendo por qué los gusanos e insectos que viven bajo los árboles temen a los tuyos, ¿realmente estás ofreciendo tu talento en aras de hacerme recuperar mi derecho a pasar la vida con la hada a quien más amo en este mundo, bellísimo cuervo?

— No te debe caber la menor duda que esas son mis intenciones, Sâebidem. — respondió el cuervo con determinación. — Tu historia me ha conmovido hasta el fondo de mi ser por ser tan parecida a cómo yo hube de batirme en duelo contra cuervos más fuertes que yo en circunstancias injustas, todo para así reclamar el amor de mi esposa y por ella tener todos los polluelos que tanto estimo: allá en los bosques que rodean esta ciudad se hallan, y no podría volver con ellos luego de ausentarme por meses si dejase a un cruel destino un hada tan parecido a mí. — aseveró con lo que podría ser una sonrisa de confianza para las aves.

— ¡Entonces tendré que estar por siempre en deuda contigo por el milagro de intervenir por mí en los tiempos más oscuros de mi vida! — replicó Sâebidem con entusiasmo pero sin tanta algarabía como desearía por estar adolorido todavía. — Tu debes ser un heraldo de la buena fortuna que nos ha concedido la cortesana Animuále, tanto a mí como a la princesa dueña de mis pensamientos, y confío enteramente que su voluntad será que con tu ayuda gane esa competencia… Descansa el resto del mediodía arropado junto a mí, y planeemos con detalle nuestra unión, pero más importante que todo esto: ¡Dime cuál es tu nombre para honrarlo de ahora en adelante! ¿Es que acaso te llamas secamente cuervo?

— Gustoso acepto todas tus proposiciones, Sâebidem. — respondió el cuervo antes de saltar a un hueco arrugado pero cálido y sorpresivamente limpio de las prendas que llevaba el hada. — Mi verdadero nombre es Nesi-Nesu, que en la lengua de los míos quiere decir alas de amor. — indicó con orgullo.

Conversaron amenamente durante bastantes horas luego que su acuerdo hubiese sido pactado, y disfrutaron la presencia del otro como amigos que no se ven desde tiempo atrás harían luego de que el destino uniese sus caminos en maneras singulares. Nesi-Nesu atentamente escuchó los testimonios llenos con gloria que Sâebidem recapituló de sus días como guerrero al servicio de una ciudad que amargamente parecía haberle traicionado con una terrible condena, y así mismo, este hada conoció las historias secretas de guerras sangrientas e intrigas familiares hasta mitológicas que los clanes de cuervos usualmente mantienen solo entre ellos como símbolo de su gracia escondida para gran parte del mundo. Tuvo que llegar el atardecer para hacerles decidir dormir en la esquina fría donde habían abandonado a Sâebidem, ahora un poco más acogedora por la amistad que estos dos habían formado en tan poco tiempo.

Sin embargo, apenas descansaron durante los días que ambos sobrellevaron y despertaron al término del tercero con los golpes violentos hacia los barrotes que propiciaron los guardias del calabozo para despabilarlos inclementemente, habiendo salido el sol una vez más en el distante horizonte y marcando así el inicio de la lucha más importante en la vida del hada. Sâebidem escondió pronto a Nesi-Nesu en las prendas que ahora llevaba como un bulto entre sus brazos, similar a cuando un niño intenta burlar a quien acaba de robarle en la calle, siendo escoltado con poca clemencia ante su lentitud y vértigo hasta el sitio donde tiempo atrás se había llevado a cabo la competencia donde tiempo atrás conoció a Laqonasé.

Ahora era tan solo una minúscula recreación de aquella arena, y sus contenidos estaban limitados al perímetro de madera que simulaba la forma de aquel genuino coliseo que visitó el hada tiempo atrás, ubicándose junto a la entrada detrás suyo una fila de asientos pequeña recién tallada en piedra volcánica. Sâebidem observó entonces que frente a sí había vallas de madera con rellenos de heno cobrizo que partía en dos al lugar, así como también hacer de soporte para triadas de lanzas, y lo separaba unos trescientos metros de las enormes dianas también fabricadas hacia poco tiempo. Se pudo haber percatado que una era un poco más pequeña y su centro aparentaba ser de circunferencia todavía más reducida, más en cambio, se volteó hacia los asientos por percibir a su amada observarle.

Sintió una estocada de amarga impotencia penetrar sus vísceras hasta casi provocarle caer de rodillas cuando miró que Laqonasé sollozaba de rabia y terror al contemplarlo tan salvajemente lastimado, teniendo en mente pedir ahí mismo a los gobernadores de la luna que fuese ella quien tuviese esas heridas en vez de Sâebidem; solo deteniéndose por estar rodeada de guardias, unos cuantos hadas que alcanzaron un asiento y algunos otros nobles perezosos, todos repletos con morbo luego de escuchar que un criminal mutilado había retado a una competencia de lancería al rey Tensjamía por la mano de su hija.

Tanto dolor por el destino que se les había reservado cayó en los pensamientos de Laqonasé que esta no pudo sino retraerse en su asiento mientras miraba con tanto amor al hada lastimado, todavía intentando secretamente liberarse de la cadena que aprisionaba su pierna. Pero Sâebidem nada supo de esto último, y en cambio tomó esa desolación tan profunda en su consciencia para transformarse en algo que pudiese usar en la competencia, así naciendo una valerosa ira que le hizo finalmente dejar salir a Nesi-Nesu de su escondite para que se posase en su antebrazo izquierdo como habían acordado.

— ¿Quién es aquel cuervo posado sobre tu brazo? ¿Por qué te acompaña como si fuese familiar tuyo, Sâebidem? — preguntó el rey Tensjamía en un tono burlesco luego de ingresar a la pequeña arena con mucha faramalla en compañía de sus soldados.

— ¡Es únicamente un amigo hecho recientemente durante mi encierro! — respondió el veterano sin ocultar en su voz el sentimiento que le pedía someter a su rey para darle muerte ahí mismo con una de las lanzas próximas a él. — ¡Majestad, si usted compite hoy, entonces de su lado tiene que estar cada hada en Nescôníqo! ¡Permita que además de la hermosa princesa Laqonasé también me apoye el bellísimo cuervo a mi lado!

— Si deseas que así sean las cosas, entonces tu palabras me han convencido y permitiré que esta ave te acompañe tan de cerca en esta competencia, ya que también será ella quien sea tu única compañía luego de que te expulse de la ciudad. — sentenció con gravedad luego de ignorar el cinismo del último comentario hecho por el veterano. — Pero no debes preocuparte, ya que luego de pensarlo estas últimas horas, te obsequiaré un bastón de preciosa madera negra para que esas mutilaciones tuyas no te compliquen andar sin propósito en tierras extranjeras hasta que llegue la hora de tu muerte.  — concluyó con una sonrisa antes de tomar una de las lanzas a su lado.

— ¡Entonces hay que comenzar de una vez o la intriga va a desgastar nuestras fuerzas! — terminó la conversación Sâebidem luego de hallarse sin más que añadir aparte de improperios casi sacrílegos contra el hada que tan cruelmente mandó a deformarlo, y también sujeto firmemente en su mano izquierda una de las lanzas que decidirían cómo serían el resto de sus días. Nesi-Nesu tan solo aportó a la conversación con un graznido indecoroso que tan solo Sâebidem comprendió.

Uno de los soldados que hacían de escolta para el rey se acercó a los dos para anunciar las normas de la competencia como si este no se tratase más que del intento de ambos por humillar al otro en una demostración de poder, y de acuerdo con aquello determinado unas horas antes por el propio monarca para su conveniencia, le correspondía al rey Tensjamía el primer turno para arrojar sus tres lanzas. Este se acercó al límite marcado por las vallas mientras calentaba sus músculos, y despidió con impresionante fuerza su arma tras apuntar sin mucha atención, haciéndola enterrarse a unos veinte centímetros del centro pintado en la colosal diana.

No se pavoneó de su logro, pero tampoco dejó pasar la oportunidad de remarcarle a su contrincante el alcance de su habilidad con una mirada de satisfacción, y tras esto tomó sus siguiente lanzas: quince y once centímetros fueron las otras distancias al centro que consiguió sin mucho esfuerzo; cosa que reconoció Sâebidem en las profundidades de su mente sin llegar nunca a la admiración, simplemente mirando el peligro que su contrincante representaba, ahora llegándole su turno para luchar junto con Nesi-Nesu y así recuperar su futuro.

Sâebidem alzó su brazo con lentitud sin que esto le resultase muy complicado al inicio, pero luego se dio cuenta que había de indicarle a su nuevo amigo con una mirada de complicidad que necesitaba su ayuda para que este no comenzase a temblar como lo harían los árboles durante un terremoto y sus piernas no cediesen hacia atrás ante la falta de equilibrio que provocaba no tener una parte de su cornamenta. Nesi-Nesu atendió esta petición con rapidez y discretos movimientos de sus garras impidió que ambas extremidades cediesen, también logrando que el hada consiguiese adoptar la posición de un lanzamiento certero y poderoso; muy necesario ahora que la puntuación del rey había sido calculada y parecía imposible de vencer.

— He colocado en tu cuerpo la tensión suficiente para destruir peñascos con un lanzamiento. — susurró Nesi-Nesu a su compañero como si fuese uno de sus antiguos instructores militares. — Pero tienes que ser tú quien decida soltar y guiar esta lanza, ya que únicamente puedo sostener tu brazo para que no desfallezca ante esta mala fortuna que te ha tocado… ¡Hazlo!

Tras escuchar estas palabras con suma atención e inhalar una amplia bocanada del helado aire que circulaba esa mañana por el mundo, recordó una vez más los preciosos ojos morados de Laqonasé y cómo el traidor rey había colocado sobre ellos espantosas lágrimas, así recuperando el ímpetu necesario para emplear tan solo un instante para centrarse en su objetivo y mandar al cuervo de un parpadeo a que liberase su brazo. Su lanza se deslizó por su brazo a gran velocidad y osciló en el aire, causando que silbase una melodía llena con determinación unos momentos antes de que la lanza terminase a doce centímetros del centro.

El siguiente lanzamiento sucedió luego de que Sâebidem voltease hacia Laqonasé para pedirle que no desesperada más, tomando otra lanza incluso si el vértigo le pedía escupir los contenidos de su estómago vacío y las carnes de su brazo ardían de dolorosa sobremanera. Recordó el primer beso que ambos intercambiaron en secreto, como si todavía fuesen adolescentes, y esto le llenó la consciencia con tanta felicidad como rabia hacia el destino; intentando recuperarlo, una vez más pidió a Nesi-Nesu apoyarle, y con otro lanzamiento que por poco rompió su cuerpo debido a la colosal fuerza que empleo en este, acertó a tan solo tres centímetros del centro.

Pensó entusiasmado que su lanzamiento acababa de superar la puntuación de su odiado adversario y sonrió a Nesi-Nesu por un breve instante antes de tomar orgulloso una tercer lanza que había de soltar para conseguir la victoria en aquella competencia, sus movimientos transmitían confianza pero no desinterés en el objetivo que tenía frente sí y ante todo se planteó que el siguiente de sus lanzamientos tenía que ser incluso más perfecto sin importar que ya hubiese ganado. Pensó que el rey Tensjamía anularía los resultados o de alguna manera cobarde se acreditaría la victoria incluso al declararse a él como victorioso, pero durante las horas anteriores ya había decidido que de ser así le mataría con su lanza pese a que eso costase su vida, y teniendo esto en consideración se dispuso junto con el cuervo a realizar el último tipo. Sin embargo, los gritos iracundos que dio el monarca mientras él se dirigía con rabia hacia Sâebidem impidieron que siquiera se acercase a las vallas:

— ¡Sâebidem, tú no eres más que un ratón sin orgullo, y ahora como estafador también te he descubierto! — anunció el monarca apuntando con sus dedos hacia Nesi-Nesu para que sus guardias lo aprehendiesen, y aunque intentó protegerlo, el veterano fue despojado de su amigo. — ¡Tienes a tu disposición una magia secreta gracias a este cuervo! ¡Es imposible que siendo manco y descornado todavía seas tan bueno lanzando! ¡Pues ya no más! — añadió mientras el ave intentaba huir luego de que fuese interceptado y atado de las extremidades con varias cuerdas de cobre por los guardias, así imposibilitando abrir sus alas para huir luego de ser colocado como nuevo centro de la diana tras subirlo a una pila de cajas en un movimiento improvisado y rastrero.

— ¡Te estás equivocando una vez más! — respondió Sâebidem mientras observaba con desesperación a Nesi-Nesu intentar escapar, sorprendiéndose de que el rey averiguase el secreto que ambos escondían, también él estando incapacitado para ayudar a su amigo por sus heridas  — ¡Acá no hay más magia que el hecho de que soy mejor guerrero que tú! ¡¿Qué clase de rey es tan canalla como para no reconocer algo tan simple y pretender que la razón por la que perdió es por la jugarreta de un cuervo?!

— ¿Dices que he perdido? Eso todavía no ha sucedido y no tienes razón para apresurar conclusiones así, ratón embustero, sobre todo considerando que aún hace falta un lanzamiento para que podamos comparar nuestros resultados. — respondió el rey con una sonrisa vergonzoso que intentaba esconder su confusión ante los métodos irreconocibles del cuervo, realmente careciendo de una explicación más allá de su prepotencia para saber que existían. — ¡Adelante! Ya es tu turno para lanzar, y ahora espero que aciertes en el blanco como tantas veces has hecho; lo haces, y prometo la comunión con mi hija y princesa en compañía de mi reino. — prometió sin mucho sarcasmo mientras apuntaba a la diana de Sâebidem.

Inmovilizado de manera siniestra, Nesi-Nesu solamente pudo dar desesperadas pero nobles súplicas de ayuda. Sâebidem no supo qué hacer durante unos instantes, y se volteó para compartir el sanguinario desagrado por lo que estaba sucediendo con Laqonasé antes de que los guardias le empujasen hasta la valla para que hiciese el lanzamiento, de esta manera entendiendo la gravedad de lo que estaba siéndole ordenado.

Alzó con mucho dolor en el alma su brazo izquierdo, sus músculos cerca de rendirse por la tristeza de los eventos que se desenvolvían delante suyo y los tendones helándose por la frustración ardiente que residía en sus entrañas, terminando por apuntar en total confianza de que asesinaría a su amigo de disparar su arma. Tanto sufrió en aquellos instantes, debatiéndose si la vida de Nesi-Nesu valía tanto como la suya a un lado de Laqonasé y si la amistad hacia que le había dado esperanza era tan preciada para él como el amor por quien había otorgado la determinación para continuar luchando, incapacitado en su corazón por tener que tomar una decisión tan monstruosa a pesar de haber hecho muchas similares durante su juventud en los campos de batalla.

Sâebidem hizo una elección apresurada luego de sortear con rapidez todas las opciones que había imaginado hasta ese momento, sospechando que parte de su suplicio también implicaba que los soldados no se quedarían de brazos cruzados para aguardar cuanto tiempo necesitase para sortear el próximo movimiento que haría, y en el calor del momento aceptó que la muerte le seguiría luego de disparar su lanza: desviaría el curso de esta para que ni siquiera impactase contra la diana, y antes de que nadie pudiese reaccionar, usaría su empolvada habilidad como militar para arremeter contra el rey Tensjamía y todos los guardias que le protegían para así matarlo o acabar asesinado en el intento; todo cuanto siguiese después de esto, si es que triunfaba en su cometido, era un misterio para él. Pero su fantasía acabó frustrada porque en el momento en que inhaló una fétida bocanada del fatal destino que le rodeaba y soltó su potente pero inefectivo brazo en dirección a la pared detrás de la diana, todo mundo escuchó la fractura de unos metales junto con ardientes gritos que se dirigían hacia ellos.

Laqonasé encontró la manera de romper la cadena que retenía su pierna luego de poco a poco fracturar los delgados anillos de cobre que la conformaban, y tan pronto como obtuvo su libertad subió hacia los escalones encima de ella para impedir que los guardias la agarrasen una vez más, inmediato saltando para volar a toda prisa hacia la diana y así salvar al ave que supo reconocer como amigo de su amante e intrépido aliado en su búsqueda por consumar su amor con él. No contuvo su voz un solo instante por tener que hacerlo a causa del malestar que la crueldad de su padre contra Sâebidem había insuflado en sus vísceras, más justo en el instante anterior a tomar a Nesi-Nesu para rescatarlo, fue cuando pegó un alarido de desgarrador timbre: el curso de la lanza que el veterano había errado a propósito fue el mismo que cruzó Laqonasé, y hubo una violenta miasma de potencia militar y relámpagos que destrozaron su mano izquierda para luego hacerla estrellarse en el suelo con un grito impotente junto con la lanza empapada de azul.

El enamorado sorteó la distancia que los separaba tan rápido como sus discapacidades se lo permitieron, y al hacerlo gritó con tanto dolor que nadie pudo discutir que entre esas dos hadas existía una conexión profunda que unía a los dos bajo el patrocinio del amor, primero habiéndose librado de los guardias con exasperadas cornadas que por poco fracturaron los huesos de estos soldados e hicieron trizas las vallas, terminando este veterano por caer de bruces a metros de la princesa por el vértigo que correr los últimos metros le causó. Sujetó entre brazos a su lastimada amada mientras susurraba en su oído secretas confesiones de afecto que le hicieron derramar algunas lágrimas, tanto amargas por los destinos que pesaban sobre ellos como alegres por conseguir escuchar una solemne respiración silbar en su pecho, tomando luego su lanza para impedir que otros se acercasen a ella mientras se dirigía hasta Nesi-Nesu para liberarlo.

— ¡Qué eventos más siniestros acabo de presenciar! — apresuró a decir el cuervo luego de estirar las alas y posarse sobre el hombro de su amigo para tensar su cuerpo e impedir que siguiese temblando de cansancio. — ¿Acaso la princesa se encuentra bien? ¡Te suplico que me digas un sí como respuesta, Sâebidem!

— ¡Está viva gracias a la intervención de nuestra amada Señora Sêlemas y su corte! — anunció con un misterioso entusiasmo. — ¡Pero es mi culpa que Laqonasé ahora esté herida de gravedad e inconsciente, tan deforme como yo, porque soy un descorazonado al tomar una decisión tan malvada como decidir a quién prefiero tener en mi vida con un lanzamiento de esta arma maldita! ¿Por qué ha recaído en mí hacer esta decisión y lastimar a la hada que tanto amo? — se preguntó desesperado mientras se quitaba otra de sus prendas para cubrir la espantosa herida en el brazo de Laqonasé, que por alguna razón había parado velozmente de manar sangre.

— ¡Te equivocas muchísimo, Sâebidem! — replicó Nesi-Nesu. — La culpa de todo cuanto nos ha sucedido no es tuya, más bien es de aquel rey despiadado que con engaños crueles acabó por condenarte tanto a ti como a su hija a la deformidad. — sentenció enojado el ave, quien ahora necesitaba su propia venganza contra el monarca que había mandado a retenerle de forma tan cruel, señalándolo con su pico mientras este avanzaba junto a sus soldados hacia ellos.

Sin mucha demora se acercaron al sitio de la tragedia tanto el monarca como todas las hadas al servicio de este que no habían terminado lastimadas en el suelo por culpa de los embistes del veterano, muchos intentando contener a la muchedumbre que deseaba también conocer el destino de su princesa, y durante algunos instantes tan solo pudo escucharse el ruido helado del viento a través del firmamento. Tensjamía poseyendo durante su andar los labios hechos de piedra a causa del impacto que fue mirar a su hija caer de las alturas mientras la envolvía una niebla azulada. Aunque muchos habrían pensado que esto no era sino un cruel alarde de compostura, los temblores en su cuerpo y el sudor empapando su rostro decían lo opuesto, y al tener frente a sí la lanza de Sâebidem apuntándole para que tanto él como su guardia no se acercase más a Laqonasé pudo conocerse el verdadero pensamiento abrumando su consciencia:

— ¡Eres un imbécil cuyas acciones abomino por completo! — rompió el silencio luego de indignarse por no tener cómo acercarse más a su hija lastimada a pesar de disponer de tantos soldados. — Apenas tengo las fuerzas en mi vientre para reprocharte con el tono que le corresponde a monstruos como tú… ¡Haz caso a tu soberano y muévete para que pueda rescatar de tus garras a mi princesa, asesino! ¡Obedece ahora mismo, idiota!

— Soy yo quien está mirando al verdadero asesino. — respondió Sâebidem mientras preparaba junto con Nesi-Nesu una postura distinta con la que empuñar el arma en caso de que necesitase batirse en duelo ahí mismo. — También estoy observando a sus cómplices, y me da vergüenza reconocer los rostros de muchos de ellos por haber compartido batallas con ellos, ¿acaso ustedes son los verdaderos imbéciles o están de acuerdo con todo lo que ha sucedido? ¡No respondan porque no quiero escucharlos!

— ¡¿Cómo te atreves a llamarme asesino, Sâebidem?! — Tensjamía esputó con incredulidad rabiosa.

— Solamente estoy diciendo lo que es evidente. — continuó el veterano antes de que el rey pudiese continuar. — ¿Acaso hacer que amputen a uno de sus súbditos de manera traicionera y hacer que su hija termine despojada de una de sus manos por una rabieta ante la idea de perder no son los comportamientos de un asesino? Tensjamía, usted ya no es mi rey, sino que es un cínico al cual no tengo problema con darle muerte si se atreve a dar un paso más. — informó con tanta severidad que nadie notó que Laqonasé había despertado. Incluso entonces, nadie tuvo la valentía de moverse tan siquiera un poco.

— Entonces tus palabras desprecian a la decencia y tu insolencia te hacen desconocer aquello que le corresponde a un campesino de tu calaña. — respondió el rey ordenándole a sus hadas avanzar. — ¿Me quieres dar muerte? Excelente, ya que entonces el sentimiento es mutuo. Desconoces lo mucho que aborrezco que mi hija se haya enamorado de un bruto como tú, y si mis intentos de asegurarle un futuro a la altura de su dignidad no han funcionado por ser sutiles, entonces usaré la violencia contra una peste como tú y esa ave nauseabunda, ratón de campo. — finalizó señalando al hada y el cuervo mientras los guardias recuperaban la compostura para lentamente avanzar hacia ellos con espada en mano, titubeando sus acciones en secreto, justo como toda la población presente dudaba de las intenciones del monarca.

— No se atrevan a empuñar sus armas contra él. — dijo Laqonasé firmemente mientras se incorporaba con lentitud, sujetado por su amado, a pesar de todo el dolor que sentía en ese momento. — También deberán matarme si primero le dan muerte a Sâebidem. No hay un solo instante que conciba en su ausencia… Les pido que abandonen las órdenes de su rey si en ustedes queda algo de consciencia. — indicó después de que Sâebidem avanzase para que esta se protegiese detrás suyo.

— ¡Laqonasé, querida princesa e hija mía, cuánto agradezco que estés viva todavía! — gritó el rey con entusiasmo genuino. — ¡Te suplico que ahora mismo te apartes de esa hada que con su estupidez carnicera te arrebató una de tus preciosas manos, y deja que acabe con esta racha de violencia estúpida! — dijo con una voz miserable y una expresión que no se atrevía a mirar el muñón de su hija.

— No debes preocuparme más por mí, ya que ahora mismo nadie va a lastimarme, Sâebidem. — dijo ella al hada que tanto amaba con una voz tranquila que apenas consiguió invocar en ese instante para después dirigirse a su padre. — ¡Pero tú eres un hada de oscuros sentimientos, y ahora confirmo que un mal se apoderó de tu consciencia, querido padre! ¿Cómo pudiste hacernos todo esto cuando tan solo pedíamos tu bendición para que nuestra amor fuese en comunión con Animuále? ¡Cuánto odio tener que despreciarte, pero mírame y niega que tenga otra opción!  ¡Si mi mano destrozada no te sirve como evidencia de mi dolor, entonces ahora renuncio a ser tu hija, y no sabes cuánto me duele tener que dejar de pensar en ti como mi padre! — anunció con una voz ronca del dolor que contrastaba con las lágrimas en sus ojos.

— ¿Renuncias? — respondió luego de unos segundos de impacto. — Todo cuanto he hecho fue por nuestro bien, ¿acaso no puedes reconocerlo? ¿otra vez bromeas o verdaderamente me consideras un monstruo? ¡¿Es esta una actuación tuya?! ¡Laqonasé! — dijo mientras intentaba sujetar su mano para inmediatamente ser rechazado por la princesa y empujado con fuerza hacia atrás por Sâebidem.

— Actúas como un monstruo por creer el daño que has cometido se debe ignorar por ocurrir en nombre de una causa impuesta sobre mí. — respondió adolorida sin pensar mucho en las palabras que salían de su boca más allá del sentimiento que deseaba transmitir con ellas. — Nunca dejaré de quererte por ser mi responsabilidad como tu progenie, pero tendrás que esperar a la noche en que deje de detestar tanto tus acciones para que consigamos reconciliarnos. Solamente así podré comenzar de nuevo a relacionarme contigo, incluso si será como una desconocida para ti, y te suplico hagas lo mismo si así lo consideras.

— ¡Como si tuviese el deshonor de entenderme contigo! — repitió el rey andando hacia atrás mientras miraba frenéticamente a todo mundo pensar en algo más que la irracionalidad del arrepentimiento pesando encima de sus hombros. — ¿Ya no eres mi hija? ¿De verdad ha muerto aquella que me amaba y solo queda alguien que me detesta? ¡Lo hice por nuestro futuro! — dijo cayendo de rodillas. — ¡Pues entonces…! ¡Entonces también he muerto! ¡No tengo vida alguna ni propósito si he fallado a mi deber! ¡Ahora no soy más que una mariposa muerta sin familia! ¡Mariposa! — sentenció enloquecido mirando a Sâebidem no conseguir mirar a su hija por vergüenza.

Tensjamía se levantó después de que anunció esto al viento de la mañana y ante la sorpresa de todos los presentes en aquel sitio tan lleno de extraña tragedia, pronto echó a correr en desesperación casi maniaca hasta su palacio con la velocidad suficiente para burlar hasta a sus escoltas aladas, completamente ignorando todas las veces que su antigua hija avergonzadamente llamó por su nombre para que regresase sin cometer ninguna locura; todo fue inútil e incluso Sâebidem terminó sorprendido ante la forma tan pronta en que el hada que tanto detestaba despareció de su alcance, hasta llegando a considerar que lo que acababa de mirar no era más que una ilusión temporal y el rey verdaderamente se había transformado en una mariposa.

Tanto los enamorados como los soldados que hasta hace poco amenazaban al hada veterana con sus armas de plata se dispusieron a buscar al rey en su castillo para tener la certidumbre de su paradero, más el resto de su escolta confirmaron pronto a la servidumbre en este cuando dijeron que Tensjamía ingresó al lugar como un estruendoso relámpago y se dirigió a los calabazos a través de una compuesta que solamente él conocía, y así acabó todo Nescôníqo buscando al monarca en el laberíntico complejo en los espacios subterráneos de la noble residencia una vez el rumor se expandió por métodos tan enigmáticos como la misma desaparición.

Sâebidem fue el único reticente con su entusiasmo por averiguar dónde estaba el hada que tanto detestaba, pero ante la ansiedad de Laqonasé por averiguar su paradero, no tuvo más remedio que genuinamente intentar hallarlo en compañía de Nesi-Nesu. Pero los esfuerzos del hada y su amigo fueron vacíos como el resto de los hechos por todos quienes buscaron, ya que incluso tras cinco días investigando las extrañas catacumbas, jamás se halló a Tensjamía y se asumió que por medio de un conducto sobrenatural se internó en las profundidades milenarias del calabozo que nadie había explorado en tanto tiempo, imposibilitando rescatarlo ante la inmensidad de bifurcaciones y rutas alternativas. Nadie sabía con certeza si aquel sitio verdaderamente terminaba o si descendía por siempre, así que muchos asumieron que el monarca simplemente desapareció en las fauces de un misterio que superaba a todo mundo.

Nescôníqo celebró por muchas semanas el matrimonio de sus nuevos monarcas tras concluido el periodo de luto que merecía su antiguo gobernador, incluso conociéndose toda la crueldad que había promovido en sus últimos días de vida. Pese a que fue una ceremonia rellena con detalles lujosos hasta la náusea, los presentes en su mayoría fueron la extensa familia de Sâebidem y toda la servidumbre atenta que Laqonasé estimaba con cada uno de sus pensamientos por ser quienes realmente la criaron durante tantos años. Durante la comunión a la luz de la luna pudo observarse que durante unos minutos el astro de plata se manchó con las sombras de centenares de cuervos liderados por Nesi-Nesu en una danza especial que jamás en la historia de su especie se repitió, y abrumados como el resto de los invitados por los alegres graznidos de sus amigos, los enamorados famosamente caminaron hasta sus nuevos aposentos con mucho cariño mientras entrelazaban sus manos.

Banjoilum (Invierno)

Mucho se ha debatido a través de los siglos para determinar si alguna vez hubo un sirviente tan incompetente en sus labores como aquel muchacho llamado Jonelásba, quien laburaba en el minúsculo templo de su todavía más pequeño pueblo campirano, en ese entonces conocido como Desnaqen. Aunque por décadas se han empeñado un montón de académicos en hacerlo luchar contra otros imbéciles históricos de capacidades similares a las suyas, todas las discusiones favorecen la paranormal suerte del joven para arruinar semanas e incluso meses enteros para todos sus allegados: desde tener que probar su inocencia ante un tribunal luego de que un gobernador que visitaba su templo casi muere asfixiado debido a que el joven confundió un material de construcción con ingredientes para su desayuno, tan solo para que por métodos misteriosos después prendiese fuego al lago próximo al lugar mientras intentaba crear un agujero desde donde pescar la cena para disculparse con sus superiores por aquel error, hasta desatar el pánico en Desnaqen por atraer una jauría de gatos al no enterrar bien las sobras del pescado que había comprado para agradecer a los voluntarios que sofocaron las llamas.

La mala suerte perseguía al muchacho como una tormenta negra tan insistente que desde tiempos inmemoriales han existido eruditos del tema que han coqueteado con la posibilidad de que Jonelásba realmente era una especie de genio cuyo intelecto empleó con ardua dedicación en gastar elaboradas bromas hacia sus allegados durante toda su sorpresivamente larga vida. Estas ideas siempre han permanecido a la sombra de la explicación más popular acerca de su tendencia a peligrar la vida de quienes le rodeaban, pero históricamente ha tenido que aceptarse que el muchacho nunca fue expulsado por los miqdoséles del templo debido a que su lealtad tan solo era superada por sus buenas intenciones a la hora de obedecer como pudiese todas las órdenes que se le diese. Jamás fue un hada perezosa y ante todo intentaba por los medios que fuesen necesarios cumplir algo cuando se proponía hacerlo, su rostro siempre teniendo una sonrisa de abnegación cuando no había en este una mueca de terror o sorpresa ante el desastre que acababa de provocar.

De todas maneras acabó por llegar una noche en que los miqdoséles terminaron tan perturbados ante el más reciente accidente provocado por el actuar milagroso del muchacho que decidieron deshacerse de este por una buena temporada, exactamente haciéndolo durante los días que antecedían la llegada del invierno y sus fiestas para impedir que Jonelásba hiciese a los gobernadores de la luna condenar las almas de todos en el templo, creando el más anciano de ellos una excusa poco creativa pero suficientemente plausible como para que el hada preguntase muy poco luego de ser llamado a los establos:

— Pensamos que las celebraciones para la edêuága que se han celebrado en el pueblo durante los últimos tres años han sido demasiado austeras para la gracia de nuestros gobernadores lunares, así que decidimos llevar a Desnaqen nuestra hermosa cierva Siníme para que la plaza se adorne durante los bailes y cantos con su imperial porte. — explicó el miqdoséle a cargo del templo mientras sacaba de su corral al imponente animal de pelaje blanco. — Te encomendamos ser la escolta de Siníme para que esta misma noche emprendan el viaje al pueblo. Asegúrate de ir por el camino seguro que atraviesa el bosque… ¡Jonelásba, no te preocupes si te pierdes de las fiestas que haremos aquí, tu papel como escolta compensará de sobremanera tu participación en ellas este año!

— Por supuesto, mis señores. — respondió el muchacho con entusiasmo mientras tomaba las riendas del animal. — Siníme estará desde ahora bajo mi cuidado y llegaremos a la plaza justo a tiempo para los bailes, cantos e inciensos. — aseguró pensando en lo que debía equipar y en dónde se hallarían cada uno de los instrumentos que deseaba llevarse, notando que la cierva lo miraba con exasperación pero sin quejarse en lo absoluto.

Introdujo con muchas prontitud una miríada de objetos en una bolsa de tela oscurísima que acostumbraba llevar sobre la espalda cuando tenía que hacer algún viaje similar al que le acababan de ordenar, y también se equipó un grueso bastón de madera carmesí que nunca le debía faltar cuando debía atravesar enormes distancias sin que le doliesen los pies, así tomando una muda de ropa con raciones de alimento en forma de galletas de heno en cada uno de los bolsillos y una pequeña cartera de madera con una cuantas monedas doradas que combinaban con el cuchillo de caza plateado que le acompañaba en caso de que debiese defender su vida. Poco tiempo tras recibir las órdenes transcurrió antes de que Jonelásba ya hubiese emprendido el camino que le tomaría unos días en realizar si usaba el camino seguro pero antiquísimo que conectaba templo y pueblo.

Fueron dos días los que se necesitaron para que la primera tragedia en su viaje cayese sobre Jonelásba como una tormenta de destructivas aguas, excepto que aquello habría sido benévolo para el hada que necesitaría recargar sus cantimploras lo más pronto posible, y en realidad se tuvo que enfrentar a una ventisca sureña de granizo que le obligó a resguardarse junto con la cierva bajo las raíces de un anciano más colosal árbol próximo a helado río. Durante algunas horas se encargaron los dos seres de proveerse de calor, e incluso la cierva rechazó los intentos del muchacho por cubrirla con su ropa en un acto de heroico pero innecesario sacrificio al ser ella una cierva acostumbrada a la nieve, afortunadamente pudiendo prender un fogata que les permitió sobrevivir a los instantes más apocalípticos de los huracanes de aguanieve a su alrededor.

— ¡Parece ser que la suerte nos está sonriendo! Quizás debamos esperar hasta el amanecer para continuar. — dijo el muchacho a la cierva tras asegurarse por quinta vez que un témpano de hielo no fuese a caer encima de ellos desde las ramas del árbol. — Todavía podríamos darnos ese privilegio porque incluso con esta tormenta no corremos tiempo de atrasarnos si seguimos el ritmo de los días anteriores. — explicó haciendo gestos con las manos mientras el animal miraba con preocupación los movimientos serpenteantes debajo del hielo a unos metros de ella.

Unos segundos luego de pronunciados los esperanzados cálculos del hada se quebró la superficie del congelado río en múltiples instancias cercanas a estos viajeros para inmediatamente dar paso a hediondas aromas escabulléndose de las fracturas, y tras esta primer impresión emergieron nauseabundas crías de salôtestébio dispuestas a devorarlos. Jonelásba reaccionó con rápidas patadas y bastonazos que mandaron a volar lejos a las criaturas donde sus lenguas tóxicas no les alcanzasen, pero Siníme se deshizo de todavía más de estos monstros con su imponente presencia, muchas crías huyeron ante el miedo que naturalmente tenían a la presencia de la cierva o acabaron pereciendo por las coces del enojado animal.

Tan solo pasaron unos minutos antes de que las bestias fuesen ahuyentadas por los viajeros, pero antes de que ambos estuviesen a salvo y pudiesen regresar a descansar, acabó colándose una cría de estos monstruos por el costado derecho del sitio sin que ninguno la notase sino hasta que con enorme malicia usó sus pezuñas tiernas y lengua pegajosa para robar la cartera del muchacho. Jonelásba intentó detener al ladrón para impedir que se sumergiese en las heladas aguas recién expuestas y habría fallado completamente si una minúscula flecha de madera rosada diese muerte a la cría justo cuando se internaba en las profundidades del río con su tesoro; mala suerte fue la que acaeció sobre el hada, ya que al intentar mirar de dónde había surgido esa arma, sus manos se confundieron y tiraron al lecho acuático casi todo su dinero.

Los sollozos de frustración al perder los ahorros de medio año no solo llamaron a la empatía de Siníme, quien se colocó cerca de él para para que su calor pudiesen consolarlo un poco, sino que también atrajeron la curiosidad de aquellos asesinos de salôtestébio que observaban desde las alturas. Los peregrinos escucharon un silbido encima suyo que fue seguido por la visión de tres enormes ratones descendiendo de varios puntos en los árboles cercanos hasta acercárseles, teniendo en su posesión minúsculas espadas y arcos con carcajes a sus espaldas, que parecían ser tan antiguas como las roídas capas verde hechas a la medida para ellos para apoyar a sus rizados y esponjados pelajes dorados en la labor de mantenerlos cálidos, así mostrándose como pequeños caballeros ante la impresionada mirada de la cierva y el hada, quienes ni siquiera reaccionaron sino hasta que los ratones hablaron a la vez que se calentaban en la fogata.

— Viajeros, espero que tengan una buena noche. — inició la conversación el ratón que además de ser imponente lucía tener mayor edad que el resto de los presentes. — Nosotros somos los hermanos caliza, y estamos a su disposición si así lo desean, permitan que nos introduzcamos apropiadamente…

— La verdad es que no ha sido una buena noche la de hoy. — mencionó el hada sin darse cuenta de que estaba pensando en voz alta por estar distraído en las circunstancias miserables en las que acababa de sumergirse, no muy distinto a cómo casi todas sus monedas estaban ahora sumergidas en el río.

— ¡Como decía! Junto a mí se encuentran mi hermano Elâqas y Usâmal, — interrumpió a su vez el ratón sin tampoco prestar mucha atención a lo que el muchacho tenía que decir. — el ratón más intrépido en este lado del bosque y el más habilidoso con la espada en todo el mundo; así quedo yo solamente: su servidor tiene por nombre Anbosê, el arquero invencible, a sus órdenes.

— ¿Órdenes? — preguntó Jonelásba mirando las tres monedas que había conseguido rescatar de las aguas heladas sin atreverse a despegar los ojos de estas. — ¿Qué clase de servicio pueden proporcionarme ratones tan curiosos como ustedes?

— ¡Ah! Será que no prestaron la suficiente atención. — respondió Anbosê sacando de su carcaj una flecha idéntica a la que usó para cazar al pequeño monstruo. — Se habrán percatado que acamparon al lado de un nido de salôtestébios, lo cual es bastante peligroso hasta cuando no tienen ni unos meses de edad, ¿verdad? Pues si es así, entonces también habrán notado que fui yo quien le di muerte al bicho; aquel que iba a robarse lo que presumo son tus monedas, hada, ¿verdad?

— ¡Mis monedas! ¡Eran los ahorros de medio año! — comentó Jonelásba para sí mientras la cierva trataba de hacer caso a sus visitantes, terminando por darle un pequeño golpe en el hombro a su escolta para que hiciese lo mismo. — Quiero decir que sí, por supuesto que notamos ambas cosas, querido ratón… ¡Habría luchado contra esas criaturas toda la noche si así pudiese escoltar sana y salva hasta nuestro destino a Siníme!

— ¿Así que tu consciencia es la de un guerrero? ¡Eso me encanta de ti, hada! — mencionó Usâmal con entusiasmo para después pelear contra el aire usando su espada mientras continuaba hablando su hermano.

— Entonces sabrás que en este bosque siempre habrá la posibilidad de encontrar más peligros, y mientras que algunos apenas serán árboles caídos qué escalar u rocas que caen de los cielos por razones que solo conoce Sarâúla, otros pueden tratarse de salôtestébios o algo peor inclusive. — continuó Anbosê. — Ustedes han demostrado ser grandes guerreros, pero necesitarán de compañía si quieren estar sanos y salvos.

— Por supuesto, nos encantaría hacerlo por el mero gusto de asistir a los que necesitan nuestra ayuda, — dijo Elâqas con dramatismo al mismo tiempo que usaba su lanza para apuntar a la tormenta encima de ellos con una expresión de venganza teatral. — pero desafortunadamente también requerimos los medios para alimentar a nuestras familias, coser nuestras prendas y reparar nuestras armas.

— Mi hermano tiene toda la razón, así que les proponemos lo siguiente para que todos salgamos ganando: por el barato precio de media moneda de plata seremos sus guardianes durante la duración de su viaje, y de ahora en adelante les defenderemos de cualesquiera sean los males que nos acechen, incluso si tenemos que dar nuestras vidas por ustedes… ¡Que no pasará porque no hay mejor hermandad guerrera que la nuestra!

— ¿De verdad nos proponen ser nuestros guardaespaldas? — preguntó el hada con algo de incredulidad pero sin tener nada en mente que le impidiese creer que las intenciones de los ratones no eran genuinas. — No creo que debería costearlo ahora que solo tengo estas tres monedas, pero por otra parte, quizás no sería mala idea tener compañía en nuestro viaje… Creo que tengo que aceptar por la seguridad de mi compañera, ¿tú qué opinas, Siníme?

La cierva no tuvo oportunidad para indicar con suspiros bien argumentados la perspectiva que tenía al respecto de aquella oferta de negocios, esto debido a que el hada dio un grito de espanto tan pronto como terminó de hablar por sentir al mayor de los hermanos caliza ascender por sus rodillas hasta su mano y tomar con presteza una de sus monedas, seguido esto por él ascendiendo todavía más con su tesoro para anunciar al resto de su gremio desde la cornamenta del hada que una nueva aventura les deparaba. Sus hermanos festejaron con algarabía mientras se movían rápido para reunirse con su líder y emplear la habilidad de su especie para transformar aquella moneda en tres sacos minúsculos de plateado polvo que se repartieron entre sí para hacer más sencillo el transporte de la paga. Jonelásba tuvo el primer instinto de agarrarlos para obtener de ellos una explicación por aquel robo hacia sus limitados recursos económicos, más no pudo porque tan pronto como se llevó las manos a la cabeza, los ratones saltaron alegres a la espalda de Siníme desde la nariz del muchacho e indicaron con silbidos que iniciaba su nuevo trabajo como protectores para sus confundidos empleadores.

— Es importante hacer la aclaración de que tomé una moneda de plata porque esta corresponde a dos trabajos completamente distintos cuyo precio es de solo la mitad de una: — indicó Anbosê súbitamente cuando Jonelásba retomó el trayecto hacia Desnaqen luego de que la tormenta hubiese cedido más. — el primero es nuestra ocupación como sus guardianes en este bosque, mientras que el segundo, corresponde a la labor que prestamos horas antes cazando a la cría de aquellos monstruos que anidaban bajo el hielo, particularmente a la que deseaba zamparse todo su dinero.

Durante varias noches continuaron su marcha hacia el pueblo que pronto celebraría las fiestas invernales sin que contratiempos de importancia impidiesen avanzar mucho tiempo, apenas debiendo tomar alguna ruta alterna al camino pavimentado milenios atrás que los viajeros seguían religiosamente, solamente haciéndolo en aquellas ocasiones donde un derrumbe o hundimiento les hacía tener que desviarse un poco. Particularmente durante aquella temporada, buen parte del camino estaba bloqueado por estar en medio de la estruendosa marcha de los árboles nâlbeno que comenzaban su caminata migratoria hacia el norte. Cada paso que daban parecía invocar todavía más neblina a sus alrededores, y justo como era imposible pisar aquel suelo eternamente húmedo sin que algún misterioso ser asomase sus narices para saludar, ninguno de los viajeros fue capaz de negar que estaban abandonando todo cuanto conocían para llegar a una fantasía nevada a medida que llegaban al centro de aquel hermoso bosque.

Siempre hubo un choque entre la personalidad tranquila pero responsable que caracterizaba al hada mucho más que su torpeza de características sobrenaturales y las almas liberales de los ratones, quienes siempre aprovechaban las mejores ocasiones para cantar por largos ratos los amplios repertorios musicales de su pueblo a la vez que danzaban tomados de la mano, usualmente cada que vencían una alimaña que se escondía cerca de ellos para atacarles a traición o sobrevivían a los accidentes provocados por Jonelásba; que pronto aprendieron a reconocer como característicos de él y no intentos de asesinato. Realmente fueron los eventos que ocurrieron tiempo después quienes hicieron a unos apreciar los encantos de los otros, aunque por mientras hubieron de acostumbrarse los peregrinos a la insistencia de sus guardaespaldas por usar sus cuerpos como terreno para perseguirse cada que se aburrían de usar a la cierva como bastión de observación y plaza de baile.

Notaron pronto la solitaria tranquilidad que imperaba en el bosque durante aquellos meses de escarcha y nieve, hasta que terminaron por ser misteriosas las ocasiones donde se encontrasen con animales más grandes que los mismos ratones deambulando por los inacabables mosaicos de árboles coloridos que rodeaban el horizonte, pero luego de ocho días andando con una marcha firme por el camino de siempre, tanto peregrinos como sus nuevos empleados se encontraron ante la impresionante visión de que este había sido obstruido enteramente por un monumental enjambre de piedras saíqisaj volando con suficiente avidez para tapar la escasa luz lunar que se colaba por las ramas encima de ellos. Incluso de ser posible para ellos cruzar la nube que formaban sin que la mala suerte del muchacho terminara por hacer que estos seres enigmáticos los mataran a pedradas, decidieron que era mejor no despertar de ninguna forma la iracunda personalidad de aquella criaturas al interrumpir sus bailes de apareamiento, y una ruta alterna hubieron de encontrar cientos de metros lejos de la marcada centurias atrás por circunstancias desconocidas.

Pero si el destino había perdonado a los peregrinos de los mortales impactos que las piedras levitantes pudieron ocasionarles en la cabeza, esto no fue porque por primera vez decidió ponerse del lado del hada, sino más bien debido a que terminó decidiendo que era mejor enfrentarlo tanto a él como al resto de su compañía contra adversarios todavía más peligrosos. Ladrones de la especie más horrenda recientemente había burlado de nuevo su captura y en poco tiempo habían hecho un refugio en los sitios más apartados del bosque, mismos que los viajeros ahora transitaban, así terminando por aparecer detrás y frente a ellos como apariciones malditas de sombra pura con cuchillos en mano e hileras sucias de dientes que dibujaban una cruel sonrisa mientras se les acercaban.

— Hermano mío que también navegas el curso de este río llamado vida, — dijo el líder de estos hadas sin prestar atención a nadie más que a Jonelásba, inclusive ignorando que sujetaba al revés su arma. — tienes entre manos la siguiente elección: nos entregas aquella cierva tan preciosa, las posesiones de tu bolsa, ese hermoso bastón y tus zapatos; salvo que desees morir aquí mismo, ¿qué es lo que escoges?

— ¡Idiota! ¿Cómo te atreves a amenazar con tanto cinismo a uno de los miqdoséles más importantes en toda la región? — respondió Anbosê instantes antes de que Jonelásba pidiese clemencia a los criminales tras calmar a Siníme, empuñando su espada junto con las armas de sus hermanos hacia el detestable ladrón.

— ¿Intentas engañarme, ratón entrometido, quién eres tú siquiera? ¡¿Cómo es que alguien más joven que yo es ya un miqdoséle?! ¡Esas no son más que mentiras tuyas! — dijo aquel paria con enojo mientras apuntaba ferozmente a los presentes, corrigiendo la manera en que agarraba su arma,  indicando al resto de su gremio que hiciese lo mismo.

— ¡Sí, es correcto lo que mi escolta dice! — intercedió Jonelásba mientras pensaba rápido con la pretensión de ayudar al ratón. — Deben referirse a mí como Fanómi el maravilloso, y he viajado desde muy lejos con destino al bello poblado de Desnaqen para celebrar con esta cierva virginal las fiestas de invierno, así que deben marcharse ahora mismo si no desean sufrir la ira de mi poder. — añadió impactado por la barbaridad que acababa de improvisar y al haber amenazado a esos bribones de tal forma, tratando un momento de entender qué poder había tomado posesión de su boca, siendo que incluso la cierva acabó pícaramente sonrojada luego de escuchar el adjetivo con el que se habían referido a ella.

— ¿Dices llamarte Fanómi? Entonces me gastas una broma después de que seriamente pedí que escogieses la muerte o tus pertenencias… ¡Parece que has escogido lo primero! — sentenció el hada con espuma en la boca para después lanzarse contra Jonelásba.

La estocada que el criminal asestó contra Jonelásba fue tan veloz que habría sido imposible para cualquiera separado por tan minúscula distancia esquivarla sin antes ser lacerado por aquel polvoriento filo, así que fue toda una fortuna que Jonelásba cayese sobre las piernas del criminal al momento de intentarlo, tropezando con una piedra que obviamente le esperaba desde hacía tiempo para hacerle desplomarse con la intensidad de un relámpago. El criminal aterrizó contra un árbol cercano a la cierva y soltó su cuchillo por el impacto sorpresivo, todos los otros hadas mirando atónitos cómo el supuesto miqdoséle aparentemente había negado la fuerza bruta de su líder y le había sometido, siéndoles imposible desde todos los ángulos en que se hallaban observar cómo Anbosê también saltó encima del ladrón y se coló en sus prendas sucias.

— ¡Repite ahora cómo te llamas! — Usâmal indicó a Jonelásba con prisa como si hubiese acordado algo.

— ¿Cómo? ¡Ah, supongo que debo hacerlo! — respondió este mientras se levantaba lleno de energía por el miedo de aquel ataque. — ¡Tienen que dirigirse a mí como Fanómi el maravilloso, y tienen que irse de aquí si no quieren terminar contra un tronco, obedezcan ahora mismo! — una vez más habló tan nervioso que sus palabras salieron sin control alguno de su boca.

Tan rápido como estas lograron ser escuchadas por todos los rincones distantes del helado bosque, igualmente se les unió un desgarrador grito que provino de las fauces del criminal al sentir este cómo su espalda era cortada en centenares de trozos por una espada tan pequeña como veloz y letal, incluso superando la propia destreza del malviviente con su oxidado cuchillo. Coincidió que Jonelásba pronunció aquel nombre falso con el asalto secreto que Anbosê dio hacia su enemigo, y tan impresionados quedaron todos al ver cómo el monstruo caía de rodillas por el dolor que no notaron que Elâqas y Usâmal había escalado el árbol junto a ellos para también repeler a tan nauseabundo rival; el primero lanzando su arma contra el más distante de los ladrones para hacerle caer al perder en un santiamén el ojo sin que nadie sospechase de nadie más que el supuesto Fanómi, mientras que el segundo usó sus flechas para que todos sintiesen invisibles ataques caer sobre sus afiladas narices, causando que sin rechistar todos se apartasen aterrados ante el poder del joven miqdoséle. El líder de ellos apenas pudo mirarlos con odio antes de echar a correr gritando y cargando a su amigo tuerto para nunca más volver a ser visto.

— ¡Estás bromeando! No había tiempo que perder explicando nuestra estrategia. — respondió Elâqas después que Jonelásba les reclamó por haber hecho un acto tan exageradamente complicado como ese. — Tendrás que conformarte sabiendo que lo teníamos bajo control y a nuestros empleadores jamás le harían daño en nuestra guardia. Hadas de tan mala calaña jamás serán un desafío para mí o mis hermanos. — añadió mientras Siníme le entregaba con su hocico una pequeña rama que tallaría hasta convertirla una nueva lanza.

— También debo felicitarte por tu compostura durante todo el asunto, Jonelásba. — dijo Anbosê mientras descansaba sobre la espalda de la cierva junto con su otro hermano. — ¿Quizás debería llamarte Fanómi el maravilloso? Como sea, una vez más nos demostraste tener un alma de guerrero casi a la par que las nuestras.

Luego de esto continuaron su travesía durante unas cuantas noches más al amparo de una luna cuya mitad rápido estaba desvaneciéndose en la oscuridad característica de los meses sagrados de invierno. Regresaron al camino pavimentado por una desconocida fuerza milenios atrás en cuanto tuvieron la certidumbre de que ningún peligro se había adueñado de este, y así transitaron el solitario bosque sin ninguna otra compañía además de los cantos de los hermanos caliza u otro entretenimiento fuera de las danzas alrededor de fogatas que estos aseguraban eran dramatizaciones musicales de la vida de sus antepasados. Siníme había entablado una amistad con ellos de la misma forma que una jovencita se hace compañera de niños pequeños y Jonelásba respetaba bastante más todo cuanto ellos juraban eran sus deberes, siempre asegurando una comida decente todos los anocheceres y haciéndolos saber cuándo los alrededores auguraban peligro, mismos que aumentaron conforme más se acercaban a Desnaqen.

Sucedió que un amanecer halló a todos preparándose para dormir unas cuantas horas al amparo de una cueva que había descubierto recientemente sobre una ladera repleta con pequeños árboles de corteza morada, y luego de investigar sus interiores con escrutinio para que Jonelásba no hiciese que una bestia devorase al resto por encontrar intrusos en la puerta de su hogar, los ratones determinaron seguro el lugar. Pero aquella cueva húmeda estaba vacía porque su dueño había ido de caza toda la noche y no tardaría mucho en llegar, notándolo los peregrinos en un segundo cuando escucharon el rugido de un enorme oso pardo con motas naranjas. Siníme inmediatamente se retiró hasta el interior de la cueva mientras soplaba de terror, así dejando al hada con los ratones para ingeniarse cómo escapar.

Jonelásba intentó tomar las llamas de la hoguera a su costado con una antorcha extinta para así intimidar a la bestia que se les aproximaba con suma rapidez, pero la angustia por conseguirlo antes que esta devorase su cara provocó que por un desliz acabase lanzando con su bastón una piedra directo en las fauces del oso, quien terminó aún más colérico tras notar que por primera vez en sus cientos de años alguien le había arrancado de un solo golpe tres dientes. Siníme terminó retirándose al interior de la cueva con sumo terror en su corazón y legando su deseo por no morir ahí mismo en el hada y los ratones, quienes prestos debatieron unos segundos lo que había de hacerse antes de aprovechar que Jonelásba finalmente consiguió encender la antorcha y ahora estaba gritando al oso mientras mecía su arma de un lado a otro, pidiéndole entonces que se reuniese con ellos también dentro de la cueva mientras le explicaban el plan.

— ¡Colócate unos metros a la izquierda de la señorita y coloca tu antorcha debajo de su barriga que el fuego proyecte una sombra temible! ¡Hazlo ahora, Jonelásba! — instruyó con prisa Anbosê mientras escalaba junto con sus hermanos hasta las orejas de una paralizada Siníme.

— ¡Muy bien! ¡Aquí una sombra espeluznante! — respondió el hada luego de barrerse por el suelo para alcanzar rápido la posición que le habían indicado y usar su collar espejo para incrementar la cantidad de luz que daba hacia el exterior de la cueva.

Cuando aquel oso se acercó lo suficiente para que todos en el interior de su hogar pudiesen oler su aliento de pescado en descomposición, una imagen se pintó en la pared sobre la que estaba recargándose para soportar mejor los dolores en su boca y esta le hizo retroceder espantado bastantes pasos, mirando con horror cómo en su cueva aparentemente no se hallaban los entrometidos que deseaba tanto aniquilar; más bien una criatura horrenda de cabeza pequeña cuyos ápices terminaban en abominables nidos de bichos que se sacudían a punto de reventar en hordas de parásitos, y una complexión elongada hasta la deformidad en las que sus piernas se fusionaban con un enorme músculo reptante también con sus propias bolsas de enfermedad. Tal visión se movía tan extrañamente que el oso perdió su valor en un segundo, y en cuanto escuchó un desgarrador grito de guerra que con su eco amargo y siniestro indicaba que comenzaba una cacería con el objetivo en su cabeza, la bestia huyó despavorida hacia una locación más segura.

Esta ilusión de sombra permitió a los viajeros apartar de su camino al peligro en aquella ocasión, incluso si en todo caso apenas durmieron bien por miedo a que el oso regresase junto con refuerzos para dar muerte a la abominación que acababa de ver. Nada supieron que aquel animal sería un profeta cuyo testimonio de maldades arcanas en cuevas predestinaba el retorno de sus dioses, de esta manera comenzando un nuevo milenio religioso para los osos en aquel bosque, pero en todo caso, la aventura de aquella noche fortaleció otra vez los vínculos entre todos los miembros de aquel grupo. Mientras los ratones suplicaban de rodillas perdón a Siníme por haberla mordido en las orejas para hacerla gritar y se reían de Jonelásba por su imitación de una comadreja,  conforme más se acercaban a Desnaqen, los peregrinos se vieron sumergido más y más en la felicidad de aquella amistad.

Justo sucedió una demostración de esto la última noche que pasarían atravesando aquella arboleda enorme de amplios colores para finalmente llegar a Desnaqen, pues tras haber caminado durante horas en lo que pintaba ser tan solo una recolección de momentos normales sin incidente alguno, los viajeros se detuvieron en seco al escuchar próximo a ellos siniestros movimientos en lo alto de los árboles. Como una nevada, pronto comenzaron a caerles trozos enormes de ramas y hojas sueltas que fueron arrancadas con siniestra violencia por una maldad que les acechaba, y quien al poco tiempo de tenerlo acorralados junto a un vetusto tronco cobrizo se reveló como un horrendo gato blanco de ojos verdes. 

Los ratones hicieron su mejor esfuerzo por impedir que todos mirasen como las piernas les temblaban ante la presencia sobrenatural de aquel devorador tan pálido como la nieve, más sus rugidos secos no hicieron más que hacerlos enfermar de vértigo por muchos segundos antes de que pudiesen reaccionar. Así mismo, el terror que ellos sentían también era compartido por Jonelásba; tomándose su tiempo para rescatar de su bolsa el arma que guardaba y apuntándole sin mucha convicción para que no se les acercase la bestia pequeña, realmente siendo Siníme quien con su postura noble hizo dudar al gato de sus movimientos más tiempo del habitual para aquellos espectros de muerte.

Estando consciente que lo único que había impedido a los hermanos caliza desmayarse luego de dar un suspiro de miedo era su inconquistable orgullo por demostrar a quien fuese sus dotes como los mejores guerreros en todo el bosque, Jonelásba reconoció que en esta ocasión debía ser él quien actuase primero contra su adversario, y la manera en que lo hizo fue lanzarse contra este animal macabro con cuchillo y antorcha en mano tras pegar un grito cuyos contenidos fueron tan misteriosos que al día de hoy siguen siendo sujeto de controversia para los académicos más versados en la historia del muchacho. Apenas necesito el gato pegar un desliz hacia uno de sus costados para evitar ser pisoteado por el hada, y este terminó estrellándose de frente contra el suelo empapado con aguanieve, dejando a sus amigos a la merced inexistente de la bestia. Siníme tomó la iniciativa y pegó coces por todas partes sin atinar ningún golpe al depredador blanco, temiendo si este decidía escalar sus piernas para dar con los ratones en su espalda, más ellos se despabilaron antes que aquello sucediese.

— ¡Hermanos, no hay razones para que nos quedemos así más tiempo a la espera de que esa abominación tome nuestros cuerpos con sus putrefactas garras y devore nuestras carnes con sus sucios dientes! — dijo Anbosê con prisa y en el tono más serio jamás pronunciado por un ratón, denotando en este unas instrucciones que sus hermanos comprendieron a la perfección.

— Anbosê, nos debes honestidad entonces, — inquirió Elâqas con dramatismo accidental en sus palabras mientras se preparaba para seguir las órdenes de su hermano. — ¿Acaso crees que habrá de pagar nuestra victoria contra aquel monstruo blanco con nuestras vidas?

— ¿Es verdad lo que sugieres? — Usâmal preguntó mientras le indicaba a la cierva que tomase la antorcha del hada, que había aterrizado de alguna manera junto a ellos, sabiendo cuáles eran los pasos que necesitaba seguir, informándole a su protectora al respecto. — ¡Tiene que ser una broma!

— Sería mentira decirles que no es una posibilidad ser reclamados esta noche por la muerte. — contestó Usâmal acercando su cola al fuego que Siníme preocupada acercó para él. — Pero recuerden lo que mencionó alguna vez el abuelo: ¡Nada importará cuando nuestros la muerte nos reclame, y así nuestras heroicas se derretirán con las nieves del tiempo! ¿Pero eso significa que habremos de rendirnos ahora y pensar que la vida de todos a quienes juramos cuidar vale nada? ¡Por supuesto que no! ¡Sus vidas son ejemplo para nosotros, así que empujaremos hasta que la vida sea quien nos reclame y no la muerte! — mencionó casualmente mientras su cola ardía en llamas y junto con sus hermanos descendía al suelo, esto a propósito con un ritmo lento para aumentar el dramatismo de lo que acababa de decir incluso si por poco se soltaba a llorar por el dolor de las quemaduras.

De esta manera llamaron la atención del gato tras burlarse de la reputación turbulenta de sus ancestros para inmediatamente correr hacia este sin esperar a que el propio engendro tomase la iniciativa de asaltarlos encolerizado para devorarles de un mordisco, y tan pronto como saltó y abrió sus malvadas fauces, Anbosê se introdujo decorosamente con habilidad atlética en su estas para pronto incendiar sus vísceras. Esto sucedió rápido y la misión de los otros hermanos caliza fue entonces tomar sus armas para perforar la barriga del animal una vez se deslizaron por debajo de esta, tomándoles mucha concentración en aras de no errar y mucha más fuerza para que sus brazos no se fracturasen con la resistencia de la carne áspera, pero ninguno falló y al final el gato cayó herido a unos metros.  

Anbosê carneó su salida de aquellos asquerosos horrores en los que se acababa de sumergir tras las necesaria espera dramática que sus hermanos esperaban presenciar de acuerdo con la intensidad de la situación, y después de asegurarse que no había perdido ninguna extremidad o haberse pulverizado completamente la cola, terminó rendido junto a Elâqas y Usâmal por el espanto y fuerza requeridos en aquella maniobra. Para su infortunio, aquel gato todavía podía pelear y rápido se reincorporó con un maullido que pedía sangre en compensación de las entrañas que había perdido, rápidamente acercándose hacia los gatos de manera que ni siquiera Siníme podría interceptarlo. Jonelásba fue quien por fortuna logró espantar a la bestia con sus propios aullidos erráticos y movimientos de alguien con una enfermedad paralizante, notando que el gato más bien sintió bastante asco del hada y escapó a la oscuridad de la noche para sanar sus heridas imposibles de sobrevivir para otros que no fuesen verdaderos espectros malvados, y de inmediato corrió hasta sus guardianes para revisar su salud.

Incluso con un poco de angustia en sus rostros nunca hubo lágrimas en los ojos del resto de los hermanos caliza, quienes aseguraron con preocupación creciente al hada que su líder tan solo necesitaba reposar un poco antes de volver al servicio, notándose que tanto su cola como la parte baja de su espalda estaba chamuscada con bastante agresividad y más bien parecía que tenía una fina madera negra pegada con carbón al cuerpo. Jonelásba hizo todo lo posible para sanar aquella herida tan horrenda, primero como acto de compasión ante un guerrero caído en la defensa de los compañeros y en segunda por el agradecimiento sentido hacia Anbosê por su sacrificio para impedir que el gato matase a todos los presentes o llamase a otros para hacerlo; sus ungüentos de plata sagrada reanimaron un poco los músculos en su espalda y las compresas de agua inflaron un poco su destruida piel, pero fue tan solo cuando Siníme se acercó para lamerlo con afecto mientras brillaba la luz de la luna debajo de él que este no solo recuperó la vitalidad sino que también volvió a tener una cola rosada en un milagro que habría sido más impresionante de también haberle regresado el pelaje que perdió en aquella zona.

— Haré todo lo posible para recompensar esta deuda que tengo contigo, hermosa señorita. — Anbosê mencionó a la cierva mientras descansaba en su lomo y jugaba con su nueva cola, recibiendo como respuesta un soplido amistoso. — ¡Ya lo verás!

— Nosotros también estamos agradecidos contigo, Jonelásba. — dijeron los otros hermanos al hada mientras este intentaba no caer dormido. — Toda esta aventura nos ha demostrado tu valía como un guerrero casi a la altura de nosotros, y nos permitió pelear como en los viejos tiempos; aquellos son recuerdos que no se podrán desvanecer de nuestras memorias.

— Espero que de las mías tampoco se vayan, y quizás por eso tampoco quiero que terminemos de crearlas cuando lleguemos a Desnaqen. — dijo Jonelásba comenzando a ver las distantes luces moradas y amarillas del pueblo en la distancia. — Quiero que me acompañen durante las fiestas invernales, así como también de vuelta a mi templo; conozco a un amigo en Desnaqen que me sacó una vez de un aprieto… Varios aprietos, por lo que puedo conseguir el dinero.

— ¿Cobrarle a un guerrero a la altura de nosotros? — intervino Anbosê. — No te atrevas a mencionarlo.

— Jamás le pediríamos eso a un amigo. — añadió Elâqas.

— ¡Mucho menos a un hermano caliza! — finalizó Usâmal.

Durmieron toda la mañana una vez llegaron al pueblo luego de tener esta conversación, y por razones que nadie se pudo explicar llegaron al Desnaqen una noche completa antes de que iniciasen propiamente las fiestas invernales. Por esta razón, tan pronto como se dio la oscuridad y los habitantes dieron el visto bueno a su presentación e higiene, disfrutaron los sitios de interés en el pueblo como si de la mismísima ciudad imperial se tratase. Comieron al punto de que sus barrigas quisieron reventar de tantos manjares servidos en los restaurantes donde se dejase pasar a la cierva, deshicieron sus pechos mientras sollozaban canciones alegres en cada bar que admitiesen ratones y bailaron por horas de gran júbilo hasta romper los pisos en cada casona que no temiese los sobrenaturales rumores que ya se conocían acerca de Jonelásba; todos siendo felices por multitudes de razones, pero coincidiendo en la nueva amistad que había triunfado cada una de las adversidades de aquel hermoso bosque.

Fue durante las fiestas de invierno que los ratones más sintieron orgullo de su labor al ser alabador por todos en el pueblo mientras montaban la espalda de Siníme, quien a su vez se estaba deshaciendo en la vergüenza orgullosa que su feminidad sentía al ser el centro de atención de todos en la plaza, esto después de que Jonelásba informase a cuantos pudiese de sus hazañas. Siempre recordándose a aquellos viajeros como un gremio disparejo de hermanos a los cuales, tras partir de vuelta al bosque y templo una vez culminaron los ritos; los mismos miqdoséles que habían enviado a Jonelásba rumbo a Desnaqen, se hallaron tan conmocionados con el relato que en secreto, aunque en muchas ocasiones especiales con la ayuda de los hermanos caliza cuando estos regresaban a saludar en compañía de su oceánica progenie, documentaron la vida y obra de esta hada a quien la suerte parecía nunca sonreír más que en las ocasiones más interesantes.

Asbâmiel (Amor)

Espero con ansiedad cuando la muerte nos reúna,
una noche terminará mi pesar y te veré otra vez:
tantos años sean para abrazarnos al fin, hermana,
los soportaré rezando a Sêlemas; que no me dejes
olvidar tu sonrisa y siempre esperanzada consciencia,
feliz de vivir aún enferma con dolores fuertes,
pidiendo a mí no llorar mientras tu alma fallecía
tanto por hambruna como soledad al final del mes.

Mi único consuelo es haberte despedido sin errores,
que la pobreza no impidió abandonarte con propiedad,
¿Te conté qué hice para presentarte ante mis señores?
Escucha bien con tu eterno porte de bella dignidad:
la última aventura que tuve al correr en mi desnudez,
duplicando hasta perder todo aquello que me refleja,
cortar mi apariencia hasta que sangre cayó a mis pies,
todo para de mi hermana asegurar su felicidad.

Con el amanecer de tu vida sucumbí al pánico,
pues ninguna ofrenda para tu ascensión ensamblé,
me dirigí con lágrimas a nuestro espejo:
reflejándose la luna pedía a nuestros señores celestiales
todo cuanto necesitase si habías de partir en tu sueño,
ningún precio limitando mis solicitudes,
fuese mi vida también la que debía esfumarse en el vaho
sin que nadie rezase por mí además de los miqdoséles.

En una estrella descendió un ciervo blanco de Tualoámga,
quien por hermosa manta de plateados hilos con muy
bella impresión de la creación e historia de las hadas,
en un momento pareciéndome tan noble y florida que casi perecí
mirando al animal sacro ofrecerme aquella bella gracia;
necesitando ofrecer al señor de la plata toda prenda de mí,
abandonando así mis tejtâs roídas y sucia mânqata
para darte una manta que solo tú deberías vestir.

Murciélago estudiante de Mâesid luego me habló cuando
portaba una tela para cubrirme y solicita el cristal
de nuestra habitación junto el que portaba en mi cuello,
esto pata entregarme finos inciensos qué incendiar;
perfumes dignos de tus morados ojos,
a los que accedí aún si así apenas mirase reflejar
la luna para hablarle y saber de tu corazón colmado
por las gracias que nos concede la otra vida.

Luego en reflejo luna sobre la cara de un lago supliqué
avergonzado las aguas de lluvia por si la del río no era
suficiente para tu rostro que la muerte decidió apropiarse,
conociendo un sapo quien por Gualtâli hablaba;
este pidiendo mi nariz por una copa de aguas asqanáte:
tomando un cuchillo rebané doloroso sacrificio por aquella
recompensa para tus enfermas alas sin que yo me quejase;
más bien herido lloraba por saber tu comunión asegurada.

Hermana, tan bella te miré en tu último suspiro,
incluso de suerte olvidé mi hambre y hasta cada
tesoro que aquella mañana perdí sin ignorar el atractivo
espectáculo que fue apreciarte desaparecer entre mariposas;
sonriéndome una última vez y tocando mi herida de triunfo,
porque supiste algo de lo que hice por tu alma,
siendo que ahora te lo cuento todo;
ya siendo años que tu cuerpo se hizo insectos azules de belleza.

Me visita en sueños nuestra amada Sêlemas, y me asegura
lo feliz que eres en su lecho posicionado en las estrellas,
¿Acaso es cierto que no sufres y eres alegre cual niña?
Espero alguna vez me lo digas tú cuando mis huesos sean meneqses,
ya no llorarte sino abrazarte mientras otra vez de doy las gracias
por cuidarme aun en la tormenta sin melancolías;
aquella mañana que me reclame la muerte, no olvides jamás,
de mi nariz con mucha sorna oírte reír una vez más.

Indemlem (Sabiduría)

Los imponentes vientos sureños hacían bailar toda la centena de velas que adornaban el puerto de la isla Sulirên con el mismo vigor que muchos amantes poseen mientras consuman su amor  bajo la luz de la luna, y en lo más alto del muelle construido sobre un pequeño golfo a los pies de la montaña también danzaba con alegría una enorme antorcha de coloridos fuegos que indicaba a las naves donde atracar. Esa misma noche también llegó una enorme barcaza pesquera cuya tripulación bautizó como Qamursúño décadas atrás después de romper varios metros de hielo salado que acababa de formarse en las costas por iniciar los meses más fríos del año.

Se trataba de una nave con reputación casi legendaria, teniendo aún unas cuantas planchas de madera que habían soportado durante meses enteros las condiciones desastrosas que se esperaban al cruzar por las aguas inclementes del océano sur tan bien como resistieron los embistes desesperados que dio contra naves de guerra en conflictos solo recordados por las hadas más viejas, cuya tripulación también acababa de vencer la burocracia laberíntica en las tierras más norteñas para colocar sobre ellos la cuantiosa recompensa futura que suponía transportar casi una tonelada de pescado, aceites y sales hasta Sulirên; antiguo negocio que tras ser retrasado una semana por las reparaciones impuestas sobre la barcaza a causa de un desafortunado incidente que hirió a bastantes, aceptó de buena gana el capitán Liqâine tras suplicárselo el antiguo maestro de esa barcaza, quien todavía no se recuperaba del accidente cuando partió la nave con otra tripulación.

Tras cerciorarse que el Qamursúño estaba asegurado en el espacio pequeño que le correspondía dentro del puerto, sus miembros al fin pudieron disfrutar la sensación de tener los pies sobre tierra firme tras bastantes noches únicamente sintiendo el vertiginoso crujir de la madera húmeda debajo de ellos, y no hubo hada que estuviese más encantada con haber finalizado este viaje que Nomálai, cuya estatura pequeña siempre compensaba con su disposición trabajadora aún sin haberse acostumbrado enteramente a la vida de marinero luego de muchas décadas trabajando en los puertos sureños. La hada era una nativa de la isla que por muchos años dedicó su vida al sacerdocio, más la fortuna hizo que su familia se mudase hacia el norte por una oferta laboral que su anciano padre no pudo rechazar en aquel entonces, y ahora que retornaba a su hogar podía sentir la profundamente ancestral nostalgia invadir su respiración con el perfume de los recuerdos.

— Pueden descansar unos cuarenta minutos antes de que comiencen a descargar los barriles, así que vayan a estirar las piernas y alas tanto cuanto puedan, no quiero correr el riesgo de que el producto empiece a podrirse antes de que nos paguen. — comando el capitán Liqâine con una voz firme a la par que todo mundo le prestaba atención tanto a él como a las hadas que se le acercaban.

— ¿Acaso ustedes son quienes traen nuestro cargamento? — preguntó un anciano cuyas ropas hacían complicado determinar dónde empezaba su trabajo como gobernador de la isla y terminaba el de miqdoséle de alto rango luego de mirar con atención al Qamursúño. — Tengan una buena noche, es un place conocerlos, refiéranse a mí como Enidálsa.

— Capitán Liqâine, muy pronto comenzaremos a bajar su mercancía. — respondió el hada tras saludarlo al inclinar su cornamenta con firmeza en señal de cordialidad. — Mientras tanto, ¿qué le parece si empezamos a discutir sobre el trámite de nuestro pago?

— ¿Qué razón hay para que el capitán Ansesba haya delegado traer nuestro pedido como lo ha hecho cada invierno? — volvió a inquirir el viejo sin prestar atención al hada frente suyo, pero estando muy interesado en lo que tuviese que responder. — Sin mencionar que hizo llegar nuestro cargamento una semana tarde.

— ¡Por supuesto! El barco del capitán Ansesba sufrió muchas averías luego de encallar en un banco de arena el mes pasado a causa de que su tripulación descuidara un poco la vista, — contestó este con una voz característica de quien buscaba promocionarse. — pero no tiene por qué preocuparse; él resultó sin heridas serias y nos solicitó personalmente llevar a cabo labor anual.

— Me tranquiliza saber que mi amigo se encuentra bien. — respondió el anciano con una mirada pensativa que resaltaba su preocupación ante las hadas que pisaban su puerto, resaltando al capitán su amistad con el susodicho a través del tono en aquellas palabras. — Antes de que sus hadas comiencen a trabajar, le pido que nos permita limpiarlos con incienso de qubariárne y senbaqâ para apartar de ellos cualquier malestar haberlos seguido hasta Sulirên.

— No pienso que sea necesario desperdiciar en nosotros su precioso incienso, Enidálsa, mi tripulación jamás se ha enfermado siquiera con la fiebre más leve. — contestó con aquella mentira. — Tengo que consentir, pero quizás conviene mejor para impedir malestares entre mis hadas hablar pronto sobre la paga que les corresponde.

— ¿Es usted es tan impaciente cuando de por medio hay dinero, capitán? — respondió el anciano incluso más incómodo que antes y señalizando con su ceño que había comenzado a enojarse por la evidente insolencia, su mortificación también reflejándose en los rostros preocupados de los dos ayudantes detrás suyo, cuyos incensarios ya soltaban espesos humos.

Antes de que el capitán empeorase la situación tensa en la que acababa de sumergir a todos con una respuesta llena de sarcasmo para el hada responsable de pagarle, terminó interponiéndose entre los dos tanto Nomálai como el extranjero del norte lejano que todos llamaban Mânduisse a causa de la imposibilidad que surgía al intentar pronunciar su verdadero nombre, así hablando primero aquel cuya rizada cabellera dorada sin cuernos destacaba entre el resto de hadas para intentar apelar al sentido común de Liqâine:

— Lamento entrometerme en sus asuntos, capitán. — dijo el extranjero mientras hacía uso de su puesto como segundo al mano de la Qamursúño para permitirse tomar el hombro a su jefe y así darles más peso a sus palabras. — Pero no conviene enemistarnos así con los locales de la isla. Además, tal vez aquellos inciensos ayuden a su tripulación a relajar los músculos para cuando llegue el momento de descargar los productos.

— Tan solo me aseguro de que mis hadas vayan a recibir la compensación que merecen por tantas semanas luchando en contra de lo que la mar les arrojaba sin descanso. — respondió con resignación el capitán a su cautivante segundo al mando sin mirar al anciano. — ¡Adelante! Comiencen conmigo, que pronto deseo regresar al barco para descansar en mi cuarto.

Nomálai fue la única sinceramente interesada en participar dentro del ritual de limpieza que los asistentes de Enidálsa comenzaron a realizar con vehemencia tan pronto como el capitán dio su visto bueno, así los locales terminaron persiguiendo amablemente a toda la tripulación sin que esta opusiera mucha resistencia luego de haber estado muchas horas extenuantes sin dormir antes de arribar a la isla. Apenas obtuvieron del extranjero una cálida recepción de turista interesado a causa de éste tener doctrinas totalmente distintas. Sin esperar a que la humareda mística terminara dispersándose en todos los rincones de su capitán, la hada pequeña se aproximó con entusiasmo al anciano para saludarle con curiosas señas que solamente se usaban en la isla, indicando con orgullo la familiaridad que ella deseaba presumir tener con el cansado hada.

— ¡Empiezo a recordarlo! Por supuesto que me acuerdo. — respondió Enidálsa con mejor ánimo luego de saber que tenía de frente a una compatriota. — Tu padre era el capitán Jedubémo, ¿no es así? Recuerdo la noche en que todo Sulirên despidió a tu familia cuando partieron al continente como si hubiese sido ayer. — mencionó contagiado del incesante ritmo lleno de detalles con el que Nomálai le habló anteriormente para identificarse. — ¡Cuánto has crecido! Recuerdo cuando mi nieta les enseñaba a las niñas lo necesario para el sacerdocio, y tú estabas junto con ellas, apenas te acababan de brotar las alas.

Hablaron durante algunos minutos más sobre los recuerdos que cada uno tenía respecto al otro en la misma forma que uno rememora lo que sucedió apenas unas semanas atrás, y así mismo también intercambiaron noticias al respecto de sus conocidos en un entusiasmo característico de los habitantes de aquella isla al sur del mundo, pudiendo continuar su conversación semejante a la de un abuelo con su nieta durante horas de no ser porque el deber terminó reclamando a Nomálai en el puerto. El gobernador se despidió contento de su amiga, no sin antes reírse un poco de aquel avaro capitán bajo el que estaba trabajando ella y suplicarle que regresase pronto en cuanto las vicisitudes del trabajo se lo permitiesen. La hada aceptó encantada la petición antes de comenzar a cargar barriles con sus compañeros, siendo mirada con un poco de intriga condescendiente de su capitán muy detrás suyo y el habitual desinterés de sus compañeros; meramente el extranjero siendo quien más curiosidad tuvo por lo que fuese que discutiesen con extraños gestos.

La tripulación hizo una merecida fiesta a bordo del Qamursúño luego de varias horas trabajando arduamente descargando barriles y contenedores variados hasta el punto de que muchos estuvieron a nada de terminar heridos de la espalda por tanto empeño puesto. Asaron todo cuanto habían pescado unos días atrás y así el puerto se llenó con una espesa niebla negra que cargaba el olor del salmón, bánsa y qasínla; finalmente obteniendo permiso para abrir las pequeñas cantimploras de morénde cuyos contenidos habían sido contados gota a gota por el capitán Liqâine con el objetivo de impedir tener que lidiar con hadas alcoholizadas, lo que no impidió que los miembros llamados Bensánga, Mojiéta y Einômta terminasen bailando alrededor de la proa mientras cantaban a todo pulmón sobre amores primaverales. Pero tan intenso resultó ser el espectáculo que una congregación de vecinos presidida por el anciano que les había recibido hubo de arribar al puerto para callarlos, notándose que una buena sección de la turba parecían ser sacerdotisas y músicos cuyas labores habían sido irrumpidas, Enidálsa presentándose solamente para impedir cualquier violencia.

— ¡Les pido una disculpa a todos desde el fondo de mi consciencia! ¡Los responsables de este escándalo serán amonestados apropiadamente una vez regresemos al continente! — anunció el capitán avergonzado, más bien por haber sido interrumpido en una celebración que él consideraba incluso modesta y en la que deseaba participar tras haber trabajado lo suficiente, ahora enojado con los isleños por forzarlo a hablar de esa manera. — ¡No haremos ni un solo ruido que pueda interrumpir sus rituales! — añadió luego de apreciar quiénes componían la muchedumbre, observando con frustración a todos los presentes, exceptuando al anciano y el hada pequeña bajo su mando por miedo a la relación entre ambos.

— Capitán, también debería referirse a las quejas que tienen algunas de las sacerdotisas por haber usado madera del árbol mariposa para encender la hoguera. — indicó con respeto Nomálai luego de haber hablado con ellas para intentar calmarlas. — Dicen que vieron a Qisbínje usar las ramas de estos, y ahora mismo se usa esta madera por el sacerdocio como ofrenda a la protectora de las almas, Utulíga.

— Qué bueno es tenerte aquí para informarnos al respecto, Nomálai. — respondió Liqâine con un poco de sarcasmo tras llevarse las manos a la cabeza para no terminar más frustrado ante el enojo que tanta superstición extraña le provocaba, ni siquiera dándole mucha atención a los detalles que acababa de contarle su subalterna. — ¡Muy bien, también me disculparé por el terrible crimen de Qisbínje! — concluyó para de inmediato hacerlo en la misma actitud que tenía instantes atrás, Nomálai retirándose un poco enojada por el desinterés mostrado por sus tradiciones, pero sin demostrarlo a causa de considerarlo inútil dada la personalidad de su superior.

Tras este incidente hubo de limitarse el resto de la celebración a una charla en donde sus miembros platicaron sobre variadas ideas que tenían una vez regresasen a sus casas y descansaran una temporada antes de la próxima embarcación. La idea predominante era dedicar todos los esfuerzos posibles a no hacer mucho, también algunos hablando sobre tomar un trabajo que no pusiese sus vidas al borde de la muerte tan fácilmente como la labor de navegante, y unos cuantos tan solo mencionaban regresar con sus familias para la primavera. Una vez se apartó el capitán para finalmente discutir sobre la paga, muchos tuvieron el valor de comentar sobre los extraños ritos que se escuchaban al fondo y qué tan distintos eran sus sonidos llenos de cantos marciales síncronos que adornaban los pesados tambores e inclementes campanadas, más por respeto a Nomálai reservaron sus observaciones a meramente señalar la extrañeza que sentían.

— Lo que se escuchar detrás de nosotros son las danzas introductorias hechas durante la celebración en agradecimiento hacia la protectora de los océanos y las almas que abandonaron el mundo sin los rituales, Utulíga. — indicó Nomálai tras notar la confusión entre sus compañeros, pronunciando ese nombre con muchísimo respeto. — Participé en ella unas doce veces durante mi adolescencia como sacerdotisa; una buena parte de la carga que transportamos hasta Sulirên será quemada en ofrenda para saciar el hambre de Utulíga, y les aseguro que de quedarnos el resto de la semana… ¡Muchos quedarían sordos e incluso ciegos ante el espectáculo que se termina realizando en su honor! — finalizó con aires presumidos pero alegres.

— Ciertamente es muy distinta a otras celebraciones que he tenido el placer de observar tanto en el norte como el sur del continente. — mencionó el extranjero con ánimos de participar. — Aunque tampoco me parece una música demasiado distante al resto que ustedes las hadas tienen, pero está claro que posee su propia personalidad. — añadió tratando de asimilar los ruidos lejanos en sus recuerdos mientras sus ojos felinos brillaban en la noche.

Nomálai usó aquel comentario final para iniciar una conversación tanto con el extranjero como con aquellos pocos quienes mostraron interés por lo que acababa de decir, así pasando el tiempo mientras hablaba encantada respecto a las costumbres de Sulirên que recordaba con tanta viveza, formándose así uno de varios círculos tal como solía suceder en las noches más tranquilas en medio del gélido océano del sur. Tan cómodos acabaron alrededor de las llamas saltarinas de su hoguera que nadie se percató cuando un iracundo capitán Liqâine arribó pisoteando el camino que lo llevaba al Qamursúño mientras agitaba las manos para aumentar la furia de sus improperios, notándolo hasta que este abordó la nave sin apenas cambiar la actitud, solo que ahora se podía ver entre sus manos cuatro grandes sacos que parecían pesar bastante y que nadie supo cómo había cargado hasta allá por sí solo.

— ¡Ocho mil piezas de cobre! ¡Lo que quiere decir que tan solo me entregaron cuatro sacos como paga luego de tantos infortunios transitando hasta esta isla llena de gobernadores avaros! — reclamó Liqâine mientras enseñaba a todos la poco módica paga que aparentemente no le correspondía. — ¡Ansesba me mintió, ya me las pagará cuando regresemos a Fonustaqélo! ¡Me hizo hacer su trabajo prometiéndome el doble de lo que he conseguido, y seguramente ese tal Enidálsa estaba coludido en su estafa! — continuó arremetiendo su trágica fortuna sin que nadie se atreviese a detenerlo por un rato sino hasta que Nomálai le hizo callarse con una mirada asesina en el momento en que comenzó a maldecir Sulirên. — ¡Pues bien! ¡Nos vamos de una vez porque no quiero permanecer aquí más tiempo, especialmente ahora que tengo cuentas pendientes que saldar, así que tienen una hora para preparar el Qamursúño y abandonar el puerto!

Incluso la evidente imposibilidad de la tripulación para hacer que la barcaza estuviese lista para zarpar de nuevo en un tiempo tan absurdo fue poco ante aquella insistencia nacida de la rabia frustrada en la consciencia del capitán Liqâine, quien hasta terminó usando su monumental fuerza para ayudar a sus hadas en aras de cumplir a tiempo su capricho. El Qamursúño terminó preparado para zarpar unos quince minutos luego de lo solicitado, pero la novedad de tener a su alcance la vía de escape hizo olvidar algunos instante al capitán la supuesta injusticia; toda la tripulación uniéndosele con algo de resentimiento, unos porque también compartían el sentimiento de haber sido robados por el otro capitán y otros porque deseaban quedarse aunque fuese uno o dos días más en aquella isla tan interesante tal como era la costumbre antes de regresar al puerto continental, seguramente más para descansar aunque fue un poco que para hacer turismo en la región.

Nomálai terminó bastante afectada por la tristeza hambrienta que el bocado de dulce nostalgia causó en sus vísceras. Sabiendo que su tiempo visitando su hogar terminó con suma brusquedad la hizo permanecer pensativa en una esquina de la proa una vez acabó su parte de los labores, soportando la frustración con los ojos cerrados mientras suspiraba los ritos que de niña repetía insistente al aire durante esos mismos días del año, solamente pensando que sería muy inapropiado abandonar el Qamursúño para despedirse de Enidálsa por respeto a su capitán y ante la duda que también le generaba qué haría si su remuneración terminaba siendo insuficiente.

Todos estos pensamientos fueron mezclándose en su cabeza en una actitud meditabunda de la misma forma que el viento intenso previo al amanecer acabó disuelto con la música practicada en Sulirên; tan profunda fue esta consternación que ella no se percató de que habían olvidado descargar cinco barriles de aceite sino hasta que la isla se había reducido al tamaño de una nuez en el horizonte. Probablemente la razón de la paga paupérrima se encontraba en la misteriosa razón por la que nadie notó tan evidentes contenedores durante el la descarga de otros, una que todos conocieron luego de que Nomálai informó al respecto, siendo bastante arriesgado por las corrientes sureñas hacer un giro tan brusco para regresar incluso si así lo hubiese deseado el capitán.

— ¡Increíble! La mala suerte nos persigue incluso ahora. — señaló el capitán Liqâine una vez se enteró del error, incapaz de culpar a nadie porque los barriles se encontraban bajo una manta al lado de su cuarto, tomándolos todos hasta acercarlos al borde de la cubierta con intención de arrojar los espesos líquidos al océanos. — Pues de una vez tenemos que deshacernos de este talismán de mal augurio, no quiero que resulte ser una premonición maligna dada a nosotros por el propio Gualtâli bajo instrucciones de Sêlemas.

— ¡No puede hacer eso! ¡Capitán, espere un momento! — Nomálai avisó con terror un instante luego de escuchar estas palabras mientras se abalanzaba contra su jefe para impedir que vertiese los barriles sobre el océano. — ¡Estas son las aguas donde reside Utulíga, no puede ensuciar así su hogar, especialmente ahora que se aproxima la fecha en donde se le debe dar ofrenda! — sentención aún más temerosa mientras escuchaba sus palabras flotar en el aire.

— ¿En serio? Cuán harto estoy de las supersticiones de los tuyos, Nomálai. — respondió él quitándose de encima a la hada pequeña. — ¡¿Tengo que recordarte cuál es tu posición?! Aparta de aquí si no quieres someterte a un citatorio tan rápido como lleguemos a tierra firme… — dijo con enojo. — ¡Estos barriles representan el robo al que todos nos sometieron! ¡Por supuesto que nos pagaron tan poco sin mencionar que no descargamos enteramente lo que pedían, ya que ese tiene que ser su plan, más esto no quedará impune! ¡Todos aquí recibiremos lo que nos corresponde! ¿Tú no lo deseas, Nomálai? Sin importar qué ser mítico esté molestando, estos barriles se van de aquí ahora mismo junto con nuestra mala suerte. — habló así con bastante irracionalidad en aras de salvar su reputación ante un error tan obvio.

— ¿No tendría un poco más de sentido aguardar a que lleguemos al puerto para intentar reembolsar lo que se nos prometió, por lo menos una fracción de ello, vendiendo en el mercado los barriles? — intercedió Mânduisse intentando el mismo truco de tomar a su superior por el hombro. — Quizás podamos hasta duplicar su valor si hallamos a un buen mercader. — mencionó mientras trataba de suavizar un poco la situación, especialmente la que él pensaba estaba atravesando en aquel momento la compañera con quien hacía poco había tenido una conversación tan interesante.

Como respuesta tan solo obtuvo al capitán pegando una súbita patada que despidió todos los barriles por la borda. Reventaron al hacer contacto con las aguas heladas y sus contenidos amarillentos se desperdigaron hasta abarcar una zona extensa alrededor del Qamursúño, tan brillante siendo el contraste que se notaba a simple vista dónde comenzaba un líquido y terminaba el otro, quitando la mano amistosa de su hombro para volverse hacia él con la mirada seria. Nomálai tan solo pudo llevarse las manos a la boca para no gritar de horror ante lo que ella consideraba un terrible error, y el extranjero miró con asombro la manía que parecía consumir al hada.

— Nuestra mala suerte ha terminado ahora. — dijo mientras se volvía hacia otro lado del barco para apreciar los aceites en el mar desde otro ángulo. — Puede reclamarme ahora mismo la superstición que lo deseen.

Bastante convencido que había hecho lo correcto prosiguió supervisando a todos los mudos tripulantes del Qamursúño para asegurarse de que antes de irse a dormir no apareciese otra sorpresa que terminase por estropear su ánimo. Nadie tuvo las agallas para comentar al respecto mientras la aguda mirada de su jefe permaneciese encima de ellos, pero en sus consciencias estaban adoloridos al empatizar con la manera en que se tenía que sentir la marinera, quien solo se limitó a mirar tristísima el océano manchado mientras revisaba con pereza que los nudos cerca de las velas estuviesen apretados.

Unos diez minutos pasaron en aquel ambiente tan aborrecible donde solo el aire sureño cruzaba las cornamentas de las hadas y las orejas puntiagudas del extranjero, siendo que al término de estos iba a escucharse un comentario sarcástico del capitán referente a las supersticiones de Sulirên antes de irse a su cuarto, pero no pudo hacerlo porque un instante antes el océano entero quedó iluminado de un brillo blanco tan intenso como la misma luna.

Tan intenso fue el resplandor de este lecho plateado sobre el cual se hallaban que la tripulación contuvo la respiración unos cuantos segundos ante el asombro de lo que parecía ser tan solo el comienzo de una aparición incluso más espectral. Herramientas cayeron al suelo en un mismo instante cuando todos fueron hacia los bordes del Qamursúño en búsqueda de lo que fuese que estuviese debajo de ellos, tan solo notando que el aceite recién vertido había desaparecido casi por completo de la misma forma que la carne de un almacén infestado de insectos se esfuma de un amanecer al otro. Nomálai fue de los pocos quienes no tuvieron el valor de asomarse, y ella tembló con tanto esmero del miedo causado por la coincidencia de aquel evento sobrenatural con sus advertencias, siendo tan evidente que Mânduisse apartó su fascinada mirada del creciente estupor blanco para intentar calmarla.

Los esfuerzos del extranjero se hicieron banales luego de que unos instantes después comenzasen a emerger burbujas de aire en aquella cama lechosa sobre la que el Qamursúño estaba ya atascada, unas tan pequeñas como gotas de lluvia pero otras enormes como una serpiente marina; reventaron de súbito y liberaron agudos ruidos que parecían ser los de una colosal fuerza natural que sufría un incapacitante dolor a la vez que gritaba en búsqueda de venganza, sonando como un coro de voces pero también ruidos de animales, los cuales alcanzaron a lanzar por los aires a muchísimos de los marineros al estallar. Aquellos incapaces de volar terminaron muertos cuando impactaron en las aguas tras elevarse cientos de metros, y sus cuerpos se desperdigaron horrendamente en derredor de todo el sitio, así iniciando un pánico en el que nadie sabía cómo salvarse la inevitable destrucción.

Tanto Mânduisse como Nomálai se unieron a los esfuerzos del capitán Liqâine para evacuar al resto de la tripulación en cuanto se despertaron del estupor de terror que los habían sumido tales apariciones, y pronto se movieron con prisa hacia los botes salvavidas que colgaban en la proa del Qamursúño. Desafortunadamente, si algunos de estos no fueron destrozados con la siguiente tanda de burbujas sonoras que salieron de las aguas cegadoras, terminaron de existir cuando emergieron de estas un par de feroces patas recubiertas en lana negra que terminaban en las garras características de las polillas; siguiéndole un segundo dueto que partió en dos al Qamursúño sin esfuerzo alguno y terminando el trabajo un tercero al sumergir a todos los que no se hallaban junto a los pocos supervivientes en las profundidades del mancillado océano. Nadie percibió que aquellos ataques no eran los de una criatura que deseaba acabar con sus enemigos, sino más bien, los espasmos que un miserable da cuando desea regresar a la superficie en medio de su asfixia.

— Utulíga… Es ella. — Nomálai murmuró llena de pánico al ver que la pregunta no alcanzó a escapar los labios del capitán Liqâine y el extranjero.

Las patas enormes se despegaron un segundo de la fracción del barco donde quedaban la tripulación restante para luego reaparecer en la otra mitad casi hundida del Qamursúño, así empleando una monumental fuerza en búsqueda de usar el trozo náufrago como apoyo para que su dueña pudiese elevarse de los mares, y tras mandar al lecho marino aquella fracción de barco finalmente pudo escapar de su tortura la criatura. Una ola azotó lo que restaba de la barcaza junto con una torrencial lluvia de sal y aceite que duró casi un minuto, llevándolos más cerca de la costa de Sulirên a una velocidad sorprendente sin que nadie pudiese ver nada sino hasta que terminaron por salpicarse enteramente.

Habría sido imposible ignorar aquella imagen de belleza terrible que se elevaba por los aires en frente de ellos, terminando por hacer las muchas fugas de agua que lentamente hundían el suelo donde se encontraban como un hecho completamente insignificante, las miradas puestas en la espectacular polilla blanca que desesperada aleteaba para mantenerse encima del océano contaminado mientras se reunía alrededor de esta un huracán de mariposas plateadas. Las alas de Utulíga se extendían de un punto del horizonte al otro, y sobre ellas podía leerse la vida de cada hada que alguna vez vivió en este mundo como si de tapices constantemente hilándose se tratasen, su cuerpo siendo tan imponente que provocaba vértigo observarlo en su totalidad por mucho tiempo y las patas que antes hundieron un barco con tanta facilidad ahora lucían más como las herramientas de una artista constantemente asediada con el deber de su profesión.

Nadie se atrevió siquiera a respirar mientras aquella presencia monumental sacudía su cabeza para limpiar sus antenas, recubiertas en la madera de árboles mariposa, de todo el aceite recién vertido a los océanos donde dormía en anticipación a su ofrenda. Una vez hizo esto, miró curiosamente a los supervivientes del Qamursúño en la misma manera que un adulto observaría a un niño que acabase de arrojarle basura al rostro, sus ojos tan oscuros como el firmamento de alguna manera indicaron rabia pero también comprensión tras usar su infinita sabiduría para saber qué acababa de pasar entre esas hadas y el extraño que les acompañaba; sus movimientos no reflejaron deseos de destruir, sino más bien de una enigmática búsqueda por hacerlos entender que eran responsables de casi haberla ahogado; una vez todos comprendieron esto, el capitán Liqâine fue el primero en colocarse en cuclillas para indicar su respeto absoluto ante la pensativa Utulíga.

Los marineros siguieron a su capitán de inmediato, y mientras que algunos lo hicieron con lágrimas en los ojos por la cercanía que sentían con un ser tan divino como ella, otros permanecieron mudos ante el terror que el indestructible poder que tenía inspiraba en sus consciencias, tan solo permaneciendo de pie tanto el extranjero como Nomálai. Sabiendo que no tendría ninguna relevancia cualquier intento suyo por mostrar su admiración ante aquella aparición magnífica, este norteño se acercó a la hada pequeña mientras aquella tan solo podía suspirar sus pensamientos de incongruente algarabía y pavor, decidiendo que lo mejor era mostrar veneración a su manera arrodillándose con los brazos arriba en cuanto Nomálai comenzó a bailar.

Recordando los movimientos que la nieta de Enidálsa instruyó en su corazón durante su infancia como si nunca hubiese abandonado su puesto como sacerdotisa, tranquilamente deslizó sus pies y manos al son de una canción de intensa cacofonía que solamente ella podía escuchar; alas abriéndose tan pronto como daba un paso hacia un lado para luego cerrarse al instante de avanzar hacia el otro, y de su boca saliendo tímidamente el poema cantado que Sulirên siempre le dedicaba a Utulíga como muestra de agradecimiento por su labor, en esta ocasión sirviendo como una disculpa sincera por todos los males que habían cometido. Batió sus palmas con la misma fuerza de miles de isleños y hundió el trozo de barco donde danzaba con pisotones marciales tan fuertes como los de cada ancestro que tenía, nunca despegando la mirada de la sierva de su emperatriz lunar y ni siquiera pensando en el resto de los marineros, luchando contra lo que ella consideraba su falta al impedir que aquellos barriles cayesen al océano con tan solo la fuerza de sus recuerdos.

Terminó unos minutos luego en similitud con la forma en que la brisa marina se detiene una vez llega a tierra firme, y en todo este tiempo únicamente pudo sentirse una colosal anticipación por lo que dictaría aquella criatura divina una vez la hada acabase de disculparse, secándose todas las lágrimas con el objetivo de observar mejor aquella criatura isleña que a todos mantuvo cautivados tanto por el peso que tenía sobre sus vidas como por la elegancia tan curiosa que tenía cada uno de sus aleteos. Nomálai se pudo en cuclillas tan pronto como dio su último paso y rezó junto con todos por la resolución de Utulíga, el extranjero limitándose a pedir a sus propias deidades que comunicasen sus deseos de salvación a los señores de las hadas, y una vez no hubo más palabras qué decir, Utulíga decidió moverse.

Primero se les acercaron montañas voladoras conformadas por los indescriptibles números de mariposas tan brillantes como la plata que seguían hasta los interiores del océano a su reina, así ellas pronto envolvieron todo el horizonte al grado de hacer imposible ver la luz de las estrellas durante unos cuantos segundos con sus inexorables aleteos que parecían capaces en conjunto de mover al océano mismo, retirándose tan solo cuando Utulíga también se aproximó al naufragio. Todos permanecieron en la misma posición incluso sintiendo un estrepitoso viento arrastrarlos rumbo al océano por el respeto que sentían ante aquella presencia, y tan solo el capitán junto con la hada pequeña tuvieron el atrevimiento de levantar sus miradas para observar cómo las mariposas habían formado una encarnación de aquella monumental regente local, igual de inquietante pero gloriosa en su forma hádica llena de detalles lujosos que se componían enteramente por nobles mariposas.

La encarnación de la monarca descendió suavemente en el naufragio con el uso de sus dos pares de alas mientras incontables de sus súbditas se posicionaban debajo de los restos para aletear con fuerza hasta impedir que este se hundiese más. Primero colocó su atención en el capitán Liqâine de manera que este se levantó de golpe con tan solo mirar sus pies desnudos, teniendo en su rostro lágrimas de arrepentimiento mezcladas con otras de temor por su vida, y antes de que pudiese hallar palabras en su consciencia para explicarse recibió tres sonoras bofetadas que hicieron eco en el silencioso mar; retirándose del atónito capitán tras dedicarle una mueca de alegre satisfacción característica de aquellos padres que perdonan a los niños luego de saber que estos genuinamente están arrepentidos. Después se acercó hacia Nomálai para mecer sus cabellos y acariciar sus mejillas, reconociendo en ella a una de muchísimas sacerdotisas que a través de los milenios había cantado en su honor para reconfortarla en su misión como guardiana de los océanos y espíritus tristes, siendo que la hada pequeña apenas pudo moverse de la algarabía que sintió de aquel contacto. Igualmente recibió una sonrisa que indicaba genuino reconocimiento a sus intenciones, y al resto de marineros una de satisfacción, ninguno pudiendo responder de alguna forma. Mânduisse inclusive recibió una medalla dorada más antigua que toda su familia, misma que Utulíga recuperó de manera improvisada en el lecho marino, realmente sin saber ella cómo corresponder la amabilidad de un extranjero como él.

Las mariposas empujaron todo cuanto quedaba del Qamursúño con ayuda del tormentoso aleteo de la recuperada reina en las alturas y arribaron a las mismas costas que habían dejado cerca del amanecer, teniendo a toda la isla observando hasta con recalcitrante horror el precioso milagro suscitado frente a ellos, habiendo que improvisar con máxima prisa todo el resto de las celebraciones en honor a Utulíga en los pocos minutos que ella se quedó mirando con alegría. Tras asegurarse que sus marinos ya no corrían ningún riesgo, ella voló hasta su lugar de reposo los océanos con velocidad de relámpago, así empapando casi todo el lugar con arena levantada y hielo salino. Rescató en su paso a las trágicas almas que fallecieron con su despertar; bellas mariposas se levantaron justo donde Bensánga, Mojiéta, Einômta y Qisbínje perdieron la vida, así reuniéndose con su nueva señora en la espera de una nueva vida.

Todos durmieron incluso hasta la siguiente mañana a causa de la extenuación por causa de los rezos correspondientes a los muertos, los cuales continuaron por varias horas más del soleado nuevo día, exceptuando a Nomálai junto con el extranjero y el capitán de un barco destruido; quien ni siquiera se molestó disculpándose con su empleada por lo sucedido, sabiendo por su mirada pensativa pero satisfecha que ella estaba plenamente consciente de la vergüenza e ilustración que había recibido. Renunciar sería inútil en aquel punto, así que nadie lo hizo de manera formal, muchos marineros regresando a casa con una extraña fascinación por aquella isla en cuanto los próximos barcos llegaron unas semanas luego; Liqâine quedándose en Sulirên para perseguir una vida más humilde bajo el manto de Enidálsa. Nomálai también permaneció en su casa ancestral para reconectarse con este, despidiendo con tristeza al extranjero una vez este hubo de irse en búsqueda de otro empleo:

— Espero que nuestros caminos vuelvan a cruzarse uno de estos días. — así le habló antes de permitirle partir hacia la barcaza que le esperaba para un viaje hasta su país natal al norte del mundo. — Tu compañía siempre será apreciada en Sulirên, así que no dudes en visitar mi hogar incluso si yo no estoy ahí.

— ¡Prometo que lo haré en cuanto los negocios me lo permitan! — respondió este correspondiendo el intenso abrazo de su amiga con el interesante carisma de los suyos. — No puedo esperar a contar esta historia a todos mis parientes y convencerlos de que no estoy inventando nada. Quizás los hombres del oriente sean un poco más receptivos que ellos, pero en cualquier caso, me aseguraré volver pronto para rendir mis respetos a la bella señora de las mariposas.  

Qalaínaj (Guardianes)

Los comerciantes que hacen la valerosa travesía hasta el otro lado de las calurosas montañas norteñas de Jaisut señalan con reverencia el amplio valle escondido tras incontables precipicios y acantilados para remarcar que aquella región era donde muchos siglos antes se halló la ciudad de Añesdúnor. Bastión que soportó muchos asedios crueles acaecidos durante las guerras del norte y en ocasiones hasta el único sitio donde un ejército podía encontrar reposo antes de su batalla, había creado a través de las centurias una identidad propia que solamente podía crearse en la soledad casi desértica que la salvaguardaba del mundo exterior, muchas veces diciéndose que era una urbe tanto para las hadas más diurnas como los aránusej más nocturnos; siendo dicho tenue vaivén del tiempo que se sentía durante su esplendor aquello que invitó la tragedia a sus puertas tras muchas ocasiones rechazar los avances de la guerra.

Durante una mañana siniestra de verano hubo una tremenda conmoción en todos los extensos lares de Añesdúnor que acabó interrumpiendo lo que sus habitantes se encontrasen haciendo aquellas horas, ya que se esparció la voz de que frente a las enormes puertas que conducían al interior de la ciudad se encontraban las más temibles hechiceras del clan Eisquntête en búsqueda de la hospitalidad y protección que ahí se consideraba una costumbre otorgar a todo viajero que solicitase aquellos tesoros. Pero no hubo una sola alma que no se atemorizase por la reputación monstruosa de esas hadas nefastas con apariencia de murciélago, rápido acercándose una tormenta de ciudadanos hasta las murallas para apedrearlas e insultarlas con el objetivo de hacerlas alejarse de Añesdúnor, solamente recibiendo sus carcajadas enervantes mientras volaban hasta la plaza de la ciudad sin que nadie pudiese impedirlo luego de darse cuenta estas hechiceras que tendrían que entrar por métodos más directos.

Provocando una enorme devastación con su imponente hechicería en cualquier zona de la ciudad que cruzasen con la velocidad de monstruosas águilas y terminando con la vida de toda hada valiente dispuesta a enfrentarlas tan solo usando las armas de cobre a su disposición, se posicionaron sobre el punto más elevado de la plaza para anunciar con sorna que habían bromeado con los habitantes de Añesdúnor al decir que tenían interés alguno en recibir de ellos permiso para entrar a esta, escupiendo con sus risas crueles vapores amarillentos que hicieron enfermar a todos cuantos respiraban próximo a ellas y batiendo sus alas carnosas mientras danzaban para reducir el sitio a escombros fúnebres. Tras danzar al son de las incontables voces desesperadas que por todos lados se escuchaban pedir auxilio a un salvador inexistente, las hechiceras Eisquntête hablaron sujetadas de las manos con una misma voz escandalosa y profana que sonaba como el chillido de los murciélagos para pronunciar sus intenciones reales:

— ¡Presten atención quienes deseen conservar sus vidas! ¡Escuchen con esmero si no desean perder las alas y cornamentas! — hablaron con sus voces monstruosas sin impedir que la risa cortase sus palabras. — ¡Somos honestas trabajadoras que sobrevivimos con limosnas de hadas tan misericordiosas como ustedes! ¡Apenas pedimos a toda familia que esta noche nos sea ofrendado uno de sus niños, y debido a que no pedimos nada fuera de lo ordinario, que caiga la vergüenza de ser responsables de destruir esta ciudad sobre aquellos quienes se nieguen a hacerlo! — añadieron para después silbar con las garras metidas en las fauces que llamaban boca hacia una cosa que se aproximaba desde las distantes montañas.

Descendió entre los muchos peñascos que rodeaban a la ciudad una sombra de colosal muerte que luego se reveló como un enorme nasménbea que cayó a los pies de las hechiceras unos minutos después como una mascota leal que podía hacer temblar los cimientos de sus alrededores. La abominación hizo de una arruinado hostal su colchón, y reptó su cuerpo de lagarto con pelaje carmesí hasta acomodarse en este, empleando sus muchos brazos para tomar los pobres cadáveres que se encontraban aplastados en el destrozado edificio y luego trocearlos salvajemente hasta que cada una de sus cien cabezas de cerdo y cuellos de serpiente tuviese un bocado que masticar. De esta manera, todos quienes presenciaron a la criatura sin desmayarse antes por el miedo que sus dientes tan puntiagudos como los de un oso y ojos escamosos que aparentaban ser los de una carpa provocaba en sus consciencias, supieron que el destino de aquellos pobres niños sería el de abastecer de alimento al monstruo para continuar actuando como el leal matón de las malditas hadas murciélago y sus oscuras labores.  

Fueron las hechiceras quienes confirmaron luego aquellas sospechas entre un baile que las hacía partirse de la risa en medio de tanta destrucción, sin que nadie pudiese hacer nada más que sollozar ante el crimen próximo que estaban siendo forzados a cometer, también incluyendo que algunos niños serían usados para satisfacer el hambre de hígado que tenían para que a su alrededor cayese aún más la atmósfera de desgracia. Cerca del atardecer la tremenda desolación que reinaba en las consciencias de cada padre se hizo tan pesada que unos cuantos perdieron la vida ante la decisión que necesitaban hacer, y aquellos quienes renegaron de las instrucciones de las hechiceras terminaron sufriendo persecución de estas sin que nadie pudiese salvarlos en solitarios callejones, muchos quedando por siempre afónicos tras escuchar los llantos de sus hijos mientras estos intentaban asimilar el destino mortal que les depararía incluso si se rehusaban a pisar la plaza ocupada por monstruos desalmados unas horas más tarde.

No obstante, incluso si encima de la ciudad reinaba una tormenta abismal de oscuras emociones que serían imposibles de describir para cualquier con algo de esperanza en sus consciencias y la luz de la luna se había ocultado tan pronto que los corazones de sus habitantes se marchitaban por la agonía que representaba tener que rendir cuentas a sus nuevas gobernadoras con un sacrificio de aquello que más amaban en el mundo, hubo en una pequeña casa al otro extremo de la aniquilada ciudad un par de hermanos que recibían los nombres de Murânloso y Daletúna.

Frente a la lacrimosa resignación de sus aterrados padres a las condiciones impuestas horas antes por las invasoras que habían despojado los rostros de todo mundo de cualquier semblanza de alegría para reemplazarla con una ansiedad que fracasaba en ocultar su culpa por aceptar los términos sin pelear, estos niños tuvieron que suplicar encerrados dentro del cuarto de rezos por todas las horas que pudieron en búsqueda de un milagro e incluso terminaron ofrendando sus dedos meñique para que tanto Sêlemas como sus cortesanos asestaran un golpe que acabase con las hechiceras e impidiese el terrible crimen que por sus malignos designios se comería pronto.

— ¡Imploramos que las hermosas palabras que nuestra amada Señora Sêlemas pronuncia todas las noches para hacer conocer su inexorable voluntad al mundo sean obedecidas por las horrendas hechiceras y su abominable bestia! ¡Pedimos con nuestro insignificante ofrenda que ellos conozcan pronto la ira de nuestra querida emperatriz por atreverse a solicitar para sus heréticos propósitos un sacrificio de inocentes como nosotros! — rezaron con devoción por mucho tiempo sin que el dolor en las manos por haberse amputado un dedo les hiciese tartamudear una sola vez.

Los míseros padres acabaron destrozando la puerta que conducía al cuarto de rezos tras mucho insistir a sus ocupantes que quitasen los muchos seguros que habían impuesto, muy parecido a cómo la decisión que habían tomado rompió en centenares de trozos minúsculos sus consciencias, así irrumpiendo con violencia para tomar de los brazos y cornamentas a sus hijos rumbo a la plaza de la ciudad. Ninguno se pudo defender contra la fuerza que usaron sus padres para empujaros por las avenidas despobladas de Añesdúnor, terminando arrastrados en una suerte de desfile macabro que otras familias repetían a sus costados mientras el viento se llenaba con llantos aterrados y súplicas de piedad repletas con desesperación, poco a poco escuchándose la parodia grotesca de música veraniega que las brujas realizaban en la plaza mientras conmemoraban el inicio de aquella hoguera de almas.

Cada insulto que lanzaron enojados aquellos padres que no perdieron el habla por la vergüenza de sus acciones hacia las asquerosas hadas murciélago fueron el acompañamiento perfecto para todo el eco que sonaba en la soledad de esa noche a causa de una cascada de lágrimas asustadas que manaba de aquellos niños por estar tan próximos a la bestia que pronto les devoraría, interpretando contra su voluntad una orquesta de horrenda música que solamente esas brujas podían escuchar mientras pintaban los cielos con tenebrosas visiones sangrientas para impactar a quien todavía se atreviese a observarlas con rabia mientras danzaban entre cadáveres recién mutilados, celebrando así tan majestuoso triunfo que sin esfuerzo alguno habían conseguido sobre la imponente localidad del norte que ningún ejército había conseguido reclamar con un asedio a través de incontables décadas. Incluso el nasménbea parecía divertirse observando con sus miles de ojos cada aperitivo que masticaría brutalmente hasta que su estómago no pudiese albergar otra gota de sangre sin explotar, aplaudiendo hasta ensordecer a muchos cerca de él cuando una criatura inocente le miraba para luego gritar hasta quedar afónica del profundo horror que aquella presencia inspiraba.

Las caprichosas murciélago tomaron la decisión de sorprender una vez más a las derrotadas hadas con una resolución sorpresiva que meramente hicieron por la diversión que les provocaba observar la reacción de sus víctimas, terminando por relucir toda su crueldad cuando organizaron con sus poderes a los niños que tenían ya a su disposición en monumentales filas que llevaban hacia el cercano nido donde esperaban las fauces de su querida bestia para alimentarse, moviendo por los aires con velocidades propias de una tormenta relampagueante a montones de espantadas criaturas inocentes hasta que quedasen acomodados como muñecos en terribles hileras.

Fueron los vientos del destino quienes dictaminaron colocar a Daletúna y Murânloso en los primeros lugares de sus respectivas filas, y aún aterrados, un hechizo que los compelía a obedecer las órdenes de aquellas crueles dictadoras les hizo moverse hacia adelante mientras el monstruo de horrenda apariencia imaginaba el sabor que tendría su banquete; más todos los presentes acabaron sorprendidos al percibir que detrás se había aparecido una luz plateada que en un santiamén cortaron las oscuras nubes que cubrían el cielo para revelar el poderoso brillo de la luna, y por unos segundos hicieron a las brujas perder sus sardónicas risas en favor de una mueca de horror que compartieron junto con su monstruo.

Desde las colosales puertas que habían sido reventadas por aquellas hadas murciélago tiempo atrás con sus oscuros maleficios se les observó acercarse hacia la plaza como una resplandeciente centella de esperanza mientras andaban a toda prisa sobre sus imponentes ciervos de guerra, cuyos pelajes eran tan blancos como el mármol que uno encontraba en los más bellos palacios sureños. Cruzaron las avenidas destrozadas en batalla con la velocidad de la luz nocturna para dejar atrás un humor renovado en las consciencias de todos quienes pudiesen contemplar su noble presencia rumbo al combate de tan oscuro adversario, y a quienes enfermaron por la plaga que habían desatado, sus relucientes luces en un santiamén sanaron todos sus males de la misma forma que todo herido acabó con sus huesos rotos u órganos perforados perfectamente curados; cada habitante con el ánimo elevado por esta visión de fortaleza aplaudió con entusiasmo hasta que Añesdúnor entero se transformó en un teatro que ansiaba una resolución victoriosa.

Repleto con una asesina furia apartó su mirada el nasménbea para no observar la estrella brillante que tanto miedo provocaba en su corazón marchito por la sangre coagulada de inocentes, y al mismo tiempo sus maestras no pudieron sino permanecer en silencio mientras sus piernas fracasaban en mantenerlas de pie por la ansiedad que suponía tener cerca a presencias salvadoras en la misma ciudad que instantes antes habrían jurado estaba danzando en la palma de sus manos peludas. Solamente recuperaron la compostura sardónica que relucía en sus personalidades cuando entendieron que pronto lucharían por sus vidas mientras descendían de sus ciervos aquellos bastiones de justicia con la determinación puesta en asesinarlas, provocando que las hechiceras Eisquntête silbasen para que su monstruo se acercase para luchar por ellas mientras las palabras firmes de un líder iluminado por la luna se incrustaban en sus cabezas como un aseste colmado de letalidad:

— Les hice una advertencia la última vez que nos encontramos. — indicó con una voz comandante Sâbaqéias, cuya armadura plateada relucía más que nunca bajo el amparo del astro protector y contrastaba las hermosas sedas de intenso carmesí y zafiro posadas encima de esta, juntando sus manos para que de estas emergiese una lanza del sagrado metal tras separarlas, apuntando con esta a las temibles hechiceras. — ¿Recuerdan? Actuaríamos con piedad si ustedes se rendían ahí mismo. Pero me alegra informarles que esa oferta ha caducado, y ahora que están a nuestra merced, las castigaré en nombre de la luna y su cortesana Semuras por todas las atrocidades que han cometido.

— Todos en esta ciudad han sido víctimas de la temible devastación de su ciudad y una decisión monstruosa que ustedes les forzaron a tomar. — comentó con firmeza Isqenbâmi, portando como protección los mantos azules como lapislázuli bajo los que se ocultaba gran parte de su armadura, desenvainando su espada transparente como las aguas de un lago pero mortal como un maremoto tan pronto como descendió de su ciervo. — ¿Acaso ustedes siguen siendo hadas? Quizás solo el cortesano Gualtâli y sus aguas con las que serán purificados sus corazones sepan la respuesta.

— ¡Ya conocemos la respuesta! Está claro que ellas hace tiempo tan solo son monstruos que hay que detener esta misma noche. — respondió Niabaládi con impaciencia mientras apuntaba su tensado arco oscuro con una flecha  tan resplandeciente como una estrella hacia el nasménbea para que este no se les acercase más, orgullosamente presumiéndole su armadura completamente adornada con marcas bermellón que pintó usando la sangre de otras bestias de su especie, sonriendo cuando esta abominación frunció sus miles de ceños en deseos de venganza. — La cortesana Selêdan de la noche reclamará sus oscuras almas.

— Durante mucho tiempo hemos ido hasta los rincones más distantes del continente para que ninguna se escape de la condena tan merecida que les corresponde por toda la muerte que han sembrado en nuestro mundo. — Solubále continuó hablando en una voz suave que no ocultaba la valentía de su consciencia, empuñando firmemente una enorme pica compuesta por un denso humo que provenía del incensario en su cinturón para que las hechiceras no se moviesen de su lugar mientras todos los niños y sus padres huían detrás de su armadura adornada con una capa verde como las esmeraldas para protegerse de los monstruos. — ¡Incluso daremos nuestras vidas al cortesano que gobierna sobre ella, si así el poder de Mâesid consiga que se hundan bajo el peso de su infamia y nadie más enferme por su desgraciada hechicería!

— ¡Para nuestra fortuna nunca tendremos que sacrificarnos de esa manera! — respondió la hermosa Utulíga mientras la sonrisa en su rostro fungía como una conclusión a la conversación, descendiendo de su ciervo para después acomodarse las prendas naranjas con bastante felpa blanca en las mangas y cuello que vestía sobre su armadura llena de listones amarillos, sujetando con una mano un escudo de vidrios multicolores que terminó por despejar el firmamento de todo rastro de contaminación profana y un mazo de brillante cobre en la otra, cuyas puntas destellaban como gemas, tan solo necesitando acercarse a las hechiceras para que su belleza casi actuase como un golpe aniquilador para ellas. —  Me parece que ustedes se han entretenido lo suficiente con nosotras estos últimos meses, así que es justo que nosotras hagamos lo mismo ahora y de su derrota hagamos una hermosa obra de arte para las generaciones próximas, ¡La sabiduría del cortesano Âlilem me dice que esto es lo correcto!

Como respuesta a sus valerosas declaraciones tan solo obtuvieron un alarido gutural de las rabiosas hechiceras en sintonía con el espectral gruñido asesino del nasménbea, esta criatura abalanzándose primero mientras las hadas murciélago dieron un salto imposible para ascender a los aires en búsqueda de una posición donde bombardearlas con fuegos hechos de vísceras muertas. Pero antes que los seres malignos consiguiesen lastimar a las guardianas o todos los pobladores que huían de la zona, la lanza plateada de Sâbaqéias destrozó el corazón de la bestia con miles de cabezas en un solo golpe certero, penetrando en su asquerosa piel con la misma sencillez que un ardiente metal consume al hielo más delgado; el nasménbea retrocediendo en un segundo  por el voraz dolor consumiéndolo, y sin morir todavía, tomó los escombros que hallaba para lanzarlos hacia su enemiga.

Todos estos restos arquitectónicos nunca impactaron siquiera contra el suelo porque velozmente fueron interceptados en medio de su vuelo por las saetas de estrellas disparadas por Niabaládi en absoluta sincronía con el fuego de su consciencia, reduciéndolas a polvo mientras se giraba para apuntar al vientre de la abominación y soltar una flecha tan oscura como la noche sin luna con la rapidez que adquieren las estrellas cuando descienden del cielo, prendiéndole fuego al nasménbea sencillamente con una mirada cazadora en su rostro. Las intensas llamaradas envolvieron al monstruo con una intensidad jamás antes vista en la ciudad, y la confusión que cayó sobre este y sus amas fue aprovechada por la arquera para derribar a una de las heréticas mientras se tapaba el rostro para negar la luz purificadora que hacía aullar a su criatura, esta tampoco cayendo al suelo porque su cadáver se deshizo en verde ceniza que se dispersó por los aires intensos de las montañas.

Isqenbâmi aprovechó la distracción de sus enemigos para emprender segura el vuelo con un salto poderoso que la hizo emprender rumbo a los muchos rostros cubiertos de mucosas violetas que poseía la criatura tan fácilmente humillada, sujetando su espada con las manos firmemente mientras daba piruetas en el aire para rebanar sus muchos ojos con agresivas estocadas a la vez que calculaba las rutas que necesitaba seguir para impedir ser capturada por las manos colosales del nasménbea, y una vez miró cómo el monstruo había resultado casi ciego, convocó de su espada la fuerza de todos los ríos conocidos para que sus aguas ahogasen las bocas de este engendro que devoraba niños; los indistinguibles gritos amenazantes de este ser acabaron siendo muecas de dolor cuando casi todas sus fosas terminaron llenas de un líquido purificador.

Solubále empleó toda su fuerza para tomar de sus piernas animalescas a otra de las hechiceras con el único propósito de lanzarla contra el suelo de la plaza mientras esta se encaminaba con puñal en mano para asestar un traicionero golpe a Niabaládi. Esta murciélago a duras penas soportó aquella tacleada aérea que la poderosa guardiana le propició sin perder ni un instante su concentración, y cuando hubo de esquivar los maleficios que le fueron lanzados, usó la confusión de su adversaria para acercarse entre saltos hasta que la tuvo a unos pasos. Envolvió su cuerpo en un incienso hecho con madera cobriza para que perdiese los sentidos, y una vez la hechicera acabó lo suficientemente desesperada para empezar a menear las garras hacia todas partes, su vida terminó cuando la guardiana enterró con fuerza su pica en las cavidades vacías de su velludo pecho. La compañera de esta abominable hada miró su muerte con frustración e intentó una revancha mediante otro ataque por la espalda, más su enorme cuchillo fue bloqueado de súbito por el cristalino escudo de Utulíga un instante antes de acertar.

La asesina recibió un certero golpe en la cara sin que pudiese entender por qué su ataque había fracasado en primer lugar, y tampoco pudo decir lo que pasó al recibir un impacto mortal en la frente del mazo que sujetaba con enorme elegancia la hermosa Utulíga. Sin desperdiciar un solo instante y usando su escudo tan solo con la misión de no acabar manchada de asquerosa sangre herética, empujó con vigor el cuerpo moribundo hasta que chocó con el también agonizante monstruo. Aunque las llamas que mataban al nasménbea pronto escalaron hasta la hechicera, su vida terminó cuando la guardiana chocó su mazo contra el escudo para hacer un llamado que no tardó en contestarse por los millones de polillas que emergieron de los cielos con la velocidad de un relámpago para destrozar en un golpe a los dos enemigos de una vez por todas. Utulíga arregló su cabello satisfecha y con ayuda de algunas polillas en un aire demasiado despreocupado para la situación en la que estaba sumergida, observando cómo Sâbaqéias corría hasta el cadáver de la monstruosidad para recuperar la lanza que usaba con recelo tras intercambiar la suya con Imeistenlâ Daqanlu mucho tiempo atrás.

Entre las ruinas solitarias de sus malévolas intenciones tan solo quedó la aborrecible hechicera que se encargó de maquinar toda la destrucción que hubo de soportar Añesdúnor las últimas horas, y quien tiempo atrás había incluso presumido sus malévolos conocimientos que le permitían hacer bebidas alcohólicas con los restos calcinados de todas las víctimas que pudo encontrar tras el asalto a la ciudad. Únicamente vivió durante el suficientemente tiempo por su insistencia de mandar a sus compañeras hacia la masacre mientras ella buscaba una forma de escapar su merecido destino, y tan solo pudo defenderse unos instantes con sortilegios pequeños que todas las guardianas esquivaron sin problemas antes de que Sâbaqéias apuntase a su garganta con la lanza que tanto miedo inspiraba en la murciélago. Solicitó con mucho pavor en su expresión toda la piedad que jamás concedió a nadie y hasta prometió entre lágrimas cuanta esclavitud fuese necesaria para conservar su pellejo a cambio de sus oscuros servicios, solo recibiendo una respuesta en la expresión heroica de las guardianas que le acorralaban tras mucho tiempo persiguiéndola para detener su reino de terror.

— ¿Acaso te provoca llorar la luz de luna que esta noche te ha derrotado, hechicera? No tienes que preocuparte entonces. — Sâbaqéias indicó con una voz que desprendía bastante finalidad satisfecha. — En unos instantes resolveremos ese dolor que tortura esa oscura consciencia tuya.

La muerte de aquella hechicera también indicó que toda la desolación que provocaron las murciélago del clan Eisquntête se fue con el movimiento bendito del viento nocturno, y rápidamente las consciencias de todos en aquella ciudad heroica del norte retomaron su felicidad perdida por el maleficio que había provocado en ellos tomar decisiones tan cruentas e incapaces de ser soportadas mucho tiempo sin cobrarse la cordura, muchos padres teniendo que ser despabilados por sus hijos para que estos no los besasen hasta la asfixia en búsqueda de perdón hasta perder otra vez la razón y terminando con una eterna ansiedad frente a la idea misma de llevar a la plaza a sus niños.

Con lentitud se acercaron los habitantes de Añesdúnor para prestar tributo a sus cansadas guardianas, y aunque sería mentira que no disfrutaron un poco toda la adulación como si todavía fuesen adolescentes sin experiencia alguna, todas prefirieron aceptar tan solo un poco de comida y hospedaje por algunas noches mientras reposaban para considerar qué harían al final. Murânloso y Daletúna fueron quienes sirvieron todo el tiempo que ahí permanecieron como sus asistentes personales como muestra de agradecimiento eterno a quienes consideraban la respuesta encarnada a sus desesperadas peticiones. Utulíga disfrutando mucho tener un servicio eficiente de mayordomos a su disposición, Isqenbâmi adorando contestar todas las preguntas que ellos tenían sobre quiénes eran estas heroínas, Niabaládi gustando de tener con quién descargar sus frustraciones románticas a pesar de que ninguno de los infantes tenía la experiencia necesaria para ser un buen consejero, Solubále teniendo un exceso de alegría por tener con quienes entrenar su poderoso cuerpo durante horas hasta que nadie pudiese más y Sâbaqéias conformándose con ayudarse de ellos para liderar los inicios de la reconstrucción de la ciudad que no se completaría sino meses después de su partida.

Finalmente abandonaron la hermosa ciudad que se escondía entre las montañas del norte con un estruendo de aplausos cuidando sus espaldas mientras la luna les reconocía sus proezas con un tímido resplandor que se posaba encima de ellas mientras retornaban al sur con la mirada posicionada en su eterna misión de hacer compañía a todo aquel que sufriese las muchas injusticias del mundo, incluso si eso continuaba haciendo una mella entre ellas y los cortesanos por quienes alguna vez juraron luchar, así recorriendo el continente en tanto su inextinguible juventud se los permitiese. Tantos ciudadanos de Añesdúnor atesoraron sus memorias de este evento con tanta pasión que muy pocos recuerdan que unas horas más tarde de la partida de estas guardianas llegó a la ciudad Limaisin, el héroe de armadura barroca, que confesó bajo juramente ser enviado de los cortesanos lunares y su reina para defender a los habitantes tras haber ellos escuchado las súplicas desesperadas de los hermanos. Este espadachín siempre permanecería preguntándose quién habría sido el que se le adelantó y tomó su papel como guerrero en representación de la luna.

Arásga (Luna)

Nuestros antepasados cantan acerca de una era donde las estrellas eran tan inocentes que la luna debía susurrarles una hermosa tonada para hacerlas dormir con tranquilidad en las mañanas sin que fuesen perseguidas por ninguna suerte de miedo en un mundo tan repleto de juventud, y entre aquellos recuerdos majestuosos todavía persiste la imagen de la hermosa ciudad de Tisásta, preservada cada generación contra la inclemente marcha del tiempo por ser un reinado cuya majestuosidad tan solo podía ser rivalizada por la del reino lunar encima de esta. Las hadas que se consideraban pobres disponían riquezas que avergonzarían por completo a las noblezas obscenas de nuestros tiempos y aquellas llamadas miserables todas las noches tenían banquetes monumentales que alimentarían pueblos enteros actualmente, siendo considerados como los más imponentes todos aquellos organizados semanalmente en los interiores del palacio plateado de los reyes para que todos los miembros de la noble familia dispusiese alivio a cualquier pesadumbre que aquejase sus consciencias, más una noche terrible fue en uno de estos banquetes donde ocurrió una desgracia.

Sucedió que los benevolentes monarcas de esta ciudad acabaron sin vida encima de la mesa donde habían cenado durante algunas horas junto con el resto de la nobleza para conmemorar la futura comunión que tendrían la hermosa princesa Faiênqelin con el valiente príncipe Sedesânien del reino entonces nombrado Ubâlus. Espumas verdes con un hedor propio de un cadáver salieron por sus bocas antes de que se asfixiaran en sus carraspeos sin que nadie pudiese hacer nada para ayudarlos, haciendo a todos los presentes mirar con horror a las víctimas de aquel envenenamiento instantes previos a que el caos envolviese cada rincón del palacio, siendo la princesa quien resultó más herida en el alma por una desesperada amargura mientras clamaba entre lágrimas a todos los presentes por justicia y hacia la luna con un espantoso cantar por un milagro que no le pudo ser concedido. Tan monstruosa escena culminó peor tras Faiênqelin acabar separada de su amado por la guardia de sus padres bajo órdenes de su abominable tía Leusúma, quien convenció rápidamente a quienes presenciaron el asesinato que ella había sido quien envenenó a los reyes de Tisásta, siendo encerrada en la torre más alta del castillo para aguardar la pronta condena mientras se hacían los funerales de sus supuestas víctimas.

— Finalmente acaeció la noche en que puedo deshacerme de tu molesta presencia, sobrina querida. — Leusúma comentó en privado dentro de la torre a Faiênqelin luego de hacer que los guardias se retirasen a la entrada que se hallaba bastantes pisos debajo de ellas. — Has de saber que me provoca un dolor increíble haber tenido que deshacerme de mi hermano tan querido junto con su radiante esposa, más ese sacrificio necesitaba realizarse para que Tisásta puedo ser un reino aún más próspero bajo mi mandato como su legítima monarca. — explicó mientras enseñaba con burla a su sobrina el pequeño recipiente que contenía un veneno tan azul como el cielo diurno.

— ¡Monstruo! ¡Monstruo! ¡Todos sabrán lo que hiciste y por siempre estarás maldita! — Faiênqelin insultó de esta manera a su tía porque el sufrimiento en su consciencia por saberse traicionada era mucho e impedía que se lanzase encolerizada contra su pariente para quitarle la vida. — ¡Gata traidora! ¿Cómo pudiste hacernos esto? ¡Haré que todos en Tisásta sepan quién es el regicida realmente! ¡Asesina, solamente eso eres para mí, una asesina! — esputó contra Leusúma sin que esta le prestase atención a lo que tuviese que decir y observando rabiosa que su tía se retiraba de la habitación con una pequeña sonrisa en el rostro.

— No lo harás. — contestó sin ninguna emoción antes de cerrar la puerta del pequeño cuarto donde su sobrina debía pasar el resto de su corta vida, percibiendo con satisfacción que esta la golpeó una vez de forma contundente para luego proseguir a arremeter con debilidad una y otra vez entre un llanto amargo.

La princesa tan solo pudo llorar con las manos cubriendo su hermoso rostro para que sus propios lamentos consiguiesen mantenerla despierta en una realidad que presumía había caído bajo el velo negro que toda pesadilla usa para envolver a sus víctimas en el sufrimiento, y teniendo que resistir la opresión en su pecho ante la desesperación que le causaba tener que reconocer la situación donde había terminado aún si con las fuerzas del mundo entero deseaba regresar con la imaginación a un tiempo en que no tuviese miedo de que sus vísceras reventaran de miedo ahí mismo, prosiguió azotando sin esperanza aquella puerta de su presidio mientras suplicaba con una voz asustada a quien la escuchase que fuese rescatada de aquel sueño. Pero ni una sola alma acudió para liberarla de este durante las últimas horas de la noche, y una vez apareció tímido el sol desde una esquina del helado firmamento, únicamente pudo contemplar entre sollozos desde su ventana una mancha distante que representaba el funeral de sus padres al que todos en Tisásta habían acudido con bastante tristeza.

La soledad detestable que consumía poco a poco su corazón para que desapareciese en un abismo de eterna oscuridad amargada también rodeaba los interiores aterrados de su alma como lo haría la hiedra repleta con espinas de un ensamánjo parásito en un intento de reducirla a cenizas míseras. Una vez pudo observar a sus queridos padres descender en la hoguera monumental preparada por el pueblo durante sus funerales, y cómo se elevaba rápidamente un humo grisácero rumbo a los desconocidos horizontes del mundo, una alucinación insoportable se apoderó de la princesa con un estruendoso impacto que la lleno con ponzoñosa melancolía tras aceptar que había terminado la vida que tanto deseaba poseer por siempre; mirando con el palpitar de sus sienes acelerado cómo la indistinguible mancha de hadas en la distancia señalaba claramente hacia la torre en donde se encontraba y pedían la muerte para aquella quien había asesinado a sus padres, teniendo una voz tan impotente que se extinguió en un lamento profundo como los océanos del sur antes de poder convencer a esos espectros del corazón que nadie conocía realmente al asesino de los reyes.

Rompió así en llanto otra vez mientras caía sobre sus rodillas con la frente recargada en los barrotes para que al menos sus lágrimas consiguiesen libertad, percibiendo que estas salían por todas aquellas rasgaduras hechas en su espíritu por el ensamánjo una vez este logró abrazar su espíritu completamente hasta sofocarlo ferozmente con esa visión, misma que se quebró tras escuchar una voz que la llamaba en las puertas de la torre:

— ¡Faiênqelin, mi amada mariposa de cristal, necesito saber en qué sitio te han encerrado! — anunció el príncipe Sedesânien con discreción mientras buscaba en cada sitio de la torre la señal que buscaba. — ¡Anuncia dónde te encuentras para que pueda salvarte! ¡Los hadas que custodian esta torre se fueron hace unas horas por razones desconocidas, pero no dudo en que con la llegada del día, no van a tardar mucho en regresar para impedirle a cualquiera acercarse a esta!

— ¡Hermoso zorro! ¡Tanto he esperado para escuchar tu preciosa voz! — respondió Faiênqelin tras recuperar de inmediato el aliento mientras se asomaba tanto como podía a través de los barrotes para observar a su salvador. — ¡Suplico que rápido me rescates de este encierro tan insoportable, ya que es menester que informemos a todo mundo quién conspiró contra mis padres para envenenarlos sin una pizca de misericordia y así quedarse con el trono de Tisásta! ¡Fue mi tía! — indicó mientras recogía el gancho que acababa de lanzar su amado para asegurarlo bien al borde de la ventana y permitir que aquel escalase con una cuerda de mansâto.

— Imposible que todavía sea un hada aquella quien tiene tanta maldad en sus intestinos sin haber muerto por el peso de sus atrocidades. — sentenció el príncipe tras escuchar toda la historia de su princesa mientras escalaba con un cuchillo de plata sagrada en la boca para cortar pronto el acero tóxico de los barrotes. — ¡No es más que un monstruo al que le tenemos que dar muerte para que no continúe satisfaciendo su sed de sangre! Faiênqelin, querida ciempiés veraniega, nosotros veremos la injusta muerte de tus padres ser vengada y te prometo que…

Todas las hermosas promesas que el príncipe habría dado al hada de la que estaba enamorado para que esta encontrase certidumbre en la promesa de una venganza próxima, tanto para vengar la muerte de sus padres como limpiar todas las amargas lágrimas de su prístino rostro, acabaron en instante por completo miserable. Uno de los guardias que había retornado a la torre disparó alertado una flecha que le quitó el aire de su pecho a este e hizo que este cayese decenas de metros para hallar a la muerte una vez soltó la cuerda que le suspendía un momento fatal para percibir la herida que tenía en su cuello e intentar tomar a su amada por la mano por última vez en su vida. Faiênqelin sintió cómo un miserable espectro susurraba en su corazón para convencerla de abandonarse a la desesperación asfixiante que le incapacitó para hacer otra cosa además de reposar catatónica junto a la ventana mientras lloraba por vergüenza ante su impotencia, más no fue sino hasta que los soldados se llevaron sin respeto el maltrecho cuerpo de su amante que reaccionó herida en su nobleza con alaridos de ofendida soledad durante tantas horas que solamente al vaciarse cada lágrima en su cuerpo notó cómo la superficie de la luna misma ahora se encontraba a unos pocos metros de su ventana.

Durante los ancianos tiempos que nos anteceden era posible que sabios de conocimientos arcanos pudiesen tener una discusión amena con el mismo sol para acordar más horas de oscuridad durante unos meses si a este espectro del cielo primero se le hacía una ofrenda del inútil oro que crece en los bancos de algunos ríos, y también ocurría que un hada podía tener la consciencia tan asediada por violencia en su corazón que sus lágrimas terminaban siendo oscuras semillas que el suelo despreciaba; toda la frustración que había llorado la princesa al lado de la ventana germinó bajo la torre al estar dichas ácidas lágrimas bien alimentadas por miseria e hizo que el mismo suelo sobre el que descasaba la torre se quebrara a medida que los árboles amánsja de negra corteza emergían del subsuelo mientras cargaban a sus espaldas la estructura en la que se hallaba atrapada la princesa. Tanto había llorado que las plantas nacidas de su tristeza le habían alzado toda la noche hacia los cielos, sin que lo pudiese notar al estar anonadada por la muerte de su amado, hasta que durante la medianoche alcanzaron al astro que hasta nuestros días sirve como la residencia de nuestros gobernadores y la emperatriz que rige el mundo.

— ¿Qué te lastima para hacerte llorar con tanto pesar, mariposa querida? — Sêlemas preguntó a la princesa con mucha inquietud una vez se apareció detrás suyo con el brillo de la luna. — ¿Tus intenciones eran elevarte por los aires como si tuvieses el poder de volar para visitar mis humildes aposentos?

Estas palabras hicieron que todos los vientos que en aquellos momentos cruzaban hacia el interior de la recámara se transformaron pronto en una celestial sinfonía que era acompañada de un coro de susurros que con discreta perfección recitaba todo poema que alguna vez sería compuesto en el mundo; un invierno se apoderó de la habitación con la suficiente intensidad para hacer aparecer bastante escarcha en los sitios más apartados de la arquitectura, más la sensación no se pareció en nada al letal filo del acero congelado en la nieve, sino más bien a una refrescante tranquilidad oriunda de los distantes bosques que en un instante removió toda inquietud del corazón de la hada.

Tan solo fue necesaria la radiante aurora plateada que manaba de aquella emperatriz, como si de una avalancha de belleza se tratase, para que la anonadada princesa callara por unos minutos que parecieron durar toda la historia; limitándose entonces a observar sin que respondiese sección alguna de su débil cuerpo al porte noble de esta deidad: su vestido blanco era poco ostentoso en tamaño pero tenía detalles barrocos interminables que contrastaban con el cabello tan negro como la noche, que recogía en un bucle con arreglos de cobrizos metales, y una piel tan azul como los fuegos más ardientes del sur; la humildad en su apariencia haciéndola todavía más soberana al limitar sus adornos al enorme collar plateado con tonos dorados que portaba como símbolo de su imperio sobre la existencia, cada una de las joyas en este conteniendo los océanos del mundo, más teniendo como rostro uno de materna autoridad que tan solo la hermana de esta se atrevería a remarcar como académica o inocente.

— ¿Es posible un milagro como este? Se me ha otorgado el privilegio de hablar con mi emperatriz. — Faiênqelin pronunció con nerviosos murmullos a la vez que se ponía en cuclillas para prestar respeto a Sêlemas. — Amada señora, lamento tanto desperdiciar su tiempo con mi insensato parloteo, más he de contestar que he llegado a este lugar tan sacro por mero accidente: terminé apresada en esta torre por mi tía, Leusúma, quien asesinó a mis padres con veneno y causó la muerte de mi amado, Sedesânien. — explicó tan bien como la tartamudez se lo permitió e incluso olvidando por completo el hecho de que ella era una princesa, su amado un príncipe habría sido un futuro rey, y sus padres los monarcas de una poderosa ciudad que su tía deseaba tener para sí.

— Lamento con todo mi corazón que esto te haya sucedido, mariposa. — Sêlemas austeramente respondió mientras una pequeña lágrima con apariencia de un diamante caía por su rostro. — Permite que te ayude mediante el alivio que tanto desea tu alma herida en tragedia, así recuperándola fortaleza que tu consciencia requiere para reclamar la justicia que mereces. — mencionó sujetando de las manos a la princesa mientras la hacía pararse.

— ¡Usted no puede llorar, señora mía! ¡Eso me corresponde a mí, así que le suplico que no lo haga! —  Faiênqelin contestó mientras sentía acelerar su pulso hasta el límite con el contacto tan próximo a la divinidad que tanto amaba, incluso doliéndole un segundo, y resistía el deseo prohibido de consolar a su emperatriz de la misma forma que esta hacia con ella. — Le suplico que no me haga aceptar su favor sobre mis mundanos e insensatos asuntos, señora mía; me sería imposible soportar el peso de aquella bondad suya. La muerte tarde o temprano me reunirá con mis padres y mi amado zorro en los dominios eternos de esta luna tan hermosa, así que no me queda más que ser paciente. — indicó con un derrotado anhelo.

— Recuerda que la luna siempre será tu guardiana en tanto tú seas la espada plateada de su voluntad. — Sêlemas pronunció estas palabras sin permitir que la princesa tuviese oportunidad de responder. — ¿Entonces he de ser yo quien te solicite derrotada que aceptes mi ofrenda, mariposa querida? ¿Tendré que humillarme ante un hada tan hermosa como tú? Encantada. — increpó sonriendo mientras descendía lentamente hasta colocarse en cuclillas ante la mirada aterrada de la hada, así dando a entender que no deseaba una negativa por respuesta, y levantándose tan pronto como Faiênqelin se lo suplicó. — Pero en mi corazón no cabe duda de que aún te resta mucho tiempo antes de que puedas reunirte con aquellos quienes tanto amas, así que te pido lo uses para expulsar toda la oscuridad en tu vida y reclames la felicidad que te fue arrebatada con tanta maldad. Tus seres amados por siempre estarán bajo mi protección, eso te lo prometo; más anhelo que también hagas uso de la fuerza que ellos te desean prestar junto con la mía.

Tomó de las manos a la princesa con mucha delicadeza pero todavía más convicción para luego soplar sobre estas un aliento tan poderoso que en vergüenza habría dejado a los inconquistables vientos que todas las noches cruzan por las montañas más altas sin prestar atención a su hazaña, la maravillosa nieve que acabó encima de sus palmas sirvió para que emergiese una enorme polilla blanquecina de tierno aspecto que sobre sus decoradas alas cargaba interminables capullos de resplandor tan azulado como otoñales auroras que alumbran ciudades enteras durante las fiestas sagradas. Palabras secretas fueron intercambiadas entre la polilla y su maestra por unos segundos antes de que esta tomase con sus delicadas patas algunos de los capullos que cargaba para luego abrirlo en un rápido movimiento, emergiendo de aquellos unas mariposas empapadas que tenían alas coloreadas con arcoíris en forma de manchas sin ninguna especie de orden y toda la belleza artística de una obra hecha por la propia Sêlemas.

Faiênqelin imposiblemente supo con tan solo contemplar unos instantes aquellos colores que estas mariposas se trataban de sus padres y su amado, haciéndola soltar una lágrima final de alegría al saberse una vez más en compañía de todos a quienes tanto quería vengar. Por su parte, las esencias arcoíris también la reconocieron de inmediato y aletearon alrededor suyo en una sentimental reunión que simbolizó una extensa algarabía que todos habrían deseado que durase toda la eternidad, resultando que al final reposaron cansadas sobre la espalda de la hada por unos minutos. Entonces terminaron estos jubilosos momentos cuando ellas se transformaron en un brillo plateado que se hundió en la piel de la princesa y emergió otra vez como un par de alas compuestas por destellos lunares.

— Son un regalo de mi parte como demostración de que aún en las situaciones más adversas, eternamente hallarás en mí un poder que siempre se antepondrá a toda maldad que repte inadvertida por los sitios recónditos del mundo. — Sêlemas informó mientras Faiênqelin trataba de encontrar las palabras arrebatadas por aquella libertad segura que inundaba su espíritu. — Te corresponde ahora descender al suelo para que todas las hadas reciban también este mensaje de tu parte, hermosa mariposa. — indicó mientras sonreía a la princesa como una despedida tras convencerla con su mirada que todo cuanto deseaba decirle ya había sido pronunciado.

La soberana del universo desapareció en un instante de resplandor absoluto mientras un cálido invierno internaba su poder eterno en el corazón de su princesa, y con este también resultó deshecha en un plateado viento tanto la torre como las ramas ociosas que habían elevado la arquitectura hasta el celestial reino. Faiênqelin cayó en picada un instante antes de saber cómo usar sus alas tras recordar todas las veces que había visto a las mariposas andar con libertad entre los jardines o bosques de Tisásta. Cantó un poema de amor que por tantos años había recitado Sedesânien para enamorarla a los pies de una cascada, así despidiéndose de él hasta que la muerte los volviese a reunir en plenitud y hallando en su recuerdo de aquel evento la motivación para continuar aleteando hasta tocar con los pies desnudos el suelo; ignorando durante todo el camino de vuelta a su hogar que su voz había tomado un poder necesario para ser escuchado por todos en la ciudad incluso en el caso donde algunos no se percatasen de la divina figura descendiendo con estelares alas desde los cielos hacia el sitio en el que tiempo atrás igualmente se había elevado la torre para perderse en el firmamento.

Todas las hadas comprendieron en aquellos versos tan románticos el mensaje que en apresurada emoción deseaba transmitirles su princesa en cuanto sintió el rozar de los húmedos pastos que crecían siempre en las afueras de Tisásta. La sorpresa que ella sintió cuando miró desde las alturas a los incrédulos pobladores tratar de anticipar su llegada con veneración fue monumental, y una vez pudo pararse sobre el suelo de su hogar, comunicó a todos los presentes todos los eventos recientes que habían ocurrido. Incluso si ellos estaban enterados de la traición malévola que aquella usurpadora había cometido a sangre fría a causa de aquel poema, terminaron por indignarse una segunda vez al repetirse todo cuanto sabían de antemano y le pidieron a la princesa sus disculpas por haber creído las mentiras de su detestable tía.

Igualmente ofrecieron toda la ayuda que pudiesen suministrar a la princesa para arrancar a la usurpadora Leusúma del trono que había robado, costase incluso una cruenta batalla en la que la ciudad misma ardiese hasta reducirse a meras cenizas insufladas con el sentimientos persistente de justicia que invadía a todos en la ciudad, y de esta manera la princesa les entregó a todos los ciudadanos una porción del regalo que su emperatriz había proporcionado a su causa. Justo como la fortaleza de la luna dio un nuevo alivio al alma domada de Faiênqelin, ella también les proporcionó a los machos con un susurro las poderosas cornamentas que se usarían para derribar todo obstáculo que se interpusiese en el camino a instaurar de nuevo el orden, y enérgicos pares de alas a las hembras para que no hubiese un solo bastión que no pudiese conquistar su ánimo justiciero, todos en Tisásta acompañando a la princesa hasta el palacio donde se hospedaba Leusúma.

No hubo una batalla porque el ánimo de los pobladores estaba respaldado por el mismo espíritu de la luna que esa noche resplandecía como nunca volvería a hacerlo durante aquella u otra épica en nuestra historia, y pronto las puertas fueron embestidas hasta hacerse trizas junto con todas las fortalezas sorteadas sencillamente con la gracia del vuelo, terminando por ser linchada Leusúma junto con todos aquellos quienes todavía le eran leales en una demostración tan violenta en donde ni un solo campeón de Sêlemas resultó herido y del que escaparon los traidores para no perder la vida. Una vez se escondieron en las distantes cuevas, lentamente se transformaron en abominables hechiceros que en sus marchitos corazones por siempre albergarían mortales deseos por recuperar lo que ellos pensaban como suyo por derecho, más el poder de la princesa Faiênqelin siempre les haría temblar de pavor al recordarles hasta con la mera mención de su nombre el poder de la luna.

Inmediato ascendió al trono la hermosa Faiênqelin como una reina maravillosa que por todos los cuatrocientos años que duró su mandato aconsejó llena de prudencia, enalteciendo la bravura con orgullo y enterrando con regalos místicos a todas las hadas bajo su noble mandato. Ninguna ofrenda siendo considerada suficiente por los habitantes como agradecimiento hacia su reina mariposa y la emperatriz plateada que la había protegido de la mentira, más siempre acabando por ser recibidas por esta reina con una determinada sonrisa en el rostro todos los festivales invernales que asistió en compañía de una nueva nobleza y los íntimos amigos que en el resto de su vida fue haciendo hasta que el sitio de luto que reservaba para la memoria de sus padres y su amado príncipe acabó decorándose también con nuevos recuerdos llenos de destellante algarabía. Tan poderoso fue su imperante poderío que incluso en estas noches que tanto se han distanciado de la gloria pasada que embellecía a todo el mundo, uno puede escuchar durante las más heladas noches de luna llena los vientos provenientes de los valles en donde alguna vez se encontró Tisásta, la voz eternamente enamorada de Faiênqelin.

Corazón (Bândélu)

Durante la noche más helada del año comenzaron a descender los primeros copos de nieve desde un horizonte eterno que se cubría de estrellas azuladas que peregrinaban al compás marcado por la luna, cayendo sin un solo ruido encima de la espuma oceánica con el propósito de besarla por primera vez en tantos meses y así engendrar las corrientes marinas que alimentaban con vida al mundo entero desde los orígenes del mundo tanto tiempo atrás, pronto también recubriendo tanto una solitaria torre en la cima de un castillo como su extenso balcón con vista a las olas rompiéndose contra las rocas. Se trataba de las horas más silenciosas de la madrugada y tal como la nieve, la habitación en esta torre permaneció completamente vacía de ecos que la perturbasen, pero en el instante que la luna se posicionó triunfante sobre la marea observada desde el balcón, una melodía perturbó al mundo entero y el sueño de un príncipe.

Honothy, un niño que cierto día heredaría el trono del imperio al norte del mundo, abrió con mucha pesadumbre sus aletargados párpados en cuanto sintió desde sus sueños la belleza que hacía temblar la estructura de su habitación. Incapaz de comprender más que la textura de su plácida cama al inicio, pronto acostumbró su mirada a las tinieblas y buscó con sus orejas puntiagudas el origen de aquella canción, sencillamente averiguando que su origen estaba en la persona cantando desde el balcón, tratándose de su nana Banlâiqa. El príncipe avanzó con mucha curiosidad hacia ella y cuidado sus pasos para no causar un solo ruido, como si este fuese el sirviendo que arribó a las puertas del castillo suplicando por comida casi treinta años atrás, sin conseguir este objetivo porque su cuidadora sabía que el niño había despertado tan pronto como descendió de su cama. Banlâiqa era casi dos veces más alta que el infante pero su presencia intimidaba tan poco como las hogareñas brasas encendidas siempre en el salón común donde se reunía la corte que servía en compañía de otras hadas y así mismo era tan etérea como el mismo viento que soplaba aquella madrugada, observándose claramente en su piel ligeramente azulada y sus profundos ojos violetas qué tan extraña presencia era en aquellas tierras norteñas, siendo estas pupilas capaces de ver en las tinieblas nocturnas a la perfección las que resplandecieron con el brillo de la luna en cuanto se posicionaron sobre Honothy. La nana descendió del barandal arenisco para avanzar hasta su querido niño para cubrirlo de un abrazo del frío, sabiéndose incapaz de amorosamente regañarlo como solía hacerlo porque sabía que su canción lo habían despertado, simplemente arrastrándolo suavemente de vuelta a su alcoba.

Príncipe Honothy, ahora mismo necesita regresar a su habitación para buscar en sus frazadas un refugio contra estos vientos invernales o se enfermará, cosa que no puedo permitir que suceda. — indicó la hada mientras halaba de la mano a su protegido rumbo a la puerta abierta de esta recámara.

Nana Babaca… — respondió el niño con su particular manera de llamar a su querida cuidadora, surgida debido a su incapacidad de pronunciar los nombres en el idioma de aquellos seres que vivían al sur del mundo. — ¿Qué estaba cantando?

Lamento desde el fondo de mi consciencia haberlo despertado, príncipe Honothy, ha sido una completa infantilidad hacer esto en su presencia. — contestó Banlâiqa enseñándole a este cómo se llevaba un meñique a la frente como señal de arrepentimiento. — Me aseguraré de que descanse como si sueño nunca hubiese sido interrumpido por mi imprudencia.

Nana Babaca, ¿qué estaba cantando?, quisiera escucharlo de nuevo. — insistió el futuro emperador.

Conociendo muy bien el carácter testarudo de su protegido y notando que este se había anclado al suelo usando alguno de los primeros hechizos que se le habían comenzado a enseñar meses atrás, la hada no tuvo más remedio que obedecer la solicitud de su niño, aunque le pidió con una imbatible mirada que se colocase un abrigo si deseaba permanecer a estas horas en el balcón, satisfecha tras ver regresar a Honothy con varias pieles de bestias encima de su pequeña complexión tras correr hasta el armario. Ambos se acercaron un poco al barandal para contemplar mejor la blanca luna comenzar a esconderse entre las tempestuosas olas, Banlâiqa sosteniendo con fuerza la mano del príncipe como un instinto de tiempos en los que este era todavía más pequeño, observando este astro con dos perspectivas completamente distintas pero que compartían la fascinación que incluso en el norte producía su resplandor casi plateado.

Lamento haberlo despertado con mi canción. — insistió la nana con su mirada melancólica todavía puesta sobre la luna. — Es una melodía que mi madre acostumbraba a cantar antes de dormir mientras el sol se asomaba por el horizonte. Creo haberle mencionado en el pasado que mi pueblo hace lo opuesto al suyo, príncipe Honothy, porque dormimos durante los días y trabajamos durante las noches. — Banlâiqa comenzó a relatar antes de detenerse súbitamente. — Pero estoy seguro de que eso no es de su interés.

— Uno de mis profesores mencionó una vez que tú veneras a la luna en vez de al sol. — añadió Honothy sin saber cómo responder a lo anterior. — ¿Estás venerando a la luna?

— ¿Ahora mismo, príncipe Honothy? No. — contestó la nana un poco sorprendida por la pregunta. — Pero me despido de ella porque tan pronto como se oculte entre la marea, emergerá sobre las montañas al otro lado del mundo y alumbrará el firmamento con un resplandor muy especial aquellas tierras donde habita mi pueblo, idéntico a cómo el sol emerge en el norte cuando se oculta en el sur.

¡Suena muy divertido! Quisiera visitar tu pueblo algún día, nana Babaca. — dijo el niño con mucha fascinación.

Banlâiqa no respondió pero su mirada demostró un poco de conmoción ante esas palabras y sus manos temblaron durante unos instantes antes de que calmarse, únicamente transmitiéndole al príncipe con su característica mirada nocturna que también deseaba lo mismo, comenzando a cantar sin advertencia para intentar sobrellevar la pequeña tristeza que ahora rondaba su pecho. Las primera notas sonaron similares a un instrumento de viento y un instante previo a que surgiesen unas palabras en un idioma que el niño no reconocía, solamente conociendo su significado muchos años después, su voz replicó las vibraciones que podían nacer solamente por medio de afinadas cuerdas.

La luna se oculta.
Tu luz se extingue por hoy.
En pálidas llamas descansaré.
Soñando cien y una cosas.

Estos primeros versos provocaron que algunas olas debajo de la torre permaneciesen sobre las rocas y arena unos momentos más de lo habitual, resplandeciendo unas cuantas veces las aguas a medida que ciertos trozos de espuma se congelaban ahí mismo, pero sin que ninguno notase esto al principio por estar concentrados tanto en la luna como en la melodía.

¡Búscame! ¡Búscame! Oh, más allá.
Pues hoy ambulo en sueños sin vagar.
Lejos ambulo en bosques tan vagos.

Se estrellaron las primeras olas de enorme tamaño contra la parte baja del balcón, tan solo salpicando los pies de ambos pero ninguno pudo desconcentrarse durante este acto tan hermoso y dolorosamente nostálgico para la hada, apenas notándose la masa de agua colosal que venía ellos por culpa de la hermosa voz que tenía esta criatura del sur. El príncipe solamente escuchó su rugido como otra parte de la canción que interpretaba su nana.

Comida no habrá.
Mis piernas se rendirán.
Incluso en este andar cruel.
Solo esta canción me animará.

La marea de enormes proporciones cedió ante su propio peso unos metros antes de caer encima de ambos, tomando impulso nuevamente a través de estos versos tan hermosamente pronunciados y precipitándose en cuanto acabaron, precipitándose con velocidad a pesar de que casi todo el océano se había congelado. Honothy observó esta avalancha marina justo antes de que chocase violentamente con ellos, sosteniendo la mano de su nana con fuerza y gritándole para que se moviese, siendo inútil porque la hada había cerrado sus ojos para contener las lágrimas que le causaba rememorar el pasado.

¡Cántame! ¡Cántame! Oh, Emperatriz.
No todo que vaga está perdido.
Ruego te halle en mi ambular.

El príncipe solo alcanzó a suspirar de miedo en anticipación al impacto, pero enorme fue su sorpresa cuando contempló que todas las gotas de aquella marea se transformaron en mariposas azules y blancas al momento de chocar con la hada. Banlâiqa supo esto pero no se inmuto, permaneciendo con los ojos cerrados antes de relajar su postura enervada y el agarre con el que tomaba a su niño, mirándolo con una expresión conocida solo por su pueblo pero que definitivamente transmitían algo poderosamente conmovedor al futuro monarca. Rápidamente se secó las lágrimas y miró junto con este la bandada de mariposas volar por los cielos, tan numerosas que sumirían al mundo en tinieblas de no ser por su propio resplandor, también escuchando al océano quebrarse a medida que se descongelaba.

El príncipe solo alcanzó a suspirar de miedo en anticipación al impacto, pero su sorpresa fue enorme cuando contempló que todas las gotas saladas en aquella marea se transformaron en mariposas azules y blancas en el momento que chocaron con la hada. Banlâiqa supo esto pero no se inmuto, permaneciendo con los ojos cerrados un momento más antes de relajar su postura enervada y el agarre que tenía sobre la mano de su protegido, volteándolo a ver con una expresión que solamente los de su pueblo comprendían pero que transmitían algo poderosamente conmovedor al futuro monarca. Rápidamente limpiándose las lágrimas, ambos observaron la bandada de mariposas volar por los cielos con tanta elegancia que su volumen monstruoso no bloqueaba la luz de las estrellas o la casi desaparecida luna, permaneciendo en silencio mientras las aguas debajo quebraban a medida que se derretían.

La nana tomó en brazos al niño, quien en esta ocasión especial no se negó a ser tratado como un infante más pequeño, arropándolo en silencio hasta que el tranquilizado oleaje marino le durmió, sospechando que en sus sueños regresó a su propio mundo repleto con conquistas e intrigas palaciegas a juzgar por todo cuanto murmuró. Observándole con atención para que no volviese a despertarse, la hada sonrío como solo lo hacía cuando se encontraba en soledad con este niño y susurró para sí misma los últimos verso de su canción.

Durante una tormenta me has respondido:
No todo errante está perdido.
Tu hogar estará donde repose mi espíritu.
Pues no todo perdido está errando.

¡Feliz Navidad! ¡Feliz 2023!
Nuestros antepasados cantan acerca de una era donde las estrellas eran tan inocentes que la luna debía susurrarles una hermosa tonada para hacerlas dormir con tranquilidad en las mañanas sin que fuesen perseguidas por ninguna suerte de miedo en un mundo tan repleto de juventud.

AGRADECIMIENTOS

Estos cuentos están dedicados primeramente a mis padres con todo el amor que dispone mi corazón para ellos. Fueron ellos quienes desde temprana edad me hicieron saber que más allá de lo que nuestra mirada puede observar, existen mundos fantásticos repletos con historias que necesitan ser contadas para creerse, y también enseñaron que no hay un poder en esta vida tan enorme como el de la imaginación. Sin la capacidad de observar lo que se esconde delante de nosotros mediante nuestra imaginación, uno pierde la conexión que hay tanto con el niño que una vez fuimos y todas aquellas maravillas que tanto anhelan hacer contacto con nosotros, acabando por ser este un destino idéntico o incluso peor que la muerte.

Quisiera agradecerle a mi padre por haberme conferido con la valentía necesaria para extender la vista hacia un mundo protegido por la luna sin jamás desviar la mirada para intentar ignorar a aquel niño que reside en mí y deseaba conocer más sobre sus extraordinarios habitantes. También a mi madre por inculcarme el hábito de las letras incluso antes de saber leer o escribir, siempre creyendo en mi modesta habilidad con la prosa aún en las situaciones donde esta no merecía oportunidades, ante todo enseñándome la alegría que existe en pintar extensos murales con la palabra escrita. Estaré para siempre en deuda con ustedes.

Segundamente, me encantaría dedicar estas historias a todas las personas que a través de los meses me apoyaron con paciencia leyendo borradores y dándome comentarios acerca de lo que era menester cambiar antes de publicarlos. Todos a quienes molesté con la impetuosa necesidad de saber qué opinaban al respecto de los escritos de un anónimo de internet, se encuentran en mi eterna gratitud, así que estos cuentos les pertenecen tanto como a mí y a quién desee prestarles tiempo de sus vidas.

Arásga, qalamína; Ifáqla ual ásga.

Que en hádico quiere decir:

Luna, guardiana; espada de plata.

Aisibes, la hada malabarista, ilustrada por Onward y Volpe

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