Servicio a la Comunidad

Mis padres siempre fueron estrictos con los horarios, para comer, hacer la tarea, ducharse, despertar y dormir; tanto que terminé por desafiarlos solo para contrariarlos. Sin duda, el que más me molestaba, y por ende el que siempre ignoraba, era el de la televisión. En cuanto daban las siete, ellos esperaban que apagase el televisor para irme a acostar, cosa que por supuesto no hacía porque nadie tiene sueño a esas horas. Si me tardaba más de lo que ellos toleraban, apagaban la televisión desconectándola de la corriente y poco faltaba para que me arrastrasen por la casa para abandonarme en la cama.

Con los años aprendí cómo ignorar sus reglar y ver la tele una o dos horas más sin que se diesen cuenta. Siempre corría el riesgo de ser descubierto; castigado más allá de lo posible, y necesitaba de paciencia que rara vez tenía conmigo. Pero cuando funcionaba, la satisfacción de haber superado a mis padres, y de entretenerme un rato más hasta tener sueño, no tenía comparación alguna.

Era sencillo. Solo necesitaba esperar que mis padres se durmiesen después de que fuesen a su cuarto poco después de enviarme al mío, ya que su habitación quedaba al otro lado de la casa, donde no se escuchaba mucho la televisión; nada en absoluto si esta tenía un volumen bajo. Funcionaba además porque, su puerta hacía un sonido hueco, chirriante y espeluznante al moverse, cosa que me advertía con suficiente tiempo para apagar la televisión y escapar si llegaban a despertar.

Sucedió una noche de abril, en la que me fui a regañadientes, una simple fachada, a mi cuarto. Esperando exasperado a que el reloj marcase que ya había pasado la hora para regresar a ver la programación de la noche. Mis padres se habían acostado media hora antes, y hasta ahora habían platicado un poco, cada vez más quedo, hasta que se callaron por completo hacía poco tiempo. Aun así, prefería esperar otra hora para estar seguro por completo.

Mi cuarto se llenaba de oscuridad a esas horas de la noche. Incluso si mi ventana daba directamente al poste de luz en la calle, más allá del marco todo eran sombras negras. Cuando era más pequeño, esto me aterraba, especialmente al despertar en medio de la noche; recibido por un escritorio repleto de cuadernos y juguetes sumidos en negrura absoluta, y encontrándome con las sombras de lo que eran pósters de Café Tacúba y dinosaurios durante el día. Con el tiempo comencé a sentir alivió ante el pensamiento de que la luz de la televisión arrojaba una luz en la cual cobijarme por un rato de lo que asechara la oscuridad, aunque fuese por un momento, incluso si ya no le temía como antes.

El reloj marcó la hora, y rápidamente me deshice de mis cobijas, lanzándolas al costado de la recámara. En silencio caminé hacia mi puerta, y me asomé por la apertura para comprobar si había alguna luz encendida. No había ninguna, cosa que me daba seguridad para poder continuar. Antes de ir a la sala, fui hacia el cuarto de mis padres, y tras revisar si estaban dormidos, cerré rápidamente la puerta; crujió, pero no para despertarlos.

Regresé por el camino que había hecho, y bajé las escaleras con cuidado de no hacer ruido alguno para dirigirme hacia la habitación donde me esperaban las sombras negras que con las luces encendidas eran los sofás y la televisión; aparato viejo, incluso para ese entonces, pero que me gustaba porque me dejaba bajarle el volumen sin encenderla, cosa que en parte me permitía ejecutar mi plan todos los días. Una vez me aseguré de bajar el volumen hasta el tres, quizás incluso el cinco, la encendí y me senté en el piso cerca de ella; su luz blanca me iluminó de golpe, simbolizando el inicio de mi recompensa.

Antes de acostarse, mis padres acostumbraban a ver el canal de noticias para enterarse de las últimas novedades de la guerra en Medio Oriente; mi padre especialmente gustaba de ver escenas de combate, mi madre solo lo acompañaba para no ofenderlo. Hoy vieron la tele un rato antes de irse a dormir, así que al encenderla apareció en el canal de noticias; estaba la sección de comerciales, así que cambie el canal unas cinco veces hasta regresar al que estaba viendo.

Sinceramente, la programación no era la mejor del mundo. Casi siempre pasaban comedias y caricaturas a esta hora, pero justo este día había un programa de concursos; esos que solo sirven para entretener y perder el tiempo después de un día de trabajo, conducido por un actor suficientemente carismático como para no hacer a todos apagar la pantalla. No lo odiaba, pero últimamente me parecía más y más aburrido, pero no tanto como para no aprovechar mi hora de televisión, o tratar de hallar algo más interesante.

Estaban realizando una prueba de atletismo, el conductor contra una botarga de vaca, la mascota del patrocinador del programa. Saltaron pequeños pozos y trincheras en una carrera; esquivaban latas y piedras lanzadas con resorteras; escalaban plataformas para y se deslizaban por tirolesas y cuerdas. Incluso con la botarga puerta, el que la vestía era un digno rival para el conductor, quien parecía al borde del colapso. Al final, ganó la botarga por muy poco, probablemente según estaba arreglado desde el inicio.

— Pero que quede constancia … Que quede constancia que ya había hecho ejercicio en la mañana para practicar… Practicar la participación en el concurso… — lucía y sonaba a punto de colapsar. — ¡Muchas gracias a Alpura por ser nuestros patrocinadores; no se olvide: Alpura es frescura y sabor, si busque calidad y sabor, no lo encontrará en otra parte… Que no sea Alpura! Nos vamos a comerciales, no le…

Los comerciales cortaron las últimas palabras del conductor. El primero fue de Alpura, como si no hubiese sido suficiente el anuncio durante el programa, pero una vez terminado este no siguió un anuncio publicitario; fue el servicio a la comunidad. Lo detestaba, no porque me atemorizase, sino más bien porque me incomodaba. Siempre cortaba el aura explosiva y ruidosa de la programación general del canal, y la reemplazaba con seriedad y luto. Pero también sentía morbo al ver las fotos y datos de los desaparecidos, quizás con la esperanza de ayudar, tal vez solo por curiosidad.

Los primeros dos reportes fueron sobre una anciana y un joven, la primera con una enfermedad mental y diabetes; el segundo poco mayor que yo, y con un historial de adicción a las drogas; los dos desaparecidos en el Estado de México. Pero el tercero no comenzó de la misma manera, tardó quince segundos antes de que algo apareciese en la plantilla donde iba la fotografía e información personal. Antes de que esto apareciese hubo un pequeño, súbito y casi imperceptible corte en la señal, un apagón que cualquiera habría ignorado, excepto por mí, cada vez más curioso por la anomalía en la formalidad en que se daba la cápsula informativa.

Apareció la foto de una adolescente, un poco mayor que yo. Era de pésima calidad, podía verse que había sido doblada y maltratada mucho antes de ser escaneada, pero aun así estaba a color y se podía distinguir casi todos los rasgos de su rostro borroso: ojos verdes y cristalinos; nariz pequeña y redonda en donde se posaba un lunar; y una boca de labios finos, la cual trataba de sonreír.

Poco después surgió el texto donde estaba su información, pero antes de que siquiera todas las palabras se acomodasen en la plantilla habló una voz femenina e infantil, no era el narrador de siempre, lo cual me hizo prestarle atención. Mientras hablaba, comencé a atemorizarme, porque la voz no era profesional y hablaba tan lento como leía un niño pequeño, y sin una inflexión neutral, sino con una que reflejaba miedo y angustia. Pensé en ese momento, que era la mujer de la foto quien hablaba.

— XHGC Canal 5: Al servicio de la comunidad. Pedimos ayuda localizarme, Serena López Ibarra. Yo me extravié el día 22 de abril en la delegación Álvaro Obregón. Cualquier información es de suma importancia para encontrarme. Por favor, ayúdenme; hace mucho frío, tengo muchísimo frío.

Alcancé a taparme la boca antes de gritar, pero eso no me impidió gritar una segunda vez. Solo se escucharon como gemidos, pero no alcanzó para desahogar el miedo que sentí. Mis piernas se paralizaron, y aunque intenté apartar la vista, la fascinación morbosa y el terror me impidieron quitar los ojos de la pantalla. Las últimas palabras las pronunció a la vez que la boca en la fotografía movía la boca, hablando. Los movimientos de la boca arrugaron con violencia el papel, como si quisiese escapar de él; creando grietas blancas y dobleces que deformaron su cara.

La foto se quedó quieta, pero el comercial no terminó. Permaneció ahí durante unos segundos más, en los que noté cómo los ojos de la adolescente se posaban lentamente en los míos, tan lento que cada movimiento quemaba en mi corazón y agitaba más y más mi respiración. Intenté cambiar de canal, pero mis piernas no me dejaron. Sus ojos no expresaban nada, estaban muertos, pero me miraban con profundidad.

Sus ojos jamás dijeron nada, pero podía sentir angustia y terror; no los míos, los de ella. Intentó hablar, quizás para repetir el anuncio, pero no pudo. Trató de hacerlo, y en el proceso, su boca continuó desgarrando el papel en el que estaba impresa, poco a poco rompiéndose en la zona del cuello, decapitándose en el proceso a la vez que los movimientos de la boca indicaban que gritaba; sus ojos no dejaban de verme, me pedían auxilio, me decían que la estaba matando el desprendimiento de su cuello, y eso la hacía gritar más, y más.

Antes que su cuello se partiese, me abalancé con las últimas fuerzas que me quedaban hacia el aparato para apagarlo de golpe. Seguro hice ruido, pero incluso si lo hubiese notado en ese momento no me habría importado. En cambio, permanecí sentado y con la cabeza mirando fijamente al piso, sin atreverme ni poder moverle en lo más mínimo por un buen tiempo; pudo haber sido solo unos segundos o unas cuantas horas. Mi cuerpo palpitaba y mi respiración era rápida y dolorosa; mis ojos no se cerraban sin ver la fotografía de ella en la luz de la televisión. La oscuridad de la sala me cuidó y protegió de la luz, de ella, durante todo el rato que permanecí inmóvil.

No recuerdo cuándo regresé a mi cuarto, seguramente durante la madrugada. Todas las luces estaban apagadas definitivamente, pero incluso entonces cerré las cortinas de la ventana, impidiendo que la luz del poste de afuera volviese a iluminar la habitación de pronto; justo como la televisión iluminó la sala. Para entonces, solo faltaban unas horas para que mi madre me levantase para ir a la primaria, y realmente solo concilié el sueño por error.

Volví a verla en la escuela, y no importó cuánto traté de atribuir su visión al insomnio o al medio que aún sentía latente en mi memoria, muy en el fondo supe que ella era real y estaba al otro lado del patio. Tan solo pude verla por unos segundos; al principio, cuando apareció ante mí al otro lado del extenso patio, y después, cuando volví a mirar para comprobar que no estaba soñando, y en efecto, ahí estaba ella: pequeña y con una expresión inerte que se fijaba en mí pero que no transmitía más que frío, usando solamente un pequeño vestido blanco y zapatos negros.

Hecho un manojo de nervios y pavor desde la madrugada, me fui al salón junto con mis amigos al salón una vez acabó el recreo. Pude haber hablado con ellos sobre lo que vi, tenía la confianza suficiente, pero no quería hacerlo porque me ahogaba el miedo de siquiera pensar en ello. Ese día lucía enfermo, y eso fue lo único que supieron al respecto. No era solo el insomnio, sino Serena, quien me hizo estar en un estado de inconsciencia durante todas las clases; despierto solo por el paralizante y heladísimo terror que su rostro me hacía circular por mi cuerpo. Solo estuve consciente cuando, casi al finalizar la última clase, volteé por mera casualidad a la puerta del salón, y la vi de nuevo

No era como la fotografía. Tenía el ojo izquierdo negro, cerrado por completo de lo inflamado que estaba; su labio inferior sangraba de una gran cicatriz; su nariz estaba tan roja y machucada que parecía estar destruida por dentro. Me congelé en mi asiento, mi cuello se hizo rígido como el acero, siendo imposible desviar la mirada de ella. Ella tampoco desviaba la mirada de mí, sus ojos estaban clavados en mí. Fue cuando me di que estaba flotando, pues para asomarse en el cristal de la ventana, ella debería medir más de dos metros, que sus ojos y boca comenzaban a abrirse y cerrarse en el violento gesto que indicaba que se estaba ahogando; su mirada nunca despegándose de mí, suplicando algo sin poder decirme qué. Vomité hasta perder la consciencia.

Me enviaron de vuelta a casa al poco tiempo de volver a la realidad, y de tomar un té de manzanilla mientras escuchaba las palabras de consuelo de la señora del aseo. No me sentía especialmente mal, quizás había purgado asquerosamente el miedo, mas el recuerdo no se irían a ninguna parte. Vivía cerca de la escuela; el país aún no era tan inseguro, por lo que era un viaje que podía hacer solo. Estaba aliviado de alejarme de eso lugar y refugiarme en la seguridad de mi hogar, al menos por un día.

La calle estaba aún más callada de lo que estaba vacía, solo circulaban unos cuantos autos de vez en cuando; tardé poco en volver a sentir miedo, a que el sabor ácido de mi boca, el vacío punzante en el pecho y el pensamiento siniestro de que la volvería a encontrar regresaran a asaltarme y hacerse más intensos con cada paso que daba. No quería pensar en ello, pero mi mente estaba atrapada en el recuerdo de su presencia, su mirar desolado y en pleno sufrimiento; cada banqueta y cada calle que pisaba solo la hacían más permanente. Tal vez por ser lo único en que pensaba, no me sorprendí al verla de nuevo cuando apareció de nuevo cerca de mi casa.

La primera de ellas estaba al otro lado de la acera, maltratada en cada rincón de su pequeño cuerpo; su vestido manchado de sangre, que manaba tanto de la cara como de muchos cortes en el pecho, piernas, brazos y pubis; la cara demacrada por los golpes, un trozo de nariz arrancada de un tajo, la boca hecha una colección de cuchilladas que supuraban roja saliva; y una mirada, de un ojo reventado a golpes y otro inyectado en sangre cuyo mensaje no podía entender, pero intentaba con desesperación comunicarme clavando su mirar en el mío.

Otras aparecieron pronto, emergiendo de la nada y cerca de ella: en las ventanas de edificios, asomándose entre las puertas, en el interior de coches estacionados, colgadas en los postes de luz, sobre los techos de las casas y debajo de la acera dentro de las coladeras, asomándose como lo hacen los perros en las azoteas. Eran más cincuenta, y seguramente hubo más que nunca vi, cada una igual o incluso más herida que la anterior, atrozmente, como si fuese un concurso entre ellas; todas mutiladas, la misma mirada de hielo.

Grité con todas mis fuerzas, solo porque mi cuerpo se negó a revolver el estómago y caer dormido por el miedo de estar indefenso ante ella, intentando mirarlas a todas al mismo tiempo para impedir que hiciesen algo; girando la cabeza y el cuerpo a todas partes, como un desquiciado. Las pocas personas en la calle me miraron, pero no hicieron nada por mí, porque no podían verlas, incluso parecían molestas por lo que estaba haciendo. Un señor me miró con desprecio, y apresuró el paso; quizás creyendo que era alguien peligroso, y empujó con fuerza a una de las jóvenes, sin darse cuenta de lo que había hecho, lazándola hacía la calle y dejándola de espaldas. Ella solo trató de levantar su mirada para mirarme.

Un coche le pasó encima, aplastándole el cuello. Ella reaccionó volviendo a hacer el gesto que denotaba su asfixia, llevándose las manos a la masa de carne roja donde antes había un cuello, y tratando de tragar bocanadas de aire que ahora no llegaban a ninguna parte; su único ojo me miró, pero una lágrima corrió por este, haciéndolo lucir como el ojo de alguien con vida; por primera vez, sentí emociones salir de ella: tristeza, confusión y miedo, mucho miedo. Grité con todas mis fuerzas, rasguñando mi garganta, y corrí como jamás había hecho antes, levantando mis piernas y casi saltando, buscando llegar a mi casa como relámpago. Por todas partes aparecían otras, más rojas, golpeadas, abusadas y muertas; el mismo mirar melancólico, como si todas hubiesen sido arrolladas a la vez.

A punto de llegar a mi hogar, me detuve de súbito cuando del callejón aledaño a la casa emergió otra Serena; casi caigo de bruces por frenar tan rápido, pero conseguí sobreponerme, cuidándome de no apartar la mirada de ella. Era diferente, no tenía heridas por todos lados, sino solamente un cuello rebanado profundamente con violencia; herida seca que ya no supuraba sangre. Sus ojos eran inteligentes, no como reacción a ser arrollada, sino porque en ella aún vivía la consciencia de la mujer. No era estática, se movía con la gracia de hojas siendo llevadas con suavidad por el viento.

Comenzó a caminar hacia mí, con lentitud y poco a poco elevándose del suelo. Mi reacción fue escapar en dirección opuesta; había una posibilidad de refugiarme en la escuela, pensé, pero lo más importante era huir de ella a como diese lugar. Pero solo di unos cuantos pasos hacia atrás, ni siquiera alcanzando a voltearme, cuando choqué con algo. Para mi horror era otra de ellas, las inertes.

No reaccionó a mí, pero comenzó a avanzar y empujarme con fuerza. Intenté apartarla, pero el miedo me impidió tocarla; no pude moverme hacia otro lado por el pavor que sentía. Su tacto no era frío como esperaba, era vacío; lo que sentía no era una piel fría, era algo carente de todo, la ausencia misma. Era como si en vez de acercar sus manos a mis hombros para empujarme, mis hombros se viesen atraídos a ella; como el aire que entra a una habitación una vez se abre la ventana.

Solamente me movió unos pasos, y antes de que pudiese gritar, teniendo tan cerca su rostro lleno de ampollas y moretones se esfumó en un parpadeo. Quedé parado por un instante, pero volteé rápidamente para ver a la que tenía de frente, ahora más cerca de mí; era alta, eso se notaba incluso si ella flotaba en vez de caminar. Su garganta emitía un tenue silbido, que solo podías escuchar teniéndola a pocos pasos de distancia. Ya no pude moverme más, y comenzando a temer lo peor, me resigné a estar a su merced.

No me hizo daño, solo me miró por unos segundos. Finalmente, no por curiosidad o por vigilarme, sino para establecer contacto humano. Inclinó la cabeza hacia el costado, la herida contorsionándose groseramente, y después de un instante, me sonrió, como sonríe alguien al aliviarse o al sentirse segura, y miró hacia el callejón, indicándome que mirase. Estaba oscuro, y en él solo se percibían las sombras del contenedor de basura y unos cartones aplastados.

Era un misterio qué quería decirme, e intenté decirle algo, pero mi asombro, más que el miedo, era demasiado; solo musité susurros. Quizás ella entendió la razón de mi perplejidad, pues después de callar mis intentos de decirle algo, me abrazó; se agachó y me rodeó un hombro y el pecho en forma diagonal, justo como lo hacía mi madre. Todo mi cuerpo sintió cómo gravitaba hacia ella, donde hacía contacto con Serena; era hundirse lentamente en un pozo de agua sin fondo alguno, y abrazándome, me susurró al oído. Su voz se escuchaba fuerte, pero distante; una voz que se oye a través de una gruesa pared o de un grito que recorre una distancia insondable.

— Tengo frío.

No dijo más; se desvaneció por completo. Lo supe porque sentí cómo mi cuerpo dejaba de ser atraído a su forma, y porque mi vista periférica captó cómo su cabeza, junto con su cuerpo, comenzó a expandirse cual vapor hasta volverse invisible. Giré a mi alrededor con pesadez, pero yo ya sabía lo que vería: nada. Todas habían desaparecido, y jamás regresarían; estaba donde ellas querían que estuviese, en una solitaria pero familiar calle, alumbrado solo por una luz blanca, la luz blanca que por las noches ilumina mi cuarto, y que ahora permanecía encendida sin razón.

Lo primero que hice fue ver callejón, y sin que se lo pidiese, mi cuerpo caminó hacia él. Me tomaron pocos pasos para descubrir una forma escondida en el fondo del callejón, recargada sobre la pared. Noté cómo la luz del farol se hacía más y más intensa, iluminando lo que el sol no podía, y desapareciendo la protección de la oscuridad, pero no me importó. Era su cuerpo, era Serena.

Estaba lastimada más allá de lo grotesco y lo animal, y entre todas sus heridas destacaba la que tenía en el cuello, un profundo corte hecho con fuerza; todo cubierto de sangre seca, con un solo ojo verde como la aurora, mirándome fijamente sin emoción y sin vida. No mostraba miedo o ansiedad, solamente yacía ahí, como si durmiese con un ojo vigilante entreabierto, esperando a ser hallada. Antes que pudiese hacer algo, sentí cómo algo chocó conmigo, algo que provino de ella, un viento helado que me atravesó sin problema y cuyo sonido se asemejó a una queda y melancólica despedida.

— Gracias.

Grité con todas mis fuerzas mientras las lágrimas comenzaban a escurrirse por mis mejillas, empapando los zapatos de ella, y continué gritando hasta que las pocas personas que transitaban la calle se acercaron; seguí gritando cuando los vecinos bajaron a ver qué sucedía, y cuando mi madre me encontró llorando frente en un tumulto de personas, grité más y más; y cuando la policía se acercó, yo en los brazos de mi madre, temblando y esputando incoherencias, grité todavía más.

Todo mi cuerpo sintió cómo gravitaba hacia ella, donde hacía contacto con Serena; era hundirse lentamente en un pozo de agua sin fondo alguno, y abrazándome, me susurró al oído. Su voz se escuchaba fuerte, pero distante; una voz que se oye a través de una gruesa pared o de un grito que recorre una distancia insondable.
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