Ismasarazarael (Sara) – Parte I

Las sombras de los árboles comenzaban a extenderse cada vez más en la distancia, como venas negras que empapan de una sensación de tranquilidad todo el camino por el que serpentean con prontitud. El sol se ocultaba rápidamente en el horizonte, cediendo su trono a la luna y su corte de estrellas. Esa era la señal definitiva para todos los presentes en el bosque de que era el momento de regresar a la seguridad del hogar; la tienda de campaña, en la que Miguel vivía desde hacía unos meses.

Temía tropezar con alguna de las tantas piedras, ramas y raíces que se ocultaban en la ceguera de la noche, impenetrables incluso con la luz más potente que el hombre hubiese diseñado, atravesando el oscuro camino de regreso a la tienda. Pero Miguel no tenía prisa alguna por regresar antes que eso sucediese. De cierta forma, pensaba, era un precio justo por el cual pagar su acostumbrado paseo antes de dormir.

El viento de la primavera refrescaba y traía consigo la humedad del ambiente, la cual Miguel podía sentir a pesar de llevar puestos guantes y botas; sus pisadas y el eco distante de los animales le instalaban en el corazón una paz que solo podía conocerse en la soledad. Cada paso era una bocanada de aire frío, una leve pulsación de dolor en piernas y manos, y un rebote en la cintura de los conejos a los que dio caza por la mañana, atados a su cintura con un cordón fosforescente que antaño perteneció a su zapato. Miguel pensaba, mientras sacaba de su mochila una lámpara para iluminar el camino, que no había una mejor recompensa por un día más de esfuerzo.

Llegó a unas escaleras de piedra justo en el momento en que la noche reclamó como suyo el bosque, construidas hacia tanto tiempo atrás que solo quedaban unos pocos pedazos de roca sin reclamar por el moho. Aún después de haberlas subido y bajado demasiadas veces, Miguel las descendió con cuidado e iluminando cada escalón con su lámpara, y una vez se evitó una caída, regresó a caminar con confianza. Unas cuantas luciérnagas le recibieron a su derecha, y un búho tan solitario como él cantaba por encima de él, tan hermoso que Miguel volteó hacia arriba y caminó de espaldas para intentar percibirlo en la sombra; sabía que no debía alumbrarlo o lo asustaría.

No pudo percibir más que su canción, pero antes que se volviese de frente, sintió como su talón pegó con dureza una piedra. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas, profiriendo un grito más adolorido que asustado, reforzado por otro golpe que se dio en la pantorrilla con la misma piedra instantes más tarde. Su lámpara salió volando por los aires, cayendo delante suyo. Miguel maldijo al búho con cierta sorna, y giró la cabeza para mirar dónde se hallaba su luz.

Se arrastró para tomarla, pero antes de hacerlo se percató que la lámpara iluminaba la entrada en una cueva, que de alguna forma había ignorado desde ese momento. Por eso mismo la observó un buen rato, tratando de recordarla. Quizás la había visto el día que llegó, y había olvidado por completo su presencia; tal vez nunca la había visto porque antes las piedras lo habían tumbado en otro sitio; o incluso, simplemente daba la casualidad de que jamás había sido suficientemente atento como para notarla.

— Qué extraño. — se dijo a sí mismo.

La observó unos segundos más, en los cuales comenzó a preguntarse qué podría haber en aquella cueva y si era una buena idea ir a revisar su interior. Su curiosidad se lo pedía, incluso si eso significaba alterar por completo su horario y cenar algunas horas más tarde, pero a la vez un miedo le suplicaba abstenerse, pavor que surgió de una sensación primitiva que Miguel no podía explicar y que en ese momento solo atribuyó a recuerdos de muchas películas que había visto cuando era un niño.

Finalmente, la curiosidad consiguió contener al miedo latente, y se levantó de su lugar; sobándose la pantorrilla antes de erguirse por completo, tomó la linterna con el cuidado necesario para no oscurecer su descubrimiento. La cueva se hallaba a tan solo cien metros de donde estaba, enterrada en una pequeña colina que también había ignorado desde hacía mucho tiempo por alguna razón, y su entrada era una boca circular casi perfecta que parecía invitarlo a entrar en sus fauces.

Miguel comenzó a caminar con sensaciones encontradas en el vientre, percatándose de que la entrada estaba repleta de grabados una vez estuvo frente a ella. No eran formas que reconociese, aunque este tardó poco en reconocer ante sí que no era ni de lejos versado para saber qué tenía frente a él. Las figuras eran curvas y cuadradas, algunas con puntos y rayas por encima y otros por debajo, casi como cuadrados y círculos, pero sin ser figuras perfectas. Estaban en la circunferencia de la entrada, y en las paredes que no habían sido conquistadas por los hongos. Observando que muchas figuras, y algunas sucesiones de estas figuras, se repetían, él solo pudo atreverse a sugerir que no eran meras grecas, sino las letras de un lenguaje desconocido.

— Si son letras, quien las hizo fue insistente en que el mensaje se entendiese, porque están por toda la pared de la cueva, ¿qué significarán? — se preguntó a la vez que iluminó el interior de la cueva, solo para descubrir que desde ahí apenas podía verse algo; la luz era tragada por completo por el interior de la cueva. — Y no puedo ver qué hay dentro; nada de esto tiene sentido.

Comprobado que la linterna funcionase bien, iluminando algunos árboles, y comparando la luz que brillaba en sus cortezas con la que penetraba la cueva, cerciorándose al final que algo le impedía ver qué había dentro, intentó perder el tiempo contemplando los garabatos de nuevo; simulando ser un arqueólogo a punto de descifrar el mensaje, y dejando que miedo se asentase ácidamente en sus vísceras. Pero algo en él, una falta de sentido común quizás, le hizo dar los primeros pasos dentro de la cueva, solo tras acumular valor respirando hondo y apretando los puños.

Ya esperaba que la luz penetrase bien una vez estuviese dentro, así que la sorpresa de que así sucedió no lo conmocionó para nada. Lo que sí le impactó fue encontrarse, no con una gruta enorme o el precipicio sobre el cual admirar un mundo subterráneo, sino con una cámara circular. No era pequeña, era cinco veces el área de su tienda de campaña, pero Miguel no pudo evitar decepcionarse al inspeccionar el lugar y darse cuenta de que, aparentemente, eso que podía ver era todo lo que había.

Sin embargo, una vez se despejó del sentimiento de decepción, Miguel se sintió golpeado y sumido de súbito en una atmósfera extraña, tan presente que podría haber jurado que podía tomarla del aire y guardarla en uno de sus bolsillos. Percibía la antigüedad y un tiempo largo, casi eterno para él, flotando a su alrededor; una importancia que reposaba, añejándose más y más con cada segundo que pasaba, haciéndolo sentir como un intruso; más importante, Miguel era acariciado por un temor que quería introducirse en él, un miedo que nacía del instinto, mismo que sintió al ver la caverna por primera vez. La cueva estaba limpia, pues no había ni telarañas ni enjambres de animales anidando en sus esquinas, lo cual solo acentuaba la rareza del lugar y las sensaciones que causaba.

Volteó para comprobar que la entrada siguiese abierta; lo estaba, y pensó rápidamente que sería ridículo que se sellase, porque no tenía puerta alguna. Intentó sacar el temor de la cabeza, pero solo pudo contenerlo al concentrarse en algo más, algo que satisficiese su curiosidad. No tardó en encontrarlo, ya que el techo, que al principio parecía ser un simple cuadrado sin relieve, contenía en su centro una bóveda que se elevaba unos cuántos centímetros dentro de la piedra. La bóveda contenía más letras, mismas que se hallaban en la entrada, rodeando el perímetro de la bóveda, y lo que parecía ser un diseño mucho más complejo. Miguel parecía recordarlo de alguna parte, pero no podía precisar de donde; unos diez círculos interconectados entre sí, con la forma de una esmeralda o un árbol reposando sobre otro círculo, alejado de la figura pero aún conectado a esta.

— Es un símbolo religioso, creo. Si es así, esto debe ser una especie de templo o santuario; está en muy buen estado, este es un escondite idea para zorros y conejos, y no hay ninguno. — dijo mientras buscaba zorros o conejos con la lámpara. — Podría ir mañana al pueblo y avisar a alguien de esto. De todas formas, necesito repuestos para la tienda, podría aprovechar, pero quizás esto no sea todo lo que hay aquí; tal vez solo sea la antesala del verdadero santuario.

Miguel inspeccionó de nuevo el lugar, comenzando a pensar que habría alguna puerta secreta o una palanca que lo llevaría de la cámara a un lugar más grande e interesante. Alumbró cada pedazo de piedra a su alrededor, mirando con detenimiento para cerciorarse que no faltara algo o hubiese una compuerta; tocó las paredes buscando alguna que fuese falsa, pero tardó poco en rendirse y admitir que estaba rodeado de piedra sólida. En cambio, notó que cada centímetro del lugar incluso las esquinas estaban talladas de forma perfecta, como si fuese una formación artificial sin las imperfecciones de la mano del hombre.

La decepción comenzó a tomar forma en Miguel, porque aunque había hallado algo interesante, parecía que lo que alcanzaba a alumbrar su linterna era todo lo que había; sin secretos o pasadizos que llevasen a algo más. Él esperaba algo más grande, tal vez en compensación a los sentimientos de aprensión y temor que seguía haciéndose más intenso conforme pasaba el tiempo. Pero antes de darse por vencido, hizo una última inspección con la esperanza de hallar aquello que le diese una excusa para no escapar de ahí lo más pronto posible; iluminando y revisando cada rincón, hasta que se encontró con una figura en el suelo de una esquina, la cual Miguel no tardó en identificar como una vasija arrumbada.

Se acercó con rapidez a esta y la levantó sin pensarlo mucho, a pesar de la sensación recesiva que le decía que no debía hacerlo. Tomándola de una de las agarraderas, la sostuvo con el brazo estirado delante de él, inspeccionándola con la luz de la linterna que ahora sostenía cerca del hombro. Quería verlo todo y sin perder ningún detalle, así que con lentitud y cuidado giró la vasija hacia la derecha, observándolo todo con cuidado.

La tapa se podía retirar halando un anillo en la cima de esta, quizás metiendo el dedo, y se hallaba apenas sellada con lo que parecía ser una película blanca muy desgastada y a punto de partirse; tenía una inscripción que asemejaba un mural, conteniendo lo que parecía ser un montón de personas con muy pocos detalles más allá de la forma, cayendo y estrellándose en el suelo, mientras otras las miraban desde arriba. Algunas de estas lucían estar en llamas, o sus cuerpos tenían apéndices, alas y ojos; figuras extrañas donde debían estar cabezas y extremidades. El objeto estaba hecho de metal, uno color aguamarina con motas negras y óxido por doquier, como si hubiese pasado milenios bajo el agua.

— Definitivamente, un templo. — continuó hablando para sí, mientras hacía conexiones entre lo que veía y algunas cosas que había leído y visto antes. — ¿Ángeles? — miró a su alrededor, buscando indicios que probasen su hipótesis. — Esto no parece una iglesia, nada cristiano; ¿los judíos, ellos tienen iglesias así? — preguntó, sabiendo que no tenía respuesta. — Esto no me suena a nada.

Decidió salir del lugar para informar de este a la mañana siguiente a la primera autoridad competente que encontrase; no había arqueólogos en el lugar, hasta donde supiese, así que con que la policía enterada, le bastaba de momento. Pero antes de hacerlo, tuvo una idea más; abrir la vasija. Sentía algo de repelús por esta, pero se animó porque al moverla más bruscamente sintió y oyó algo sacudirse, algo metálico.

Quizás eran algunas monedas de oro, o joyas preciosas. Miguel, aunque no era un ladrón, sí era alguien con una economía apretada. Imaginó que el lugar bastaría para los arqueólogos, y no extrañarían algunas piezas a las que él podía darles un buen uso; tal vez, comprar una mejor tienda de campaña, o incluso mudarse definitivamente del lugar para estar aún más apartado a la vez que tendría recursos en caso de una emergencia.

Levantó la tapa, rompiendo sin dificultad alguna la película, la cual se hizo polvo en ese instante; Miguel lo atribuyó a la antigüedad del material. No metió su dedo en el anillo para levantarla, pero si lo sostuvo con cierto recelo hasta que la depositó en el suelo. Arrojó la luz dentro de la vasija, pero para su espanto no había nada más que oscuridad. Era imposible ver el fondo de la vasija, y en su lugar se hallaba una negrura que consumía la iluminación, justo como sucedió en la entrada de la cueva. Intentó encontrar algo más que el color de la noche, pero no pudo hacerlo, e iba a comentar algo, pero su boca se cerró cuando de la oscuridad emergieron ocho ojos, dispuestos en círculo.

Miguel no gritó, porque antes de que pudiese la vasija reventó entre sus manos con un horrible estruendo; al sentir sus manos y su párpado derecho lleno de pequeñas pero agudisimas puñaladas, gritó a todo pulmón, y salió disparado hacia atrás junto con su lámpara, que por muy poco se hubiese descompuesto, de no haberse estrellado una vez en el suelo y otra en el pecho de él. La tomó a toda prisa y tanteando de los nervios, pero tuvo que soltarla porque sus manos ardían; húmedas de sangre, aunque sin astillas enterradas. Con cuidado y lentitud, aguantando el dolor y la sensación de escozor que le obligaba a cerrar su ojo, la sostuvo para buscar lo que fuese que reventó la vasija, buscando a aquellos ojos.

Tardó poco en encontrar lo que buscaba, ya que la luz que apuntaba frente a él no mostraba la pared de piedra, sino la misma negrura absoluta de la vasija; muy cerca de él, como si fuese un humo a pocos metros de él. No le vio forma al principio, pero cuando escuchó un gruñido ronco apuntó hacia su origen, por encima de la cabeza, y miró cómo se erguía el ser, lentamente y estirando aquella substancia de la que estaba hecha, casi imitando a un hombre estirando los hombros después de despertar.

Si tenía cabeza, tenía que ser el anillo de metal gris repleto de ojos que emanaba un doloroso viento frío y de cuyas fracturas supuraba una saliva azulada que apestaba el suelo con un olor a azufre; anillo flotando por encima de la masa negra que toda luz se tragaba, la cual podía distinguirse que terminaba en tentáculos repletos de púas del mismo metal, y en cuyas partes más gruesas había bocas de todos tamaños repletos de deformes dientes oxidados en asquerosas caries. En el centro del anillo había una esfera tan negra como el cuerpo, pero que podía notarse que giraba a gran velocidad, y de la cual emergían por dentro ojos inyectados en sangre y pus, solo para esconderse rápidamente y aparecer de nuevo en otra parte de la circunferencia.

Miguel no conoció su forma a detalle por ser un buen observador; ni siquiera era capaz de ver la totalidad del ente sin mover la cabeza y linterna. En el momento que posó la luz en los ojos del ser, estos le devolvieron una mirada abyecta que se clavó en él con tanta fuerza que de inmediato entendió dos cosas: la primera era aquella cosa quería que Miguel conociese su forma a la perfección, dándole el conocimiento para sembrar en él miedo e imagen vívida de qué le iba a matar con increíble violencia; la segunda era que además, la bestia sentía un profundo y visceral odio hacia él, tan intenso que lo percibía como un tufo caliente repleto de bajos deseos de despedazarlo, acumulándose segundo a segundo.

Arrastrándose hacia atrás, pidiendo la gracia de no chocar con la pared, comenzó a gritar y a dar manotazos; lanzó todo lo que había en sus bolsillos, pero su navaja y brújula surtieron nulo efecto en él, y más bien acabaron fundiéndose en su negro cuerpo como si fuesen hojas sumergiéndose en brea ardiente. Miguel tanteó en su cinturón, buscando su cuchillo de caza, el cual parecía imposible de sostener; escapaba de sus manos, el miedo le impedía hacer algo tan simple. La criatura lo comenzó a seguirlo lentamente, disfrutando el miedo que infundía en su presa, odiandolo más y más. Desplazaba su ser con sacudidas violentas de sus tentáculos, sin orden alguno y dando golpes violentos al aire. Antes que Miguel se topase con la pared, la bestia habló a través de todas sus fauces, expulsando voces distorsionadas y repletas de ecos; una voz que antaño era armoniosa y bella, masculina y femenina, pero ahora rota y absolutamente enferma. Sus palabras retumbaron con ecos similares al trueno en la cámara.

— Malav’klymkym, any ravetsh ihvdvt sharratm avty ahry shy’evry batvak haklaveb vah’kha z’eir shly. Shymab il aly, ky any hahzvan hahrvan shatrav ay p’em ipny shaty’veshmadev’ el ydy istyvty’ed shahtem raq’abeq valkh’vahim.

No comprendió ni un solo sonido, pero por algunos instantes pasajeros le hicieron recordar a Miguel algo que no podía precisar pero que lo hacía sentir viejo; en todo caso, él entendió el mensaje que quería transmitirle el ser tan solo por el sarcasmo y mofa que detectó en la inflexión con que habló. Pensó que iba a morir en ese instante, pero darse un cabezazo contra la pared le despertó un poco, y decidió que no sería muerto sin hacer un último esfuerzo. Con terror circulando cada vena de su cuerpo, pero decidido a no dejarse humillar, soportó el dolor que fue sacar y sostener su cuchillo, y lo apuntó hacia el ser mientras daba alaridos.

— ¡Aléjate, aléjate, vete; déjame en paz, vete; aléjate! — espetó entre algunos bufidos y gritos más salvajes, meneando el cuchillo para simular que podía atravesarlo en cualquier momento.

El ente detuvo su lento caminar al escuchar a Miguel, y siguió escuchándolo por unos instantes más. Girando el anillo que tenía por cabeza para mirar a la salid de la cueva, razonó el por qué su presa no hablaba el idioma que el resto de sus víctimas habían hablado hasta el momento en que fue encerrado en la vasija; tomó poco tiempo para llegar a una conclusión que le hizo reír y le llenó de macabra alegría. Miguel seguía gritando, pero la bestia volvió a mirarlo y habló una vez más mientras sus bocas hacían sonrisas de auténtica felicidad.

— Sha’rtysm, ky h’enqt ly at metnt ahva’psh b’evlm hydsh. Harshev ly ldabr alyk’am bamts’evt ‘etsm hyts’eqavt shatm m’ezym alqvra lysh’vankm: Arrodíllate y ríndeme pleitesía, pues he perdonado tu tristísima existencia por el tributo tan grande que me has ofrecido ahora. — acercó su cabeza hasta tener el rostro de Miguel a pocos centímetros, el cual se hacía más y más pálido al intentar desviar la mirada. — Tú no eres de los pueblos que conquisté y devoré para nuestro líder; sus tierras no son estas donde nos hallamos, sino que son — apartó la cabeza para observar el exterior. — mis nuevos dominios. Triste alimaña, me has ofrecido mis nuevos dominios y aposentos, hechos por nuestro padre para mí; yo, nuevo rey de este ignoto mundo, el rey Soneilón. — concluyó disfrutando cómo sonaban esas palabras, sonriendo hasta hacer sangrar las encías de sus múltiples fauces.

Soneilón se retiró lentamente del rostro de Miguel, y después de insultarlo en la lengua de los pueblos que conocía, se abalanzó tan rápido como un relámpago hacia la salid de la cueva. Miguel permaneció donde estaba por minutos que le parecieron horas llenas de terror y ansiedad, en los que procesó todo lo que había visto y escuchado; cuchillo en mano, mientras su brazo dejaba de estar paralizado y el dolor en las manos y el ojo regresaban poco a poco.

Tuvo una sensación en el pecho que racionalizó como un atroz pavor por moverse que se peleaba con una inmortal curiosidad por saber qué pasaría a continuación, aunado a una rara culpa por haber sido él quien liberó a esa criatura y que le pedía seguirlo para hacer algo; aún si sabía muy bien que él era incapaz de hacer nada contra aquello que se hacía llamar Soneilón.

Hallándose en el piso áspero de la cámara, pensó durante un tiempo qué hacer, y sin dudas el miedo que sentía envenenaba su corazón habría triunfado sobre todo lo demás, derrocando su sentido minúsculo de heroísmo y la curiosidad que aquel demonio le provocaba, muy a pesar de su horrible aspecto. Sin embargo, más poderoso que la aversión hacia Soneilón, era el ahogo espeluznante que le causaba permanecer en aquella cámara que helaba más con cada segundo que pasaba. Miguel supo que debía salir sin importar qué haría después, y reuniendo coraje apenas suficiente, se levantó entre dolor y adormecimiento. Apenas sosteniendo la linterna y su cuchillo, limpiándose la sangre que le hacía cerrar el ojo cada cierto tiempo, salió de la cueva con silencio y lentitud.

El bosque aparecía inalterado por todo lo que hubiese sucedido dentro de la cueva. El silencio, ahora incómodo, era rey todavía del lugar, y por todas partes solo se escuchan sonidos animales lejanos y apagados. Vio rápidamente que toda la quietud era apariencia, pues al poco tiempo de inspeccionar sus alrededores con la linterna, percibió zarpazos en los árboles y en la tierra; lucían hechos por artillería antes que por las garras de algo, algunos árboles parecían a punto de colapsar, mientras que otros solo quedaron horriblemente mutilados.

Al caminar para observar mejor, también percibió que el suelo parecía arado de manera profunda y errática, las marcas que dejarían los tentáculos de un demonio; más la evidencia más contundente que señalaba a ese como el camino que tomó la bestia fue la siembra de animales muertos y aniquilados, entre ellos un bello búho antaño blanco como la nieve, pero ahora empapado en sangre negra, y cuya cabeza cercenada parecía apuntarle a Miguel que el camino arrasado continuaría en la misma dirección, llevando Soneilón hasta el descampado en el que él había instalado su casa de campaña.

Entendiendo la situación, y temiendo por el lugar que llamaba hogar, comenzó a correr por el pasadizo recién abierto por la creatura, limpiándose la sangre de la cara y respirando agitadamente; aflojando el apretón con el que sostenía sus herramientas para aliviar un poco el dolor en las manos; saltando cadáveres y obstáculos, troncos partidos en dos y tocones arrancados de raíz como si fuesen flores. Por poco tropieza y cae dos veces, pero en ambas ocasiones consiguió recuperar el equilibrio. Flotaba tierra arremolinada con violencia, un viento que no se disipaba y olía a maldad, más y más densa hasta ser intoxicante y densa, hasta tal punto que solo los fuegos azulados que comenzaron a aparecer, pequeños pero muy brillantes y calientes, entre las ramas y dispersos por el suelo.

Al llegar al descampado, la neblina negra se desviaba hasta disiparse en el amplio espacio abierto del lugar. Quizás no era muy grande, pero si bastaba para disolver en el aire aquella sustancia que flotaba y se colaba poco a poco por todo el bosque. Miguel buscó por reflejo su tienda, y suspiró con alivio al ver que estaba intacto; al otro lado del descampado, pequeña y apenas iluminada por una minúscula y tenue fogata que había encendido antes de dar su paseo nocturno. Soneilón no había arrasado su refugio, pero en cuanto supo esto, miró con horror a su izquierda, y vio que mucho más cerca de él se hallaba la bestia dándole la espalda.

Rodeado por intensas llamas azules que iluminaban para verlo perfectamente, Soneilón se hallaba en medio de un amplio círculo de tierra chamuscada en el que estaba inscrita una estrella de seis puntas, alargadas hasta que se fusionaban en líneas rectas que acababan al tocar la circunferencia. Dentro de la estrella y sus puntas se notaban símbolos semejantes a los de la cueva, más elegantes o refinados en su diseño según el criterio de Miguel.

Junto al demonio se hallaban animales desangrándose y empapando el suelo sobre el que yacían asesinados, de los cuales destacaban preciosos ciervos que habían perdido la espina dorsal y las mandíbulas. Con cuidado, él observó el espectáculo como un espectador sin remedio y atemorizado; no podía regresar a la cueva, y se perdería entre la niebla, de modo que solo quedaba esperar escondido entre un tronco recién derribado y un arbusto frondoso. Cuando el último animal sacrificado murió, Soneilón pregonó al cielo mientras alzaba sus tentáculos.

— ¡Aba! shym’e at tepty aby, ky any ahed mabnyk haypym by’vatyt. Vakem’vahbyn, harshav lyshratsym hehva’drynym shemry’glym ahrynav laqyb at avytn matnevt kymvy shany ‘evmd laqyb maekym. — diciendo esta palabra, las pupilas en sus ojos posteriores se posaron con rabia en Miguel, a pesar de que este pensaba estar bien escondido. — ¡Padre! Grande es tu misericordia y alabada debe ser, pues aun habiendo pecado me has ofrecido como regalo estas tierras para que gobierne con magnánima fortuna y tus creados me tributen con sangre y sudor. Permíteme a mí, que no soy sino un servidor de tu hijo más querido, entregarte un sacrificio humilde. ¡Hazle saber a todos mis hermanos — nubes azules y naranjas se formaron en el cielo, y descendían hacia Soneilón con prontitud mientras decía esto. — que en mis aposentos hallarán cobijo y libertad!

Con la velocidad de un huracán, las nubes tomaron formas de anillos deformes y comenzaron a girar mientras se posicionaban a pocos centímetros de Soneilón. Observándolas mejor, las nubes de colores enfermos no parecían tal, sino que lucían como bolsas de carne con jugos y miembros dentro; se retorcían con violencia, como si algo intentase perforarlas y salir lo más pronto posible. El demonio repitió su discurso, y con cada palabra las nubes giraban más rápido y se convulsionaban con mayor violencia, hasta que al terminar de hablar, una garra cubierta de pelo negro y mucosa azul rompió la nube y se asomó, liberándose junto con un enjambre de moscas que salió disparado y se dispersó por los cielos del bosque.

Soneilón lanzó una carcajada de auténtica felicidad, que resonó como un eco estrepitoso que derribó a varias aves que volaban por la zona que infundió una parálisis de miedo a Miguel, el cual ya no pudo apartar la mirada de los ojos del demonio, los cuales le observaban con una expresión de satisfacción y resolución a hacerle ver pesadillas y torturarle ahí mismo. La garra intentó sostenerse de algo para empujarse desde dentro para salir, a la vez que otras extremidades deformes comenzaban a asomarse con curiosidad, pero solo pudo tantear en el aire, por lo que Soneilón le extendió uno de sus tentáculos y lo jaló con amabilidad, revelando un colosal antebrazo lleno de púas y un hombro deforme y lleno de pústulas.

Miguel intentó forzar una respuesta de su cuerpo, intentar controlar la respiración para no ahogarse en su saliva y los tantos gritos que querían escapar de su pecho, pero temía tardar demasiado. Sin pensar en qué hacer o a dónde ir una vez sus piernas respondiese, solamente pensaba en escapar antes que las cosas que revoloteaban en ese útero convulso escapasen; del cual no despegaba la mirada por el pavor a perder de vista aquellos monstruos, y por un latente morbo curioso que le pedía observar mejor qué era lo que sus ojos veían. Sin embargo, justo en el momento en que se asomó la cabeza de la bestia halada por Soneilón, la atención de Miguel y el demonio se vio distraída por la aparición de un destello en el cielo.

Apareció como un tenue resplandor en el telón negro de la noche, sin diferenciarse de las estrellas ya presentes. Se iluminó una vez más, como quien llama a la puerta por una segunda ocasión, pintando por unos segundos el cielo de un blanco intenso y absoluto, casi cegador. Miguel apretó los párpados y llevó su mano a la cara para cubrirla de la luz intensa; pareció como si el sol hubiese reaparecido y brillase como hace a medio día, consumiendo las estrellas y la luna con su presencia. En el momento que se iluminó el mundo, se oyeron aullidos de dolor, un tan grave como el resonar de una cueva y el resto tan agudos como horribles llantos de ratones, cuyo proceder eran Soneilón y sus hermanos. Miguel volteó a ver a los demonios, los cuales emanaban humo y trataban de revolcarse en la tierra para cubrirse del resplandor.

La intensa luz se redujo a una figura en forma de diamante que abarcaba casi todo el cielo, pero brillaba ahora con moderación. Soneilón sobrevivió, aunque ahora tenía la piel llena de ampollas azules y quemaduras que exhalaban humo negro; sus hermanos, especialmente aquel que se asomó primero, ahora yacían muertos y hechos aserrín cenizo en el suelo, cocidos dentro de aquella nube carnosa, ahora gris y a punto de deshacerse en polvo. Cuando Soneilón se percató de esto, corrió hacia los cuerpos de sus hermanos mientras aullaba de dolor y luto, e inútilmente trató de revivirlos gritando horribles insultos en la lengua que Miguel no entendía, pero al percatarse de su fracaso, miró al mismo tiempo y con un odio infinito a Miguel y a la luz que flotaba triunfante sobre él.

Aquella luz contestó el desafío que imponía la mirada de Soneilón, y con la velocidad del relámpago se abalanzó contra el demonio y lo golpeó con una fuerza casi tan grande como la luz que quemó la piel de Soneilón. La bestia fue arrastrada varios metros hacia atrás y terminó enterrado en un pequeño agujero que su cuerpo cavó con la fricción del impacto, destrozando su círculo y trazando un camino de tierra y sangre negra; intentando moverse para contraatacar, se dio cuenta con rapidez que se hallaba sometido a merced de aquella estela celestial, la cual ahora brillaba victoriosa sobre él; tan magníficamente que su piel volvió a arder por dentro hasta supurar algo de humo por las heridas, resultado de estar tan cerca de una luz purificadora.

Miguel solo observó cómo aquel diamante de luz se plegó, junto con un trozo del cielo mismo, hacia dentro y con dirección a Soneilón; hiriéndole y lanzándole a pocos metros de él, todo en un instante que duró nada. La única evidencia que tuvo para confirmar que aquello sucedió fue la presencia incómoda de la bestia a pocos metros de él, y sus aullidos orgullosos de dolor. Como reflejo, pegó un salto y se movió hacia atrás para distanciarse del cuerpo de Soneilón, pero se quedó parado a pesar de no estar paralizado otra vez, puesto que encima de aquel demonio se encontraba otra presencia, cuya luz le impidió sentir los músculos paralizados otra vez.

Soneilón intentó desviar la mirada y cerrar todos sus ojos, incluso olvidándose de Miguel, pero por todas partes era irradiado por una aurora blanca tan intensa que penetraba sus párpados e incendiaba lentamente sus ojos. Una vez se acostumbró al intenso dolor que recorría su grotesco cuerpo, y reconoció que no podía escapar por el momento, decidió encarar a aquello que había tenido el atrevimiento de enfrentarle. Reconoció, una vez su vista se acostumbró a media a la luz, una forma femenina casi tan alta como él; de cuerpo esbelto pero de musculatura guerrera claramente marcada, pudiendo sentir la tensión con la que esta le pisoteaba el pecho y empuñaba una lanza de reluciente plata contra el orbe que tenía por cabeza.

La luz que emanaba la figura causaba tanto dolor al demonio, que este solo se atrevió a observar hasta su cintura; su cabeza era tan brillante que este temía quedarse ciego y morir al instante de observar ese lugar. Por otra parte, Miguel pudo apreciar más acerca de este ser, como su piel radiante, cuyo tono similar al durazno hacía una excelente combinación su cabello rojo, intenso como ardientes llamaradas de fuego divino, el cual descendía hasta su cuello y terminaba en desafiantes puntas; todo envuelto en un largo vestido, casi tan blanco y brillante como la aurora, hecho de un metal resistente como el acero pero tan flexible como el algodón; elegantemente decorado con montones de grabados complejos en las mangas, cuello y límites de la falda; hombreras doradas como el oro mismo, y un ancho cinturón de tela púrpura que no ocultaba la vaina de una espada enorme, el cual hacía juego con una banda idéntica que cruzaba su hombro izquierdo y tenía dispuestas varias medallas doradas y plateadas.

Miguel se percató con rapidez de todos esos detalles, pero ninguna de esas cosas le pareció tan apantallante como los tres pares de alas que la figura había desplegado segundos después de tener bajo su control a Soneilón. El primer par se extendía orgullosamente desde su espalda, unas blancas alas de cuatro metros de envergaduras, mientras que los otros dos, de alas mucho más pequeñas, surgían de la frente y la parte posterior de las rodillas, y tapaban los ojos y los pies de aquella mujer divina. No era ciega, puesto que, aquello que el demonio no se atrevió a ver eran montones de ojos incrustados como joyas en las alas del rostro; de apariencia humana, unos azules como zafiros y otros verdes como esmeraldas, resultaban inquietantes para él, pero no por ser como los ojos gangrenados de Soneilón, sino por emitir un aire intenso de divinidad, nobleza e intimidante valentía.

Miguel sintió una inusual confianza ante aquella visión, una anulación completa del ácido terror que infundía la bestia que había liberado. Con cuidado de no hacer ruido, y preso de una nueva curiosidad, se acercó hacia la cazadora y su presa. Tomó como escondite otro arbusto, pero no se ocultó por completo, sino que pretendía permanecer parado al lado del matorral. Fue menos silencioso de lo que pretendía, pues antes de encontrar un lugar adecuado donde espiar sin ser descubierto, Soneilón y la mujer voltearon a verlo casi al mismo tiempo; el primero con la misma rabia inhumana, pero la otra con seriedad y tranquilidad, casi esbozando una sonrisa de confianza y orgullo, pero también de amabilidad sincera.

El demonio no apartó la mirada de Miguel, quien encaró lo mejor que pudo la abrumadora rabia en sus ojos. La figura alada, por otra parte, sí desvió la mirada de él; observándolo con repugnancia, cada uno de sus ojos comunicaba una manera distinta de desprecio hacia Soneilón. Alzó su pie descalzo y azotó de nuevo su pecho con la fuerza colosal de su pierna, haciendo gritar de dolor a la aberración, quien aparto la mirada del hombre para cerrarlos en un intento inútil de minimizar el dolor; cediendo casi por completo todos los zangoloteos erráticos de sus tentáculos, que hacían intentos inútiles para liberarse de la mujer. Ella aprovechó que tenía toda la atención del demonio para gritarle en un idioma desconocido para Miguel; ligeramente más familiar que aquel que había hablado Soneilón.

— Opatéras más ácouse ton ácristo cai ádeio épaino sou, Soneilón. Apántisi tóra: ¿Pós sefígeis apó tin poiní pou sou epévale o Migél cai o Rafaél? ¡Esigíste ton eaftó sas tóra, cai ísos opatéras más ta échei to éleos na sinchorísei to frictó teletourgicó pou prospatoúsate na ectelésete gia logariasmó tou!

Soneilón se rio dolorosamente después de escuchar esto, y antes de contestar intentó pegar otra carcajada, pero decidió que era mejor responderle antes que sentir su pecho reventar de nuevo, con un tono condescendiente y que no escondía para nada un odio inmenso por la mujer que aplastaba su ampollado y sangrante pecho.

— ¿Den sérete óti to pséma eínai amartía? An opatéras más eíche cánei éna cofó aftí estous efseveís mou lógous, den ta sas éstelne, agapité mou Ismasarazarael. Me epaineíte giatí skéftica óti catáfera na sefígo me ta dicá mou mésa, allá fovámai óti den ta boroúsate na eíste pio macriá apó tin alíteia, giatí aftós o ántropos pou más catascopévei — Soneilón miró a Miguel, y lo señaló con uno de sus tentáculos, el cual fue punzado y casi mutilado por la figura alada como castigo por haberse movido. Soneilón gritó de dolor, pero continuó hablando con la misma gracia perversa. —¡Ítan aftós pou me eleftérose, os apotélesma tis aplistías tou me eleftérose apó ti fulací mou. Den chreiástice na ton deleáso me ploúto, o ídios épese tíma tis laimargías tou gia agnósi cai crisó!

Al escuchar estas palabras, la mujer posó con prontitud todos sus ojos sobre Miguel, quien se sintió de inmediato abrumado por la clara curiosidad, incertidumbre y molestia que aquella figura sentía por él, sensaciones que no entendía por qué estaban ahí, pero suponía estaban justificadas. Cuando ella le habló, tras unos pocos segundos de silencio, se sintió relajado por su voz melodiosa, aún si esta tuviese un sentimiento de angustia que se notaba hasta en la velocidad con que le hizo una pregunta.

— ¿Eínai aftós o apaísios daímonas pou léi tin alíteia? Sincóresé me gia na pistépso ta sématá sou an aftó eínai fársa, allá prépei na se rotíso, gio tis dimiourgías, na mou apantíseis corís na léo sémata: ¿Apeleftherósate to Soneilon?

La sensación de calma, y especialmente la barrera del lenguaje, hicieron que Miguel permaneciese callado y asombrado ante sus palabras. Por un instante, todo el mundo guardó silencio; incluso Soneilón parecía esperar con respeto a que él dijese algo. Volvió a sentir el dolor en las manos y el ojo, y por un periodo que sintió como eterno trató de pensar qué responder, pero al final solo pudo ser suficientemente elocuente como para responder una sola cosa.

— Ah…

Frente a esta respuesta, ella se sintió mucho más confundida. Sus múltiples ojos no lo expresaron, pero la mueca en su rostro dio a entender consternación, la cual fue reemplazada por otra que daba a entender que comprendió la razón de la respuesta escueta de Miguel. Alzó los ojos y se murmuró unas pocas cosas, recordando algo, y poco después volvió a mirar a Miguel de la misma forma, y repitió su pregunta.

— Creación del Señor, ¿dice este insurgente abyecto la verdad, y fuiste tú quien le liberó de su encierro?

Al hacerle esta pregunta, la mujer apartó su lanza del orbe de Soneilón para apuntar a su pecho mientras la sujetaba con una sola mano. Su intención era hacer un leve gesto hacia arriba para señalar de nuevo al demonio, y que Miguel entendiese que se refería a él. Pero aquel desliz fue la oportunidad que Soneilón estaba buscando, y antes que pudiese terminar su seña, se abalanzó contra ella.

Por la sorpresa del ataque, y una nueva fuerza hallada en el dolor y rabia del demonio, la mujer se vio vencida y cayó de espaldas con violencia y rapidez. Soneilón comenzó a golpearla con sus tentáculos, punzándola en todas direcciones con la intención de atravesarla y empalarla. Ella se defendió, superando el impacto del ataque sorpresa, maniobrando la lanza para lastimarle de la misma forma en que él pretendía hacerlo con ella; esquivando como pudo la mayoría de sus estocadas, pinchando algunos de los tentáculos que se dirigían a su vientre y pecho.

Consiguió impedir ser lastimada de esa forma, y poco tiempo pasó para que esta patease en su anillo a la bestia, quien se echó para atrás; oportunidad que la mujer tomó para levantarse e intentar recuperar el equilibrio, pero no lo suficientemente rápido; Soneilón volvió a lanzarse contra ella, y, en un arrebato hecho en medio una ceguera temporal y un dolor del que apenas se podía recuperar, le tomó las alas de la espalda con varios de sus tentáculos, levantándola del suelo unos cuantos metros. Ella intentó moverse, para evitar ser punzada, pero sus esfuerzos fueron en vano, dado que Soneilón no la atravesó, sino que le arrancó sus alas con un violento y convulsivo jalón.

La mujer gritó de dolor en el momento en que los músculos y tendones de sus alas se fracturaron definitivamente, cosa que tomó tan solo un instante. Aquel grito fue un potente alarido que sonó como un eco inverso, un sonido desgarrador que provino del cielo y se concentró intensamente en la boca de la mujer; tan fuerte que Soneilón se desconcentró de su rabia asesina por un momento, y Miguel se cubrió los oídos tan pronto como sintió temblar sus tímpanos.

Aterrizó como un objeto infinitamente pesado sobre el suelo, reverberando el dolor mortal que la figura sentía en su espalda por todo su cuerpo. Al tratar de levantarse, lo primero que sintió fue su sangre colándose en la tierra, y se había debilitado tanto que estuvo a punto de resbalar sus brazos con esta; manando por las enormes puñaladas donde antes estaban sus alas, aunque imposible, se resolvió con rapidez a ignorar lo mejor posible el martirio. Dentro de ella se acumulaba una noble ira con la prontitud de una tempestuosa cascada, un deseo profundo, incluso algo innoble para una creatura como ella según su juicio, de destrozarlo y someterlo para que jamás pudiese causar daño de nuevo.

Levantándose con ayuda de su lanza, que le impedía caer de golpe al piso pero no de adoptar una postura jorobada y respirar aceleradamente, se aventó con poco cuidado hacia Soneilón. Este había esperado a recuperar la vista para atacar de nuevo, y al hacerlo se abalanzó contra ella; chocaron casi al mismo tiempo, solo que la mujer consiguió esquivar todos los zarpazos del demonio, contorsionándose de dolor al hacerlo, y con un movimiento preciso a la vez que titubeante penetró con fuerza el orbe de Soneilón, fracturando en el proceso el anillo y aniquilando uno de sus ojos, el cual salpicó azufre y humo al momento de reventar.

Tanta fue la fuerza que la lanza quedó incrustada en el anillo y orbe, los cuales comenzaban a gotear líquidos y humos oscuros que simulaban ser sangre. Ella no pudo recuperar su lanza, pues ante el golpe certero Soneilón se hizo hacia atrás en un violento acto reflejo, dejando fuera de su alcance el arma. La mujer habría aprovechado esa ventana de tiempo para terminar con la bestia, pero su condición sólo le permitió observar en guardia cómo el demonio tomó con desesperación la lanza y se la arrancó, lastimándose aún más. Gritó y aulló un poco más, y en uno de esos arrebatos consiguió partir la lanza en dos mitades; una de las cuales, aquella con la punta, lanzó con furia hacia ella.

La suerte de Soneilón, pues destreza le faltaba al estar desorientado hasta la náusea por tener una herida en su orbe, fue tan nefasta que consiguió acertar casi en su centro una de las alas que cubría el pie derecho de la mujer. Ella reaccionó al instante, gritando otro eco extraño y tomando con ambas manos la punta de la lanza mientras se agachaba para poder tolerar el dolor y tener un soporte mejor para retirarse el arma del ala. Sin embargo, el demonio se abalanzó contra ella de nuevo; su reacción fue abandonar su herida y desenvainar su espada, consiguiéndolo, pero fue tal la velocidad de Soneilón que no pudo hacer nada contra él, quien la volvió a levantar.

Incluso entumecida por el sufrimiento en su espalda y el ala de su rodilla, pudo percibir sin problemas cómo los tentáculos que levantaban estaban temblando sin control. Por un instante, antes de que Soneilón la alzase hacia arriba con tanta fuerza y velocidad que su ala fijada fue mutilada de su rodilla al instante, quedando fijada en el piso junto con el trozo del arma, pudo notar cómo las bocas del ser se abrían y cerraban incontrolablemente para no sofocarse y la forma en que sus ojos se convulsionaban y viraban de un lado a otro, intentando concentrarse en ella, con tanta insistencia que ignoraron la espada de plata que tenía en la mano.

Sintió mucho dolor al estrellarse una vez más contra el piso, tanto que realmente no sintió sorpresa al sentir cómo Soneilón pisó su otra ala de la rodilla hasta hacerla añicos, y arrancarla con un tentáculo; simplemente sintió un ardor más en su cuerpo. Iba a desvanecerse, pero volteó a su izquierda, y consiguió distinguir al aterrado hombre que yacía parado al lado del arbusto, sin saber qué hacer. Miró sus manos, inflamadas y magulladas, y notó que apretaba un cuchillo entre ellas, complementando su postura cada vez menos indecisa y más dispuesta a atacar a Soneilón; deseaba rescatarla y ayudarla, pero ella sabía que sería en vano, pues este acabaría con el hombre con un simple movimiento. No podía permitir eso, pues ante todo su misión era cuidar al mundo y las creaciones de su Señor, protegerlo de aberraciones como Soneilón. Desechando la idea de dejarse desvanecer, consiguió reunir las últimas fuerzas que le proporcionaba el fuego divino dentro de ella.

Tomó su espada, y en un último movimiento símil al relámpago se levantó con la fuerza necesaria para saltar sobre Soneilón. El demonio no pudo reaccionar a tiempo, y la sensación de asfixia y urticaria que sentía en todo el cuerpo fue reemplazada de tajo con un dolor más allá de la descripción: el percibir que había sido parcialmente cortado en dos mitades. No tomó mucho para que sus bocas y algunos tentáculos dejasen de responderle; tres cuartos de su vista se nublaron para siempre, y sintió el peso de su cuerpo irse abajo, el anillo de sus ojos tan pesado que fue lo que puso en marcha la caída, deslizándose hacia su costado derecho mientras la espada que seguía incrustado en él le rebanaba otro ángulo.

Antaño, antes de la misma existencia, Soneilón fue un ángel muy hermoso y radiante. Su único defecto era la creencia de que en él debía recaer el liderazgo de todas las encomiendas de su padre. Se caracterizó por ser un ser impaciente e intolerante con sus hermanos, siempre repudiándoles por ser menos en habilidad y fortaleza que él, presumiendo siempre ser el más glorioso y valioso de los ofanim. Con las eras, aquella impaciencia se convirtió en frustración y deseos de ser él quien tuviese el control, capataz de su hermanos y dictador del reino de su padre. Cuando la rebelión contra su creador falló, al ver el líder de esta insurgencia el valor de la arrogancia en Soneilón, este se convirtió en un ser que solo conocía el odio contra sus enemigos; enemigos serían aquellos inferiores a él, y por ende, toda creatura de su padre sería su enemigo acérrimo, especialmente aquellos hermanos que le dieron la espalda y expulsaron del reino divino.

Desde entonces solo había conocido el odio y la arrogancia, pero al momento de sentirse asesinado también presintió su arrogancia fallecer. Solo en ese instante conoció el verdadero odio, una llaga que no podía sanar jamás; que no quería que sanara, sino que voluntariamente pellizcaba y maltrataba, para sentir más y más convulsiones, una necesidad visceral y animal de hacer daño. Ese odio lo sintió con una intensidad digna de su antiguo cargo celestial, sobre su ejecutora. Hizo un último esfuerzo consciente, y giró lo que pudo girar de su cuerpo para caer sobre el ángel con que había luchado. Se sintió perforado desde otro punto, pero disfrutó ese dolor y movió los únicos ojos que tenía no se le habían muerto para ver el rostro ardiente de aquella mujer, terminando por quedar ciega, pero sin dejar de arremeter a mordiscos contra ella.

El ángel no tuvo oportunidad para sostener el cuerpo del demonio o hacerse a un lado, así que fue aplastada por la masa moribunda con un golpe seco; sintiéndose manchada con su sangre, el azufre que manaba a borbotones de Soneilón y la tierra que habían levantado. El pomo de su espada se incrustó en sus costillas, por que hizo un esfuerzo por moverlo y evitar que le reventase el pecho. Pagó esa decisión con tener las mandíbulas de Soneilón sobre su rostro, dando mordiscos ciegos que intentaban arrancarle la cara con singular energía.

Ella intentó resistir los intentos, y esquivó en medio de suspiros de ahogo varios mordiscos. Sin embargo, el ángel no estaba en un estado tan diferente del demonio, por lo que sus últimas fuerzas mermaron en aquellos movimientos; inevitablemente se distrajo, y sintió las fauces de su adversario incrustarse en las alas del rostro. No pudo gritar al sentir los colmillos clavarse en aquella parte y devorar algunos de sus ojos, y mucho menos pudo al sentir cómo arrancaban su último par de alas y ver al mundo transformarse en tinieblas; sus sentidos ya estaban muy sobrecargados como para responder al estímulo. Por primera vez, en toda su existencia, sintió miedo; escuchó cómo las mandíbulas trituraron y tragaron enteras sus alas, y sintió la tensión en el aire que se disponía a ser interrumpida con otro mordisco. Fue en ese instante, de cierta forma satisfecha con saber que Soneilón no viviría, que decidió abandonar su cuerpo a la muerte, y murmuró con rapidez y atropellando las palabras, calmándose ante la incertidumbre de una experiencia nueva para ella.

— Opatéras más pou eínai eston ouranó; agiastíto to ónomá sou; afíste to basíleió sas na értei…

Entendió que moriría pronunciando esas palabras, al instante siguiente, por lo que el resto las comenzó a decir en su cabeza, con el mismo ímpetu de resignación tras una victoria pírrica. Se sintió liviana, más de lo que jamás había sido en su casi eterna existencia; flotando en un éter que la invitaba a abandonar su cuerpo y su esencia, se despegaba más y más de la realidad. A pesar de que la invadía la paz, no pudo evitar sentir inquietud ante la desconocida sensación, pero se comprometió a dejarse ir por la corriente que con suave lentitud la arrastraba a orillas nuevas; tal era la confianza que tenía en su padre. Pero antes de perder noción de todo, su cuerpo recobró el sentido al percibir gritos junto a una conmoción, y más importante aún, al peso del cadáver nauseabundo retirarse con brusquedad de su pecho.

Hubo un grito que ella nunca escuchó, lanzado al aire de la noche justo en el momento en que las descerebradas fauces de Soneilón tragaron los últimos trozos masticados de sus alas, en el momento en que de su cara comenzó a brotar todavía más sangre brillante y plateada como la luna, la cual tampoco percibió por el exceso de sensaciones que su cuerpo le había hecho sentir antes. Aquel grito no contuvo palabras, sino que fue un simple alarido de rabia animal, aunque virtuoso y lleno de un sentido renovado de justicia; Miguel gritó mientras se abalanzó con su cuchillo hacia el demonio.

Miguel había presenciado con horror la confrontación sin poder hacer nada, al mismo tiempo que nacía en él un pesado e instintivo disgusto por la escena que contemplaba; algo en él, muy antiguo, le decía que debía sentirse ofendido ante aquella carnicería, que lo que veía era un acto imperdonable y que jamás debería haber sucedido. Cuando Soneilón empezó a agredir a la mujer, Miguel pensó que ella ganaría fácilmente; su llegada solo demostró que ella poseía un poder escalas encima de la bestia, pero cuando escuchó sus gritos de humano dolor, al verla estrellarse con brusquedad en el suelo y al verla sangrar plata, comenzó a dudar de sus posibilidades.

Pensó en escapar, aprovechando que Soneilón seguiría muy distraído y malherido como para seguirle, pero aquel disgusto se lo impidió. Al poco tiempo, y con cada golpe que se daban las entidades, se transformó en un sentido de justicia y deber que lo obligaban a dejar de pensar tanto en él, y en cambio, lo hacían concentrarse en la necesidad de hacer algo al respecto; su prioridad pasó a ser auxiliar a aquella mujer, una mentalidad algo ajena a su persona habitual, pero con la que no tenía problema. En el momento en que Soneilón le arrancó la vista, aquellos pensamientos desbordaron y ahogaron toda duda que aún anidaba en él.

Soportando el dolor de las manos, sostuvo tan alto como pudo el cuchillo y corrió gritando hacia Soneilón. Cierto odio ayudó a que su virtuoso tambaleo a alta velocidad no terminase con él tropezándose en los primeros cinco pasos, pero incluso de haberse caído, su decisión le habría permitido levantarse y continuar a pesar del dolor. Lo primero que hizo fue chocar con la masa negra del demonio, y sin temer a los muertos tentáculos y bocas del ser, le plantó dos cuchilladas; haciéndolo supurar poco azufre y humo, pero al ver que algunos de sus ojos seguían tratando de localizarse, notó que el orbe que tenía por cabeza aún rotaba y mostraba movimientos espeluznantes en su interior, muy a pesar de estar fracturada y manar líquidos naranjas.

Sabiendo qué hacer, apuñaló con firmeza el orbe, y sin pensarlo empujó hacia un lado a Soneilón con todas sus fuerzas. Fue más liviano de lo que esperaba, pues para ese entonces la mayoría de sus líquidos y humos se habían escapado de su nauseabundo cuerpo; aun así tuvo de golpearle tres veces para derribarlo hacia el costado de manera definitiva, haciendo un sonido hueco que no hacía justicia a su otrora maldad tan imponente; su anillo terminó por romperse al caer al piso, y yació en dos pedazos junto a la masa negra. Soneilón no emitió sonido alguno al ser asesinado de manera definitiva, porque ya no pudo, pero el dolor que Miguel sintió en las manos fue insignificante en comparación a lo que el demonio degustó al incendiarse su alma; sin poder morir, pues era inmortal, pero entendiendo que sufriría así por eones.

Miguel tuvo la urgencia de rematarlo, pero juzgó que era innecesario al mirar el olvido absoluto en los ojos llenos de cataratas del demonio. Sabiendo que nunca más volvería a moverse, sintió un profundo alivio y una relajación que nunca había pensado posible; la sensación de victoria y celebración por haber vivido, pero no disfrutó por mucho esa caricia de alivio, porque casi de inmediato volteó a mirar a la mujer que yacía debajo de él, y al contemplarla, sus manos comenzaron a arderle de nuevo.

La noche no era fría, pero ella parecía estarse congelando. Temblaba con frenesí, moviendo con lentitud los brazos y piernas hacia su pecho para hacerse un ovillo perfecto y no perder ni una pizca de calor; su respiración era perceptible a pesar de la distancia entre los dos, y era dificultosa y pesada, la de alguien que se esforzase en no asfixiarse. Su ropa, y casi toda su piel estaba manchada con costras casi secas de sangre plateada, cosa que Miguel relacionó con el hecho de que con cada bocanada de aire que ella trataba de ingerir, la luz que irradiaba parecía apagarse más y más, siendo ahora casi tan opaca como una persona mortal, aunque la luz de su rostro no parecía ceder, y solo la cubría sus extremidades.

Primero intentó sacudirla con suavidad, suponiendo que debía despabilarla antes de intentar cualquier otra cosa; cierta cautela ante su presencia le impedía ser brusco. Al tocarla, percibió que ardía, no como una persona febril, sino como un objeto que irradia calor; tanto tiempo de más permaneció palpando su brazo, que ella reaccionó con un grito de terror, pues para ella el tacto de la piel del hombre no se diferenciaba mucho de la de un demonio. Se puso de pie rápido, apenas pudiendo balancearse y estar de pie; la emoción le hizo olvidar del intenso dolor y frío que sentía, y por unos cuantos segundos solo pudo pensar en la prisa de tomar su espada y asestar más golpes a Soneilón, pero mutilada y ciega, era incapaz de saber dónde se hallaba el arma, por lo que en su imaginada prisa decidió descubrirse el rostro y tantear en el aire y el suelo, agachándose y parándose mientras su respiración se aceleraba, dejando al descubierto la luz pura y divina que corría sin filtro de su rostro.

El grito no fue intenso y extraño como los primeros, sino que se asemejó a algo humano, pero aún fue suficiente para arañar los oídos de Miguel. Por instinto se lanzó hacia atrás, cayendo a pocos pasos detrás de la ansiosa mujer. Inclinó la cabeza para presionar con fuerza su mano contra la oreja izquierda, usando el otro brazo como soporte para no acabar de espaldas en el suelo, pero incluso sin verla directamente, y habiendo cerrado los ojos para pelear el retumbe de su alarido, percibió la aurora solar que provenía de ella. Se sintió calentado por este brillo, y fue tentado a mirar, complaciendo su deseo curioso casi al instante.

Sería incorrecto decir que Miguel quedó hipnotizado por aquel halo radiante, porque fue consciente de sí y su alrededor durante todo el tiempo que presencio aquella vista maravillosa, quizás incluso más que en cualquier otro instante de su vida. Las palabras por siempre serían insuficientes para describir la magnificencia y esplendor de tan preciosa luz, que escapaba como agua de cascada del espacio donde debían estar los ojos y nariz de la mujer. La aurora no era blanca, sino la ausencia absoluta del color; tampoco era brillante, sino la misma intensidad definitiva que la naturaleza permitía; mucho menos era bella, sino que era algo similar, mas infinitamente más grandioso, a la algarabía de la vida y la existencia, un candor de amor puro y satisfacción completa que golpeaba los ojos de Miguel millares de ocasiones a la vez.

Él se habría comprometido a observar con pasividad aquella luz durante el resto de su vida, incluso sabiendo que la mujer tanteaba con los brazos y piernas hacia delante en movimientos adoloridos y erráticos mientras trataba de decir algo que Miguel no oía, pero no escuchaba. La mujer sabía ya que Soneilón no la había tocado, pero aún no sabía si aquello era el hombre que vio antes u otra cosa, y el miedo de la ceguera no ayudaba en sus intentos de componerse y pensar racionalmente. Todo lo que podía ver era blanco, y su espalda la aniquilaría si intentaba agacharse de nuevo para buscar su espada en el suelo; se resignó a avanzar lentamente, pidiendo a quien estuviese ahí que se anunciase, mientras extendía las manos para anticipar un choque y hallar a quien le había despabilado. Solo pudo precisar dónde se hallaba aquella persona cuando comenzó a escuchar sus gritos de miedo.

Por unos momentos, lo único que Miguel pudo observar era hermosura prístina y divina. Sintiendo una enorme dicha por estar plenamente consciente del espectáculo durante aquellos segundos, que casi percibió como eternos, su corazón se alegró tanto que le inundó una curiosidad infantil de mirar a su alrededor, sabiendo que todo sería bello y nuevo; rociado de la inocencia de la juventud. Al girar su cabeza hacia su izquierda, sin dejar de tener aquella luz en su vista periférica, miró con detenimiento su distante tienda de campaña y el fuego débil que la alumbraba, así mismo, el extenso cielo repleto de estrellas y una luna de aurora tímida que parecía estar posicionada de forma perfecta por encima de la tienda; mas no observó algo igual de hermoso que la luz, sino que su percepción de la escena lentamente comenzó a distorsionarse a velocidades violentas.

Aquella aurora era tan inefable en su belleza, que todo lo demás en el mundo era grotesco y horrible a comparación. Las cosas no se habían transformado, pero para Miguel ahora eran extrañas y feas hasta rozar lo indescriptible: su tienda de campaña tenía una forma obscenamente afilada y aliada al encierro, como una tumba de superficie áspera y sucia, hecha de multitud de materiales plásticos y abyectos; la fogata era un tumor que solo podía lastimar lo que tocaba, de un naranja agresivo y asesino que sonaba a huesos reventando con cada trozo de madera, a su vez también espantosa por ser putrefacta, que depredaba en sus intentos profanos de ser la luz de la mujer; el cielo era una masa negra que no paraba de moverse en constantes olas cósmicas que en cualquier momento descenderían para asfixiarlo, mientras que la luna se acercaría a él para apuñalarlo con las estrellas, sus dientes bestialmente blancos.

Todo a su alrededor era una amenazadora visión de dolorosa fealdad, solo contrarrestada con la belleza inmaculada de la luz, cuya portadora estaba nada de chocar con él. Miguel volteó de nuevo hacia la luz, pero no pudo despegarse del recuerdo de esas visiones espantosas; sabiendo que estaba rodeado de un mundo tan distorsionado, cosa que lo obligó a gritar mientras miraba hacia otras direcciones en búsqueda de otro consuelo además de la luz, regresando a ella en tres ocasiones. Ahí fue cuando comenzó a gritar de pánico y terror, y fue el miedo lo que le hizo ser suficientemente fuerte como para renunciar a la visión de la aurora bellísima para siempre, cerrando los ojos y cubriéndoselos con las manos mientras volteaba la cabeza hacia otra parte.

Al escucharlo, y sentir sus piernas con los pies, la mujer decidió rendir sus esfuerzos y cayó al suelo para cumplir sus primeros instintos, saber quién era y auxiliarlo si necesitaba ayuda. Al acercar su rostro al de él, la luz se hizo tan intensa que las manos ni siquiera eran barrera alguna, cosa que hizo a Miguel gritar una vez más y girar su cuello hasta el límite. Pero fueron los toques inseguros que sintió en el hombro y pecho, que le propiciaron a lanzase hacia atrás en un movimiento patético y similar al de un gusano, pues tenía los brazos ocupados en la cara, en un intento desesperado por escapar de la luz, acompañado de más gritos, esta vez más coherentes.

— ¡Aléjate, aléjate; deja de alumbrarme, aléjate!

Ella tardó un poco en comprender a qué se refería, pero al hacerlo dio un soplido de vergonzosa sorpresa, y disparó su brazo hacia su cara para cubrirse el espacio donde antes nacían las alas de su rostro; se lastimó con ese golpe, pero lo ignoró por ser solo otro más en la lista, y en cambio se acercó aún más al hombre, con tanta gracia como sus piernas y espalda le permitieron, concentrada en enmendar la herida mental que le había causado por accidente. Inundada con cierto remordimiento e incertidumbre ante lo que debía de hacer, solo concretó buscar el rostro del hombre. Acertó al primer intento, tomando una de sus mejillas con mucho cuidado.

Miguel, intentó responder con otra retirada, pero sus fuerzas le fueron insuficientes y tuvo que conformarse con un bufido; más al percibir que la luz había desaparecido casi por completo, comenzó a apartar sus manos del rostro y destensar los brazos, todo con suma lentitud. Mientras lo hacía, percibió finalmente la calidez de la piel que le sostenía la mejilla, y escuchó una voz muy temblorosa pero aún más melodiosa y confortante, incluso con el tono de arrepentimiento con el que le habló.

— No tengas miedo. — pausó para encogerse en respuesta al agudo dolor que sentía en la espalda. — Por favor, no tengas miedo… Se paracaló, min me fovásai. Sas icetévo, min fováste me…

Arrastró esas últimas palabras desconocidas, pronunciándolas con mucha dificultad y haciendo un esfuerzo supremo por hacerse a entender, fallando al estar tan cansada que olvidó que hablaba su lengua y no la del hombre. Sin poder completar sus ideas, y su cuerpo de inclinó rendida hacia Miguel, y su cabeza reposó sobre su pecho; movimiento que le costó un calambre en la espalda, pero que le permitió centrarse en vivir y respirar con dificultad; censurando todavía la luz de su rostro con el brazo, por lo que seguía consciente, pero sin la voluntad para dar un paso más o intentar otra cosa, rindiéndose a la vergüenza de refugiarse en un mortal, y en la esperanza de que este pudiese ayudarla.

Por suerte, Miguel no tuvo que pensar en el significado del gesto, porque aún si no lo hubiese hecho, su instinto le decía que debía concentrarse solo en ayudarla. No fueron sus palabras lo que borraron las atroces visiones, sino que fue la presencia de la mujer lo que borró definitivamente las visiones deformes del mundo; viendo en su cara tapada con el brazo, ambos cubiertos con tierra y costras plateadas, una cosa bella. El tacto cálido de su piel y cada detalle minucioso de su rostro, como los labios rojos y lastimados o los lunares en la barbilla y mejilla, cada una de esas cosas eran bellas; como la luz, jamás, pero sí como pocas cosas había en el mundo. Miguel quiso decir algo, seguramente un sin sentido, pero antes de que pudiese la mujer colapsó sobre su pecho.

Se alertó un poco, pero comprobó con rapidez que seguía viva al sentir el suave empuje de sus hombros y pecho contra los suyos. Miguel sintió la necesidad de pensar una manera eficiente para llevarla hasta su tienda, donde tenía un botiquín de primeros auxilios, pero pensó en todo el tiempo que perdería haciendo eso, por lo que con bastante esfuerzo se levantó junto con ella, primero sujetándola de las axilas para elevarla, y después apoyando el brazo desocupado de la mujer sobre sus hombros. Ella era relativamente liviana, cosa que él no esperaba habiendo visto las proezas que había realizado; más impresionante era que podía mantenerse de pie, al menos sin temblar demasiado y respingar cada que daban un paso.

Comenzaron a avanzar con lentitud, ambos teniendo sumo cuidado con cada paso que daban; él para no lastimarla, y ella para no acentuar tan el dolor helado y metálico en las pantorrillas. La distancia que tenían que recorrer no era enorme, pero sí más grande de lo que ambos deseaban. Durante casi todo el trayecto no se dirigieron la palabra, manteniéndose callados y absortos en la extraña sensación que era el tacto y cercanía que compartían. Para Miguel, la mujer seguía sintiéndose cálida y agradable, pero su piel nunca le recordó a la de una persona por ser demasiado tersa y suave, como si estuviese hecha de seda, muy notable porque el contraste entre su piel y la sangre seca era la que había entre el agua y las piedras. Mientras que para ella, las manos que la sujetaban eran ásperas y frías como la nieve; algo que no la molestaba o lastimaba, pero sí mantenía alerta y llena de curiosidad.

Estas observaciones terminaron de súbito cuando faltaban solo unos metros para arribar a la tienda, viéndose ya la casi extinta hoguera y las diversas telas de colores que hacían las capas impermeables y térmicas del refugio de Miguel. Las piernas de la mujer no consiguieron dar otro paso, y en cambio se acalambraron sin remedio, haciendo a ella gemir de dolor y perder la fuerza para tenerse de pie. Miguel alcanzó a soportar su peso, pero antes de que volviese a erguirla, ella le habló con una voz menos agraciada.

— Sas icetévo, creóste me gia ton ipóloipo trópo.

— No te entiendo, — respondió Miguel tras permanecer confundido un instante. — pero no queda mucho para llegar a la tienda. Tengo suficiente gasa y alcohol para desinfectar y cubrir tus heridas, y me sobra algo de agua; puedo limpiar…

— Cárgame. — interrumpió la mujer, dándole una orden con un tono de ligera desesperación y autoridad.

Miguel no pensó antes de hacerla descender un poco más, concentrándose en cumplir la orden y aliviar lo más pronto posible todos sus males. Cuando las piernas de la mujer formaron un ángulo más o menos recto, él aprovechó para sujetarlas con un brazo y levantarlas; haciendo algo parecido con su espalda para poder cargar a aquel ser malherido. Escuchó un quejido al tomar ambas partes, pero continuó con tanta prontitud como su propio cuerpo le permitía, sintiendo cada paso como un gran esfuerzo, y sobre todo responsabilidad, pero en lo único en que pudo concentrarse durante el último minuto de su camino fue ella, quien yacía agotada entre sus brazos, todavía tapándose la cara, pero rendida en el resto de su ser.

Dejándose mecer suavemente los cabellos rojos y el vestido por las brisas frías de la noche, a la par que su brazo y piernas se balanceaban con la misma discreción que su respirar, lucía por completo abandonada a la esperanza de que Miguel pudiese ayudarla, y este comenzó a disfrutar secretamente esa sensación, concluyendo finalmente que ella emanaba un aura de alegría y esperanza divina, su presencia le inspiraba fortaleza incluso en el estado tan lamentable en el que se hallaba; por eso es que no se cuestionó por qué sus manos, mojadas con sangre de espalda y pantorrillas, ya no le dolían. Habiendo ella confiado en que podría hacer algo, pensó Miguel mientras la depositaba con suavidad en el suelo junto a la hoguera, y se dirigía hacia el interior de la tienda por el botiquín, no podía sino cumplir la expectativa.

Quedaba menos alcohol del que esperaba; realmente siempre había menos cosas de las que Miguel creía tener, pero era suficiente para poder cubrir la mayoría de sus heridas. Tomando el riesgo de estropear el efecto desinfectante del líquido, pero sabiendo que rendiría más, alcanzó una cantimplora con agua, y luego de darle un merecido y placentero sorbo, vertió todo el alcohol en ella, llenándola hasta el tope. Agarrando el último paquete de gasas y el primer trapo solitario que vio, corrió hacia la mujer.

Pensó con cierta antelación que lo primero que debía atender era su espalda, así que la alzó de los hombros para sentarla. No tuvo que pedirle que permaneciese así, porque ella hizo el esfuerzo de sujetarse con su brazo desocupado, quejándose muy tenuemente al hacerlo. Miguel miró, por primera vez, que su vestido dejaba al descubierto gran parte de la espalda, y donde antaño se hallaban las alas, yacían horribles cicatrices; largas y profundas, desde los hombros hasta la espalda baja, resultado del jaloneo bestial con el que fueron infligidas. La sangre se había secado alrededor de la zona, aparentando ser una capa de tierra gris que incluso se filtraba en el vestido.

Lucía tan doloroso que Miguel sintió aún más admiración por la fortaleza de la mujer, pero no se detuvo a contemplar aquella escena tan grotesca, porque todavía manaban algunas gotas de sangre plateada por aquellas puñaladas. Mojando el trapo con la mezcla, la acercó despacio hasta la zona lastimada mientras le advertía a la mujer lo que estaba a punto de hacer.

— Vas a sentir ardor, y no sé cuán doloroso sea, pero con estas heridas no esperes que sea poco. — dijo aún cauteloso de ella.

— Los dolores que te aquejan a ti y al resto de la creación no son suficientes siquiera para causarme… la más mínima incomodidad. — respondió susurrando con orgullo. — Procede si crees que así sanarás este cuerpo, pero ten por seguro que ¡Vlácas! — Gritó en su lengua al experimentar un ardor que era capaz de causarle más que incomodidad.

Soltó un gemido lamentable y apretó los puños, llenándose de tierra y trozos de pasto la mano con la que se estaba sosteniendo, y aunque consiguió ahogar algunos gritos, no pudo evitar inclinarse hacia adelante y temblar ante el ardor tan espantoso que se infiltraba dentro de su espalda. Fue un choque eléctrico, distinto a todos los golpes y puñaladas que había recibido antes; fresco y helado, a la vez que ardiente y abrasador como nunca había experimentado, tan novedoso que despertó un poco de su adolorido letargo, y no pudo hacer otra cosa sino sentir los piquetes que su piel y sangre le provocaban al tocar el líquido que el hombre le había puesto; cómo él, con lentitud y cuidado pasaba la tela por sus heridas, de las que se hacía más y más consciente con creciente vergüenza, limpiando cada costra y pedazo de polvo que tuviese.

En su momento, él no miró con extrañeza la rapidez con que aquella mujer comenzó a mejorar, de la misma forma que no notó que sus propios dolores se desvanecían como un humo tóxico que se disipa poco a poco. Su respiración asemejó más a una dificultosa y lastimera, y menos a la de alguien que se asfixia; su temblar era más de quien tiene frío, y menos de la persona cuyo calor vital se escapa sin remedio. La mujer sí percibió esto, sintiéndose más cerca a la vida que de la inexistencia con cada tocar del hombre, con cada llamarada que escapaba de la hoguera a su lado con la intensidad propia de su sanador, ambos enfocados en recuperarla; extraño milagro que ella no pudo atribuir sino a su propio padre, y quizás a la renovadora sensación de la piel del creado; nueva y llena de vida, con la voluntad tan dispuesta a salvarla que podía percibirse en su respiración.

— Necesito vendarte la espalda y los tobillos, pero ahora es mucho más importante tu espalda. Tal vez pueda prestarte algo con qué cubrirte, porque heridas así de grandes deberían infectarse con gran facilidad; al menos, creo que deberían, porque también deberían ser mortales. — dijo Miguel después de limpiar su espalda y contemplar con mayor detalle la seriedad del daño.

— Confío en tu habilidad para sanar el cuerpo. — respondió la mujer con serenidad, aun temblando por el ardor y el frío. — No debes preocuparte por mi mortalidad; el insurrecto solo habría podido acabar con mi físico… no mi alma; tus infecciones no representan amenaza para mí.

— Aun así, no deberías correr el riesgo; de nuevo, si es que existe, ya no estoy seguro de lo que puede ocurrir. — contestó Miguel recordando los últimos eventos mientras rompía el empaque de las gasas. — No soy un doctor, solamente he aprendido con los años, y ahora, debo pasar la gasa por tu pecho para vendarte bien la espalda. ¿Te molestaría si te doy la gasa para que tú la pases por esa parte?, necesito enrollarla unas cinco o siete veces, como mínimo — comentó mientras describía la operación con gestos, ignorando que ella no veía nada.

— Puedes contar con mi cooperación — respondió con sorpresa y una sonrisa minúscula, reconociendo los motivos de aquellas instrucciones. — Mas tu cautela es completamente innecesaria, creación… pues mi ser no puede ser objeto de lujuria.

— No es así. — respondió avergonzado de ser leído con tanta facilidad, sosteniendo el extremo de la gasa con los dedos, cerca de la herida izquierda. — Simplemente es difícil e incómodo si lo hago yo.

— Te parece incómodo porque tú y el resto de la creación es susceptible a la tentación. — contestó sin borrar su tenue sonrisa hasta que otro dolor pasajero en la espalda la tomó por sorpresa. — Mi cuerpo… Mi cuerpo es solo un receptáculo de mi esencia divina, es inútil buscar placeres carnales en él. Aun así, respeto tu decisión — concluyó recibiendo la gasa, y apretando su pecho con ella, luchando por no perder el equilibrio con cada movimiento.

— Insisto que no es así, — dijo Miguel al recibir la gasa y enrollarla en la espalda, pasándosela de nuevo a la mujer. — pero sería grosero de mi parte ser así de agresivo, al menos sin pedirte permiso o avisarte; sigues siendo una mujer, eso creo.

Permaneció callada un momento, y solo respondió después de pasar de nuevo la gasa por su pecho, llevándose el brazo que ocupaba para sostenerse tenuemente el vientre en señal de creciente incertidumbre y vergüenza. La mujer pensaba en el significado de la ignorancia e inocencia en las palabras de su sanador, pero decidió indagar un poco más antes de llegar a una conclusión.

— ¿Crees que soy una creación, piensas que soy una mujer… mortal? — respondió con una herida en el orgullo, volteando a verle por un instante incluso estando ciega. Gimió y se sujetó con más fuerza al vientre al hacer eso, por lo que regresó a su posición original al poco tiempo.

— No eres humana, eso es obvio, pero tampoco estoy seguro de qué eres. No pareces de la misma “familia” — pronunció esta palabra con duda, no sabiendo una mejor para explicar sus ideas. — de aquella cosa te atacó; que nos atacó. Pero parecían conocerse, al menos no parecía muy sorprendida de verte. — señaló dando la última vuelta a la gasa, cortándola y colocando tres broches, incluidos en el paquete, para amarrarla con firmeza. — Además, ambos hablan como si estuviesen en una película bíblica; esa cosa parecía un demonio, tú tenías alas…

La mujer se giró, ignorando por completo el dolor agudo que supuso rotar la espalda y mover las piernas, para tenerlo de frente y observarlo, aunque fuese de manera simbólica. Incluso con el brazo frente a su cara, Miguel sintió una suerte de mirada que lo observaba con incredulidad y orgullo. Permaneció unos segundos en silencio, simplemente mirándolo. Respondió con una voz cansada, pero revitalizada en la velocidad de sus palabras.

— Soneilón tiene la apariencia de un demonio porque es un demonio insurrecto; yo tenía… — pausó al decir eso, midiendo el impacto del verbo. — yo tengo alas porque a diferencia de él, siempre le seré leal a nuestro padre; tengo tres pares de alas porque soy eterna vasalla… soy su eterna vasalla, de nuestro padre.

— ¡Eres un ángel, lo sabía! — contestó Miguel con algo de alegría y picardía, confirmando una respuesta que llevaba tiempo sospechando. — Un ángel, como los que tocan el arpa y están en el Paraíso… ¡Junto con Dios! ¿Dios?

— Serafín. — corrigió llevándose la mano desocupada al pecho con el mismo esfuerzo que usó para erguirse un poco. — Soy Ismasarazarael, serafín senescal del trono de nuestro padre y custodia de los vencidos. Mi deber… Mi deber es asegurar que ningún insurrecto sea liberado en este mundo y permanezcan encerrados hasta el momento de su juicio final. — se detuvo unos segundos para permitir a tales títulos flotar en el aire.

— Yo soy Miguel. — fue lo que pudo contestar mientras asimilaba lo que había escuchado.

— ¿Creías que soy una creada? — insistió el serafín.

— Jamás pensé que eras humana, y lo primero que se me ocurrió que eras era un ángel, pero no tenía forma de asegurarlo. Esa cosa, Soneilón, parecía un monstruo; no un demonio, al menos no como yo los imaginaba. Tú no luces como imaginaba a un ángel… Necesito vendar tus tobillos. — respondió mientras preparaba la gasa y el líquido.

— Eso es porque soy un serafín, no un ángel. Tu nombre, Miguel, es como conoce tu pueblo al capitán del ejército de nuestro padre; ¿acaso te nombraron en su honor, y tú desconoces los detalles de los santos coros angelicales? ¿Jamás estudiaste la palabra de tu creador? — preguntó mientras cambiaba de posición, sentándose para dejar al alcance de Miguel sus piernas. Se quejó, pero el dolor no suplantó la curiosidad que sentía por aquel hombre.

— Me nombraron así porque mi abuelo también se llamaba Miguel. — contestó mientras mojaba el trapo y preparaba la gasa. — Y la verdad es que nunca fui muy religioso, mis padres a veces iban a la iglesia, pero yo no he ido en un largo tiempo. — soltó una risa con cierto toque de nerviosismo. — Ahora heme aquí, estoy hablando con un serafín.

Miguel aplicó el trapo en la parte posterior de los tobillos, obteniendo como respuesta una contorsión de la boca que indicaba una mueca de dolor, y un resoplido quedo. Ismasarazarael se había preparado para el ardor, soportándolo mucho mejor en los tobillos que en la espalda, pero no pudo evitar sentirse agobiada de nuevo por la extraña sensación. En todo caso, era una emoción superflua en comparación a la extrañez que las declaraciones de Miguel le causaban.

— No necesitas ir a una iglesia para estudiar la palabra de nuestro padre. No eres… — gritó al sentir de nuevo el trapo cargado con alcohol cubrir su herida, cubriéndose la boca para no soltar otro grito. — No pareces ser un… paria en exilio, no percibo en ti pecado alguno que no pueda ser perdonado; ¿por qué te alejas de tu creador?

Miguel solo pudo responder con una muletilla, un “ah” que extendió más de lo cómodo y que duró casi tanto como tardó en dar la primera vuelta al tobillo de la mujer con la gasa; pensando qué responder y tratando de no imaginar lo peor que podría pasar al hacerlo, la manera en que reaccionaría ese ser. Sin embargo, la incomodidad del silencio lo obligó a actuar antes de que pudiese decorar sus palabras.

— Ahora mismo es lo más gracioso del mundo, pero he sido ateo durante la mayor parte de mi vida. — no permitió que ella contestase, cosa que no impidió que ella abriese un poco la boca en señal de sorpresa. — y sí, es ridículo decirlo en este momento; tengo a un ángel… un serafín delante de mí, pero nunca esperé obtener confirmación de que existiese Dios, ¿sabes?

Ella no respondió, sino que permaneció estática durante dos dolorosos minutos, en los que solo mostró señales de vida al arrojar un gemido casi imperceptible al sentir el alcohol y el trapo en su otro tobillo, ahora algo que podía ignorar. Antes de que pudiese decir algo, Miguel prosiguió con sus explicaciones.

— Quiero decir, estoy seguro de que alguien habría escrito sobre esa luz que sale de tu cara; simplemente no hay manera de que alguien pudiese pasar por alto una cosa tan impresionante, tan hermosa… — Miguel volteo a ver a Ismasarazarael, quien no respondió, cosa que lo alivió. — No sé si me estoy condenando al infierno por decir esto; no sé si me estoy condenando al infierno por bromear sobre ser condenado. Pero si de verdad eres un ángel… Al menos ahora sé que existe un Dios, supongo.

Volvió a reírse al terminar sus palabras, haciendo un pobre intento de ocultar su nerviosismo al terminar por vendar el tobillo; la mujer no contestó tampoco en esa ocasión, que no era ni de lejos lo peor que él había imaginado que podía suceder al confesarse, pero seguía siendo una señal de incertidumbre funesta. El serafín no le dirigió la palabra, pero le sonrió y siguió con la mirada al captar los sonidos que hizo Miguel al levantarse y andar a la tienda para buscar su abrigo de repuesto; sonrisa que no fue una mueca o un gesto apenas perceptible, sino una expresión de genuina y abierta felicidad, aunque con cierta picardía reconfortante, tan divina como el resto de su ser.

Miguel se quedó con esa imagen en la mente durante el corto tramo que recorrió. Tomó el abrigo, y se volteó, pero se detuvo donde estaba cuando vio que el serafín avanzaba con dificultad y lentitud, mas con una enorme decisión, hacia él. Sus movimientos eran inseguros, y parecía a punto de cojear o caerse; su espalda la seguía obligando a jorobarse un poco, pero no tardó en estar frente a él, esforzándose en erguirse lo más que pudiese. Un poco más alta que Miguel, tanteó con la mano hasta hallar su rostro, y tomando una vez más su mejilla le respondió al fin sin dejar de sonreír.

—Había escuchado susurros y rumores, de ángeles y dominios, que anunciaban hombres tan ignorantes como para desconocer a nuestro creador como el poder supremo del cosmos; siempre pensé que eran pequeños desacatos… Ideas extrañas hechas sin malicia, para que todos los vasallos de nuestro padre nos mantuviésemos entretenidos y alerta. — Ismasarazarael bajó la mano con delicadez, acariciando suavemente el cuello de Miguel hasta llegar a su hombro. — La última vez que estuve en este mundo, estas tierras eran desconocidas para la creación, yo fui su única habitante. Tu lengua, tu ropa, tu atrevimiento herético… Este no es ese mundo; parece que he tardado en saberlo. Tú no eres como aquellos hombres jóvenes de un mundo todavía más joven, suficientemente sabios como para reconocer en mí el mensaje de nuestro padre. Eres un ateo. ¡Mas qué bienaventurado debes ser, Miguel, para que la luz de la divina te alumbre de esta manera!

Ismasarazarael tomó la mano de Miguel y la llevó hasta su pecho, empujándola para que pudiese sentir las vendas que le había colocado incluso a través del vestido. Él temía sentir algo más que eso, pero no opuso resistencia alguna; secretamente procuró prestar más atención que nunca en ese momento. El serafín cerró la mano del brazo que ocultaba la luz de su rostro, y entrelazó con suavidad sus dedos con los de Miguel, un gesto con el que ella pretendía comunicar su nueva conexión con su padre divino; la conexión que sintió Miguel fue una distinta, una que le aceleró el corazón.

— Pocos creados han sido testigos de un serafín. Hasta los más santos de entre los hombres han sido interceptados solo por ordinarios ángeles; ni uno ha tenido jamás el privilegio de estar tan cerca de uno como lo estás tú, mucho menos intercambiar ríos de palabras como hemos hecho, y desconozco palabras en tu lengua y la mía que puedan definir la gran fortuna que es para ti haber ayudado… haberme ayudado, sanado este cuerpo; por más barbáricos que hayan sido tus métodos.

— Supongo que sería estúpido de mi parte seguir sin creer en lo que dices, especialmente porque no tengo que confiar solo en tu palabra; lo que vi, — respondió fijándose en destellos tiernos que escapaban del brazo que cubría el rostro del serafín. — no creo poder olvidarlo, las cosas tan bellas… pero también las horribles. Si tú me dices que hay un Dios, y tú eres un ángel, no creo que me cueste aceptarlo.

— Lamento haberte lastimado con la luz de mi rostro. — Contestó a la par que acercó sus manos entrelazada con la de Miguel a los ojos de este, deseando palpar en búsqueda de una herida. — Observaste la luz de nuestro padre, una aurora tan incendiaria que ni siquiera yo soporto durante mucho tiempo; canalizada a través de mí, es tolerable, pero ahora que estoy… herida, es peligroso exponerla en este mundo. Es hermosa, ¿verdad? — preguntó soltando su mano, y buscando palabras qué decir ante una felicidad cada vez mayor. — No es una bendición ordinaria, pero aun así… Miguel, bendito seas. De esta experiencia sé que nacerá una fe y amor profunda a tu creador, quizás de los más grandes en la historia.

— Tal vez. — respondió junto con una risa boba, sin saber bien qué decir, pero sin intenciones de quedarse callado ante palabras que en secreto habían anidado por siempre en su corazón. — Lo único que puedo decirte ahora es que… Sí, tienes razón… Pero necesitas descansar; tus heridas podrían comenzar a sangrar de nuevo si sigues moviéndote.

Ella renovó su sonrisa, y dejó escapar una risa; sonido similar al cantar de todas las aves del bosque, intensificado por un eco que rebota por todo el mundo y se disipa solo en la cúpula celeste con gracia divina. Miguel no pudo evitar sonreír, e iba a decir algo más acerca de las atenciones que necesitaban sus heridas, pero Ismasarazarael habló primero.

— Tus intenciones son nobles; agradezco desde el fondo de mi ser las atenciones que diste a este cuerpo, porque le impediste la muerte, pero también hablas con mucha inocencia. Ya te había dicho que este solo es un receptáculo de mi esencia. — volvió a tocarse el pecho con orgullo. — Una esencia inmortal. Sentí miedo, pues jamás me han… había sido tan lastimada; jamás he muerto, no conozco esa sensación. Si hubiese muerto, tal vez habría regresado al reino de nuestro padre con otra forma… quizás no regresaría en absoluto. — dijo esto haciendo una pausa de pavor y frío.

— Los ángeles no pueden morir, quizás reencarnan. — respondió él ante la incertidumbre de la extrañísima idea. — ¿Puedes morir, morir de verdad?

— Eso lo desconozco. Pero de ser la muerte solo un interludio, habría retornado después para rematar a Soneilón. O quizás habrían enviado arcángeles para asegurarse de no fallar… En todo caso, no puedo agradecerte lo suficiente, Miguel, pero debo irme.

— ¿Irte? ¡¿A dónde, al cielo?!

— Al reino de nuestro padre, sí. — contestó con felicidad. — He cumplido mi labor como custodia de los vencidos. Soneilón tardará mucho tiempo en sanar sus heridas; tardó hasta este día para curarse de nuestra batalla pasada, y quizás jamás vuelva a recuperar el poder necesario para volver con una forma física; lo herí más aquella ocasión donde fue encerrado en la vasija, tal vez… Quizás murió de manera definitiva. — pronunció con muchas dudas y cierto miedo ante las implicaciones. — Solo el tiempo lo dirá. Debo agradecerte una vez más por tu ayuda, pero ahora es momento que parta y abandone mi propia vasija.

Ismasarazarael dio algunos pasos hacia atrás, con el cuidado necesario para no tropezar y caer; todavía temblando un poco, especialmente por el frío, pero con una decisión y voluntad que le concedían cierta gracia. Todavía cubriéndose el rostro, como acto reflejo volteó hacia arriba mientras estiraba su otro brazo, como aquel que espera recibir algo de este. Incluso si su estado no había mejorado mucho, estuvo a punto de caerse dos veces, era toda una gracia del destino que hubiese sobrevivido, razón que acompañó al interés que Miguel ya sentía por ella, por la que intentó decirle lo primero que se le ocurrió para impedir que se fuese.

— ¡¿Pero qué hay del demonio, su cuerpo todavía está ahí, estás segura de que no va a regresar pronto?! — mencionó como si fuese una duda genuina.

— Soneilón ha sido derrotado, jamás deberás preocuparte por él… o por un ser tan peligroso como él. — contestó con tranquilidad todavía mirando al cielo en espera de algo. — Debería haberte dicho que tu valentía para atacar de esa forma a un ser tan por encima de tus capacidades es digno de mencionarse; quizás tu vida resulte ser más santa de lo que ya será. En circunstancias normales, estarías en problemas severos por permitir a tu codicia liberar a un insurrecto, — mencionó bajando un poco la cabeza. — si es que Soneilón no miente, pero me aseguraré de intervenir a tu favor.

Terminó esa frase dando por entender que esa era la despedida definitiva, mirando al cielo en completa ceguera y con la disposición a dejar el suelo donde estaba parada en cualquier momento. Pero tras pocos minutos, que Miguel aprovechó con desenfreno para pensar en algo que no sonase tan estúpido como su última pregunta, ocurrió nada; ninguna nube se abrió de forma inusual ni se apareció otra luz cósmica que hiciese arder el cielo y diese pauta a la mujer de abandonar el mundo. El viento continuó circulando, y la noche se hacía cada vez más negra, las nubes cubriendo a la luna, y abotonada con distantes y escasas estrellas; relajando la cabeza para inclinarla hacia arriba de nuevo, volviendo a estirar su brazo en señal de espera, Ismasarazarael no escuchó comando alguno, solo el ulular distante entre los árboles. No tardó en sentir vergüenza, haciéndose muy consciente de estar parada y haciendo la misma pose una y otra vez sin resultado alguno. Entrando en desesperación, habló al cielo con una voz ajena a su supuesta seguridad renovada.

— ¡Opatéras, ácou tis eclíseis mou cai áfisé me na anévo esto pio ieró basíleio sou!, ¡I córi sas Ismasarazarael, aplí cai tapeiní serafeím pou ipireteí dípla sas, sas miláei gonatistí; epitrépste mou na séro óti den miláo móno gia ton escliró ánemo cai na apantíso stin clísi mou!

Tardó en obtener su respuesta, quedándose en la misma posición con la que esperaba ascender e irse; definitivamente evitando mirar, o más bien mover la cabeza para simular observar, a Miguel. Pero cuando lo hizo, se heló de forma definitiva en esa pose. Tardó unos segundos en procesar y responder a lo que sea que haya escuchado, tiempo que ella sintió como conjuntos exagerados de eternidades, pero cuando finalmente satisfizo su angustia solo pudo mirar hacia donde intuyó se hallaba un confundido Miguel.

— Opatéras más eípe óti prépei ¡na meíno perisótero se aftón ton cósmo! ¡Ta lógia tou…! — comenzó a decirle repleta de espanto y sorpresa, recapacitando tarde que él no le entendía. — Nuestro padre… Nuestro padre dijo que debo permanecer más tiempo en este mundo; sus palabras… hablaron acerca de una importante tarea y lección que solo puedo comprender en este mundo. — repitió mientras regresaban sus temblores.

— ¿Una lección, qué lección? — solo pudo preguntar Miguel, asimilando de poco en poco que quien había hablado con la mujer había sido Dios mismo.

— ¡No lo sé, se limitó hablar así; no puedo cuestionar su decisión, pero me ha dejado en la completa ignorancia! — contestó dando pequeños pasos en lo que ella presumía era la dirección por la que había provenido. — ¡¿Qué lección necesito aprender, qué tarea ha quedado pendiente que me ha condenado a este mundo durante más tiempo?! ¡Yo jamás he desobedecido, nunca he contradicho o he faltado al respeto al poder y jerarquía de nuestro padre! No le cuestiono, no puedo; antes cortarme la lengua que decir no a su poder, pero estoy nublada. — ¡Poté den anipácousa, den éco poté antifásei í den seváso ti dínami cai tin ierarcía tis dinamís sou, Opatéras! — repitió al cielo sin respuesta alguna.

El serafín avanzó cada vez con mayor rapidez, pegándose en los pies con ramas y piedras; deteniéndose cada decena de pasos por sentir estocadas y latigazos de dolor en el vientre, espalda y piernas, al punto de tropezar tres veces, caerse algunas y tener que detenerse por aire muchas más. Cada cierto tiempo tanteaba el suelo con el brazo, incluso apoyándose por momentos del que usaba para cubrirse la luz del rostro, buscando dos cosas para correr un poco más tras no hallarla.

Miguel solo comenzó a perseguirla cuando echó a correr, teniendo que cubrirse los ojos de súbito cada que ella se destapaba el rostro. Ella no lo notó, pero aunque era lo primero que hacía sin gracia alguna, corría a altas velocidades; llegando al lugar donde murió Soneilón en la tercera parte de lo que le costó a Miguel llevarla de ese punto a su tienda, rapidez con la que Miguel apenas pudo competir mientras le gritaba para llamar su atención y hacerla parar. Sus heridas importaban, especialmente porque a la mitad del trayecto se había caído y golpeado más veces de las que él podía tolerar, pero él estaba más preocupado por el miedo e incertidumbre que mostraba; ya habiéndose comprometido a ayudarla, temido por su partida e incluso aliviado por aquella encomienda que la mujer recibió, Miguel sentía la profunda necesidad de ayudarla, igual que cuando la halló herida, o incluso más.

Ella tuvo la fortuna de caer por última vez donde murió Soneilón, dándose de bruces con el suelo para ya no levantarse de nuevo, solamente rodando para sujetarse las rodillas. Miguel no tardó en llegar, con algo de sudor y faltándole el aire. Ignoró el cadáver del demonio, que se estaba cayendo a pedazos como si fuese un montículo de ceniza negra, y se dirigió hacia ella.

— Te dije que no te movieras, ahora sí o sí estarás sangrando de nuevo por tus heridas. — fue lo que le dijo, en un extraño tono de autoridad que hizo pensar a Miguel por un segundo las ramificaciones de hablarle así a un ser celestial.

— Soneilón, ¿está muerto? — contestó ella. — ¿Lo mataste, lo matamos? ¿Está acabado?

Miguel volteó a ver los restos del insurrecto, casi a la vez que una tierna corriente aire pegó a su cuerpo, haciendo que este desprendiese un trozo considerable de espalda que se hizo polvo antes de tocar los interiores huecos del antiguo demonio. Él le comunicó esta indiscutible señal de su derrota, pero esta observación la alteró más en vez de tranquilizarse. Poniéndose de pie con dificultad, pero a los pobres intentos de Miguel de mantenerla sentada, comenzó a tantear de nuevo el suelo.

— Mi espada, ¿dónde está? — volvió a preguntar con el mismo tono de angustia. — ¿Se halla aquí, no es así? La he olvidado, eso debe ser, debo aprender a no desprenderme sin pensarlo de tan sagrada herramienta de nuestro padre. ¡¿Alitís?! — gritó mirando arriba sin conseguir nada.

La espada se hallaba enterrada en la arena que antes fue el demonio, aún incrustada en un pedazo que se había negado a descomponerse hasta ahora. Miguel dijo a Ismasarazarael que la veía, y que la alcanzaría. Pero ella pegó un salto y lo detuvo de los hombros en cuanto escuchó las intenciones del hombre.

— La creación no puede tocar esa espada, terminarías muerto. — contestó con notable irritación. — Solo muéstrame dónde está. — ordenó extendiéndole la mano a Miguel.

Miguel sostuvo su mano de la muñeca, esta vez sin tener tiempo de hacer observaciones sobre el tacto suave y lleno de vida que le hacía sentir su piel, y la movió en dirección a la espada plateada mientras cuidaba de jamás tocarla, ahora sabiendo que aquella espada mataba aún más de lo esperado. Cuando sus dedos sintieron el frío mango del arma, el serafín tomó la espada con fuerza y rapidez, soltando un suspiro de alivio y otro de dolor, mientras alzaba su objetivo en lo alto como si estuviese declarando la victoria suprema de un conflicto. Apuntó hacia la bóveda celeste, y no tardó en hacer declaraciones llenas de esperanza.

— ¡To spatí! ¡¿Ítan to spatí i apostolí mou, ta éprepe na máto na min ríchno cáti tóso polítimo óso to óplo pou tha catastrépsei ton Loúsifer ton antárti?! ¡Sinchoríste tin ágnoiá mou cai tin élleipsi désmefsís mou, oi pligés mou tólosan tin crísi mou, allá tóra séro óti aftó den eínai dicaiología gia na cáso ti dínamí sas!

Absolutamente ninguna respuesta que Miguel pudiese escuchar, y completamente nada para ella, a pesar de que sí recibió una contestación de su creador. Algo dentro de ella se inundó de coraje y vergüenza, sintiéndose como inútil e imbécil por haber errado dos veces consecutivas. Todos los insultos que pudo haber dirigido a su padre, los direccionó a ella, aún teniendo presente el temible respeto que debía profesar hacia la autoridad. Esto fue justamente lo que dijo al sentir la necesidad de darle explicaciones a Miguel.

— Antes me corto la lengua… Pero ya no sé qué pensar, jamás habría pensado que nuestro padre me colocaría en esta situación, me probaría de esta manera tan grave. Yo no estoy segura de qué deba… yo no… no estoy segura de qué deba hacer, la espada era mi última idea… Miguel, ¿acaso he fallado ya, es que la prueba no la he superado porque no soy capaz de comprenderla? — iniciando un atroz milagro, ella comenzó a sollozar sin poder soltar lágrimas. — ¿No soy capaz de… entender su poder, no soy… no soy digna de su jerarquía? Estoy atrapada aquí… por siempre, ¿no es así? No sé… No, no sé qué es lo que debo aprender; ¡qué es aquello que me han encargado!… no sé. Tengo miedo. — concluyó entre sollozos tan tiernos como extraños, siendo que era la primera vez que lo hacía.

Por contestación solo sintió el abrazo del abrigo de Miguel en los hombros y la espalda, el cual había llevado en una mano durante todo el trayecto. El interior afelpado le proveyó rápidamente de calor, y como justo como el toque de los barbáricos métodos médicos de Miguel, seguridad y un cierto alivio que le protegió ante el mar de incertidumbre que amenazaba con colapsarle el pecho. Se sobresaltó al sentir el peso de la ropa, pero se tranquilizó cuando supo de quien era, y al colocar él su mano sobre su hombro; sincero gesto de empatía.

— Si vas a permanecer aquí hasta que lo descubras, tienes tiempo de sobra para averiguarlo. Puedo ayudarte, si es que mi ayuda basta en tu búsqueda divina. — contestó Miguel con seriedad, volteando solo por un instante al cielo en búsqueda de las mismas respuestas que el serafín, agregando después: — Pero ahora tienes que descansar, y debo revisar que no te hayas abierto una herida.

Fue esa última frase, quizás por ser tan inesperada como esperada al mismo tiempo, lo que retornó al serafín a la realidad. Volteó a ver a Miguel, y después de sonreírle, soltó una risa atronadora de alivio y esperanza; carcajada que podría haber espantado a todos los animales a la redonda, pero cuyo tono causó el efecto contrario a la fauna. Miguel fue afortunado, no por escuchar su risa, sino por ser incapaz de ver sus ojos; pues de haberlos visto, repletos de una inesperada alegría y renovada voluntad, junto con su risa, es bastante seguro que habría muerto en ese instante.

— Si insistes en curarme, aceptaré tu oferta; siento que estoy sangrando de mi tobillo.

— Esperaba algo peor, pero puedo revisarte.

— Gracias, Miguel. — dijo con completa sinceridad y seriedad.

— Agradece a que los paquetes de gasa incluyeron uno gratis cuando los compré. — bromeó para intentar aliviar la escena, y prepararse para hablarle por su nombre. — ¿Puedes caminar, Isasamamel?

— Puedo caminar, Miguel; más mi nombre es Ismasarazarael.

— Ismasaramazamel.

— Ismasarazarael. — corrigió entretenida.

— ¿Ismasara-saramel? — respondió Miguel haciendo su mejor esfuerzo.

— Ismasarazarael, en tu lengua la traducción más acertada sería: “Nacida de la estela de Edén-Quien en el umbral del alma conoce el canto-Al alma puede tocar y cantar por Dios, el privilegio tiene”.

— ¿Te molesta si te llamo Sara?

Caminaron con mayor lentitud que la vez pasada, cada uno midiendo bien sus pasos a la vez que se perdían más y más en sus pensamientos; ella en una melancolía que reposaba en un extenso lecho de esperanza y discreta alegría, mientras que él en una secreta y algo maliciosa felicidad que se nutría de curiosidad y genuino interés por el bienestar de su compañera. Sara, que había decidido que ese era un diminutivo apropiado, se sentó al lado de la hoguera en búsqueda de más calor. Miguel la examinó por unos segundos, hasta que supo que tenía razón al pensar que esperaba lo peor de sus heridas. Salvo por el tobillo derecho y unos cuantos rasguños en hombros y la mejilla, lo único que tuvo que hacer fue apretar las gasas y aplicar algo de alcohol.

De hecho fue más alarmante para Miguel el que la fogata estuviese a punto de extinguirse, por lo que tomó algo de pasto seco y ramas troceadas para revivir las llamas de su pequeña lámpara nocturna, que comenzó a arder más y más hasta recuperar una forma apropiada para servir como luz y cocina. Pensando en esa última función, Miguel se palpó la cadera; su sorpresa al comprobar que de alguna forma todavía tenía colgando de la cadera los conejos, algo maltratados por supuesto, aún comestibles, sin embargo; ni siquiera recordaba haberlos sentido en las tantas veces que se cayó. Tenía hambre, pero no la suficiente como para no poder esperar hasta mañana, llevando a sus presas a una hielera pequeña y algo sucia para evitar que los insectos, o animales más grandes, tuviesen un festín esa noche.

— El sonido de las llamas se acopla en armonía al resto de voces que se oyen por toda la creación. — dijo Sara en un tono que denotaba reflexión, agregando después al tratar de precisar con la cabeza el lugar donde se hallaba parado Miguel. — Esta prenda también las complementa. El frío ha dejado de ser un pesar, ahora solo siento todo el cuerpo adolorido; especialmente este brazo.

Sara alzó señaló el brazo con el que se tapaba la cara con un leve alzamiento del codo, haciendo que Miguel se preguntase por primera vez sobre las heridas en la cara. Si tenía un par de alas ahí, debería tener una herida similar a las de la espalda y piernas, pero era imposible asegurarlo con aquella luz divina abrasando todo a su paso en aquella zona; quizás funcionaba distinto, él no lo sabía. Eso no lo detuvo, por lo que se acercó a ella después de buscar y tomar tres cosas de su tienda.

— Olvidé revisar la herida en tu cara, pero no estoy seguro de cómo tratarla. — dijo con la osadía que pensaba necesaria para convencerla.

— Dudo que esté lastimada en el rostro de la misma forma que en mi espalda. — contestó en el mismo tono reflexivo. — No siento dolor, solo un… extraño vacío.

— ¿Crees que puedas revisar con el tacto? Yo dudo ser capaz de hacerlo con los ojos cerrados.

— Si crees que es necesario, puedo intentarlo. Necesito que tu cubras los ojos.

Miguel obedeció y se tapó los ojos al mismo tiempo que volteaba la cabeza hacia otro lado, apretando bien los párpados y concentrándose en solo ver la absoluta negrura, dándole la señal a Sara de que no vería nada al poco tiempo. Ella se descubrió la cara, y todo en dirección a su cara se iluminó como si fuese de día, algunos animales incluso siendo atrapados por el trance hipnótico de la belleza de la luz angelical. Se acalambró el brazo por moverlo muy rápido, pero al no querer desperdiciar tiempo ignoró el dolor, palpándose el rostro; oculto por el abismo de luz que nacía de este, habiendo sentido su cara por última vez eones atrás, la experiencia fue extraña pero reconfortante y nostálgica para Sara, quien solo no escatimó en el tiempo que dedicó a explorarse por no hacer sufrir tanto a Miguel.

No sintió ni un rasguño, mucho menos una cicatriz horrenda, la nariz romana y sus ojos que antaño fueron azules como un zircón carecían hasta del más pequeño moretón, solo dolía apretar con fuerza la zona donde solían estar sus alas. Mas no tardó poder sentir con las yemas de los dedos costras de sangre, así como sangre fresca, por todo el puente de la nariz, los párpados y sus pronunciados pómulos.

— Hay algo de sangre, pero no tengo ninguna herida. — informó a Miguel. — Solo se siente extraño… mi rostro, es como si me hubiesen golpeado en vez de mutilado…Toso polí… ¡Ya puedes mirar! — anunció volviendo a cubrirse el rostro.

— Entonces, creo que solo vas a necesitar limpiarte. Ya no creo que te puedas enfermar, pero tampoco deberías tener sangre en la cara por mucho tiempo.

Miguel le entregó un trapo mojado, aprovechando que en la heladera todavía tenía algunas botellas pequeñas; escogiendo la más aplastada y vacía para empapar el trapo. Trató de aplicarlo, pero la experiencia le hizo decidir que el peligro era demasiado. Indicó a Sara que solo debía mojarse, y tallarse con suavidad. Ella siguió las instrucciones solo después de hacer que Miguel se volviese a cubrir los ojos, cosa que resultó innecesario, pues el trapo filtró gran parte de la aurora. Al sentir el frío del agua, y sobre todo al rasparse las costras, contuvo un grito nervioso y necesitó reponerse un instante para ser suficientemente valiente como para proseguir mojándose la cara.

— Está hecho. — anunció. — Pensé que ardería tanto como en las ocasiones anteriores, pero por fortuna mis miedos estaban infundados. Por suerte no necesitaste alcohol, más que nada porque ya no tengo. — respondió Miguel pensando en cuándo podría salir a comprar más. — En todo caso, también debes descansar el brazo, porque vas a terminar lastimándotelo. Para eso, — dijo colocando un antifaz en su mano. — espero que esto te sirva.

Lo primero que hizo Sara fue apretar el antifaz, pues su textura era una que jamás había sentido, muy diferente al abrigo que llevaba sobre los hombros, el suelo húmedo sobre el que estaba sentada y las corrientes frías y calientes de aire que llegaban de todas partes. Preguntó qué se era eso, y cómo podía servirle; solo pudiendo imaginar su forma a través del tacto; alejándolo y acercándolo de su rostro, como si eso pudiese hacerla descifrar un misterio sobre tan extraño objeto.

— Es un antifaz. — contestó Miguel mientras ella intentaba sentirlo con la mejilla. — Antes lo usaba para dormir, pero ya me parece vanidoso usarlo; no hay muchas luces aquí además de la hoguera.

— Tienes posesiones muy extrañas, pero supongo que no eres el único creado que utiliza algo como esto. — respondió Sara, ahora tanteando e imaginando la función de la liga. — Eso solo las hace artículos más extraños. No estoy segura de que debas continuar obsequiándome tus posesiones… Son curiosas.

— No lo consideres un obsequio, sino un préstamo. Ahora mismo es la única cosa que tengo a la mano para que te cubras el rostro, pero después tendrás que devolvérmelo, ¿te convence si te lo ofrezco así? — respondió él tratando de ser gracioso.

— Un préstamo… — dijo entretenida ante la idea. — acepto, Miguel. Sin embargo, necesito saber cómo se utiliza. Mi suposición es que debe usarse como una máscara, esta cuerda… debe servir para sujetarla.

— Te acercaste lo suficiente, podría decirse que es lo opuesto a una máscara: cubre tus ojos y deja expuesto el resto de tu cara… supongo. — dijo él pensando cómo explicar algo tan sencillo como un antifaz. — Solo debes ponértelo en los ojos, y pasar la liga por detrás de la cabeza, solo deja que me cubra los ojos… de nuevo.

Este lo hizo, esta vez relajando un poco la seguridad, y tras avisarle a Sara instantes luego, esta bajó por última ocasión el brazo. Sintió un rebote doloroso en los músculos, producto del acalambramiento, pero lo ignoró y empleó su cansado brazo para colocarse bien el antifaz. Primero, por mera curiosidad, colocó la tela en sus ojos y la presionó hasta donde pudiese sin comenzar a sentir dolor; sensación extraña, pues no solo percibió la plástica textura de la tela en los alrededores de los ojos, sino también en estos mismos, ciegos pero con la capacidad de sentir. Era algo tan ajeno a lo que estaba acostumbrada a sentir, que se quedó así durante unos segundos, pero no tardó mucho en colocarse la liga para ajustar bien el antifaz en su cara.

Miguel pudo notar el momento en que la luz se desvaneció, algo de su efecto comenzaba a filtrarse en dosis minúsculas a través de sus despreocupados párpados, por lo que su ausencia se sintió sin dificultad. No esperó a que Sara le dijese que era seguro mirar, por lo que pudo observarla mientras esta sentía sus ojos a través del antifaz. Los palpó una y otra vez, a veces con suavidad y otras como lo hace un niño al picar algo con un palo; alegre e infantil curiosidad, casi eclipsando su anterior tristeza, se veía en rostro, algo que chocaba de cierta forma con toda la imagen que Sara había causado en él.

— Ya puedes mirar con seguridad. — anunció ella, llevándose las manos a las rodillas.

— Puedo ver que funciona de maravilla.

Sin el brazo de por medio, él pudo mirar con más detenimiento la imagen completa que ofrecía aquel serafín. Incluso habiéndola tenido más cerca, en ese momento percibió de manera casi perfecta lo que era; su cabello ondeando discretamente con el aire, su piel que recuperaba poco a poco su tonalidad y brillo celestial, pero sobre todo los rasgos de su cara que ahora lucían en todo su esplendor, coronados graciosamente por un antifaz negro. Los sentimientos que él pudiese sentir por ella, lúcidos a pesar de ser muy extraños, comenzaron a emerger como tiernos pero intensos retoños; emociones que él sentía como muy ordinarios y desubicados como para siquiera pensar en comunicarlos, por más que él se apreciase como alguien honesto y sin trabas para expresar sus ideas.

La ayudó a colocarse el abrigo de manera correcta, indicándole con cierta gracia cómo debían usarse realmente, a lo que ella mostró sorpresa por haber ignorado todo ese tiempo que aquella prenda era una suerte de capa pequeña. Sujetando sus brazos cansados por breves instantes, pasándolos dentro de las mangas y subiendo el cierre hasta donde la descompuesta cremallera lo permitió. Sara lucía como una mujer que abandonaba una fiesta: vestida con elegancia de blanco pero con un abrigo demacrado por años de uso encima; extraña apariencia que no podía eliminar la inherente divinidad que exhalaba la mujer. Miguel se sentó a su lado, necesitando parte del calor de la hoguera, pero sobre todo buscando la cercanía de Sara, intentando hallar un buen tema de conversación para hablar con ella, pero sin poder encontrar uno.

Pasaron un tiempo bastante largo en medio de un silencio extraño, interrumpido por ocasionales preguntas sobre el estado de las heridas de Sara, correspondidas con respuestas poco alarmantes, y complementado con cierto decoro por ella, quien no era inmune a la incomodidad, mediante comentarios e interrogantes acerca del fuego, el aire, la tienda, la ropa y los sonidos distantes de los animales nocturnos. Miguel respondía con entusiasmo pero poca sustancia para continuar por mucho tiempo.

— Cada dos meses se aparece un guardabosques por aquí, supongo que quiere verificar que no estoy haciendo nada que termine incendiando el bosque o con una patrulla de policías buscándome. — contestó cuando Sara preguntó sobre otras personas. — Antes venía cada semana, quizás ya confía más en mí… Pero aparte de él, la mayoría nunca se interna tanto en el bosque.

— ¿Qué es lo que te hizo internarte? — prosiguió preguntando ella con cierta distracción, no pudiendo quitarse de la cabeza las razones por las que ella seguía en ese mundo.

— Bueno, — dijo bostezando. — siempre me han gustado los lugares como este; rodeado de tanta tranquilidad y sencillez, la vida es más cómoda, más sencilla… y definitivamente más solitaria. — añadió por sentirlo necesario. — Podríamos ir al pueblo si algún día te aburres, tal vez obtengas respuestas ahí.

— ¿Respuestas? — preguntó saliendo de su meditación por un instante, solo para regresar a este. — Quizás encuentre respuestas fuera de este bosque, pero temo que no será tan sencillo como buscar en otros sitios; lo que debo aprender puede hallarse al otro lado del mundo o tan cerca que esté a su lado, mi misión no puede consistir sólo en buscar por todas partes de la creación. Al menos eso creo… No estoy segura de ello.

— Te ayudaré en lo que pueda.

— Estoy segura de que lo harás, gracias por tu ofrecimiento.

Otras conversaciones así tomaron lugar varias veces, repartidas a lo largo de una hora de silenciosa madrugada. El sueño ya estaba pesándole sobre los hombros a Miguel, pero comenzó a ganarle cuando Sara empezó a tararear una melodía que sonaba como un coro dentro de una sola voz; jamás escuchada por él, pero sonándole familiar a la vez. Sus párpados le pesaron más y más, y su cuerpo finalmente pasó factura de todas las contusiones de la noche, adormeciéndolo antes que despertarle; con tal intensidad que ignoró que estaba al aire libre, tan cómodo como si estuviese en su tienda de campaña.

En los instantes donde la consciencia empieza a fundirse con la realidad, cuando uno empieza a ser consciente de la próxima inconsciencia, abandonándose a esta para descansar en los misterios de los sueños, Miguel visualizó interminables prados verdes, decorados con exuberantes lagos y ríos, interrumpidos en la infinita distancia por inexpugnables montañas y todo poderosos castillos con murallas doradas a prueba de todo asedio; páramo visitado por nubes y nieblas delgadas que se desenrollaban y transmutaban en complejas formas y escenarios, habitadas y montadas por estelas de luz que se movían como relámpagos de todos colores. Acueductos de vidrio, sobre los que se sentaban figuras de luz que solo se dedicaban a tocar la trompeta, dejaban caer luces que descendían con la misma velocidad y gracia que el canto de Sara y la canción que salía de las trompetas, complementándose como si todas se tratasen de una sola cosa.

Por mero azar despertó, solo un poco, desvaneciéndose aquella extraña realidad entre el truene de las brasas y el tímido llamado de los grillos; mas la voz de Sara fue lo único que sobrevivió al viaje entre mundos, bailando en los oídos de Miguel de forma parecida a cómo la luz de su rostro acarició sus ojos con pura hermosura. Al llegar a un punto medio entre el sueño y la vida, Miguel tuvo un solo razonamiento que le pareció coherente, descartando preguntarse cómo había conseguido dormirse sentado.

— ¿Sara… — preguntó arrastrando las palabras. — los ángeles duermen?

— Los ángeles no tenemos razones para dormir. — respondió con extrañeza, siendo ella también arrancada de golpe de sus meditaciones.

— Hum… Entonces no sueñan.

— Los ángeles no sueñan, eso me incluye.

— Es una pena, — contestó sintiendo el esfuerzo olímpico de poder concluir sus ideas sin dormirse, aún si no estaba tan consciente de su contenido. — Soñé con algo hermoso… Tan hermoso, casi tan hermoso como tú.

No fue la sensación abrasadora que sintió en sus mejillas lo que la calló, sino que para ella la belleza se media en relación a su creador; símbolo de hermosura a partir del cual todo se debía comparar para calificar como tal, el que dirigiesen el adjetivo a ella en vez de a su creador era algo nuevo, inesperado y abierto a debate; profano quizás, incluso una señal definitiva de lujuria podía ser, mas Sara no sintió que se debiese a esas cosas, sino más bien a un sentimiento genuino de los creados. Razonó que él la veía a ella hermosa como ella a su padre, un símbolo del cual todo proviene y al cual se debe utilizar como medida del resto, cosa que no entendería del todo, pero que apreciaba en esencia. Sin esperar una respuesta, y volviendo a saborear un incendio en el rostro, le contestó.

— Gracias.

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